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El Jardín de Eierel - Prólogo


Acerca de las Tres Tierras

   No era el Jardín de Eierel un simple trozo de tierra, una parcela verde en la que se escabullen las hierbas entre matojos de flores, donde crecen árboles, viven reptiles y aves e insectos, incluso roedores. No, era un mundo, un inmenso astro sólido y esférico (al menos por fuera) sostenido muy lejos, allá afuera en la oscuridad. Se desconoce dónde está, mas la mayor parte del Universo nos es incierta; también se ignora cómo llegó este relato hasta nuestras manos, pero hay misterios que ni la más brillante de las mentes puede solucionar. Todo lo que puede decirse sobre este inmenso Jardín es que estaba (o sigue estando) habitado por criaturas de las más variadas y extrañas especies: algunas fuertes, otras aladas, unas más inteligentes. Es imposible saber exactamente cuántas criaturas distintas vivían en aquellas tierras, pero sí se conocen bien al menos a tres de ellas: los erïlnet, los náelmar y los udhaulu. Había una palabra para referirse a todos a la vez: elvannai. Y eran los elvannai los principales habitantes de aquel mundo inmenso, que por cierto tenía como nombre Eïle. Se puede aprender más sobre ellos gracias al relato de la creación que se encuentra al final de esta historia, mas lo principal que debe saberse es que los erïlnet tenían grandes alas y ojos carentes de pupilas, los udhaulu astas, colmillos y pieles rojizas, y los náelmar agudos ojos almendrados y… mucha curiosidad.
   Pero las tres especies de elvannai no convivían en el mismo sitio. Eïle estaba dividido en tres grandes tierras, que a su vez estaban separadas en dos continentes por culpa del inmenso mar que las atravesaba. Así pues, los erïlnet vivían en el territorio más septentrional, al que llamaban Silië Insi; los náelmar se hallaban en el centro del mundo, en su hogar, Enárzentel; y los udhaulu habitaban las desérticas extensiones de Tuo Brul’u, al sur. Estos lugares eran, en la lengua común (el eilerena) que todos los elvannai aprendían en mayor o menor medida a utilizar: Tierra Alta, Tierra Centro y Tierra Baja. Estaban separadas las unas de las otras por altísimos muros que le daban a Eïle su peculiar forma escalonada, y en cada una de las grandes paredes, divididas por las cataratas formadas por el caer del mar, había escalones que servían para unir los hogares de los elvannai. Sin embargo, eran tantos los peldaños y tan largo y tedioso el viaje, que casi nadie se atrevía a afrontarlo pues podía tardarse hasta cuatro meses de Eïle en ir de un lugar a otro, y eso es en verdad mucho tiempo para cualquier mundo.
   Por ello, y a pesar de las excepcionales fuerzas que poseían los elvannai, estos preferían quedarse en sus hogares, donde tenían enormes extensiones de tierras salvajes por explorar. Cada una de las Tres Tierras difería muchísimo de las demás a pesar de haber sido creadas sobre la misma superficie, dispuesta en el vacío por Eierel; pero gracias a la influencia de sus Hijas: Eirïn, Eradhel y Elzebet, y a la llegada de los primeros erïlnet, náelmar y udhaulu desde el pensamiento de las tres Atalven menores, cada parcela de aquel Jardín había cambiado hasta distinguirse incluso en el color del aire que sus seres vivos respiraban.

   Así pues, la Tierra Alta era siempre la primera que se mencionaba. Se la conocía por la belleza que distinguía hasta al más recóndito rincón, y por la estrecha relación que guardaban los erïlnet con las Atalven, en especial con Eirïn. Ella era quien guardaba el norte de Eïle durante las horas que sus habitantes llamaban noche, e iluminaba con luz tenue y blanca las montañas más altas que podían hallarse en el mundo, los bosques de árboles más hermosos y alegres y los prados de flores más variopintas y resplandecientes. La tierra que conformaba Silië Insi no estaba dividida por el mar, era otra de sus peculiaridades, pero los erïlnet distinguían dos regiones partiendo del centro de sus dominios: Ëlidsen al oeste y Thilmadein al este.




Sobre los elementos

   Estos eran seis en aquel mundo. Aunque en otros jardines y esferas existen criaturas que no los pueden sentir, en Eïle era una excepción, al menos para los elvannai. Aire y luz, agua y tierra, fuego y oscuridad. Aquellas fuerzas se hallaban presentes en las Tres Tierras, aunque en cada una de ellas solo destacaban dos, afines a la Atalve que diera luz a sus noches.
   Dependiendo de su ocupación los elvannai estudiaban los elementos en menor o mayor medida. Había quienes se contentaban con la vida sencilla y apenas recurrían a ellos, otros se interesaban en sanar y buscaban con insistencia nuevas técnicas de curación, y algunos (sobre todo los udhaulu) disfrutaban desatando toda la fuerza que les pudieran ofrecer, y practicaban constantemente para mejorar su destreza y luchar.
  
   Según para qué se utilizara un elemento, los elvannai podían referirse a ellos con distintos términos. Cuando se trataba de sanar, restaurar, apoyar a alguien o cualquier acción alejada de la fuerza, se hablaba de técnicas. Mas cuando los elementos se utilizaban para atacar a un objetivo o defenderse de alguna agresión, se denominan formas. Tanto las técnicas como las formas tenían amplias variaciones aun dentro del mismo elemento, y descubrirlas, utilizarlas y mejorarlas dependía solo del erïlnet, el náelmar o el udhaulu que quisiera aprovecharse de su innato poder.
  Tan importante era esa fuerza (a la que llamaban energía) para los elvannai, que perderla por completo significaba morir. Por ello debían ser precavidos y no abusar de su uso, pues se cansaban como si se quedaran sin aire y no se recuperaban hasta que tuvieran la oportunidad de reposar. A cambio poseían cualidades físicas que iban más allá de lo que podían hacer muchas otras criaturas de Eïle. Eran capaces de recorrer largas distancias sin cansarse de correr (dependiendo del terreno), soportar violentos impactos o levantar objetos que pesaran mucho más que sus cuerpos, además de poder dar prodigiosos saltos y poseer una asombrosa agilidad. Todas aquellas eran habilidades que podían mejorar, mas la mayoría de elvannai se conformaba con lo que tenían al nacer e incluso dejaban que la vida cotidiana oxidara sus destrezas.  

   Sin embargo, había ciertas criaturas con las que debían tener un cuidado extremo. Eran bestias errantes, tan comunes como mitos. Monstruos a los que no podía llamarse animales, pues no tenían plumas o pelos, ni piel ni carne; estaban compuestos por fuego puro, por luz, tierra, agua, aire o por la misma oscuridad: eran los llamados elementales. Había seis especies distintas, aunque algunas podían tener variaciones, todas de terrible poder. Habitaban las Tres Tierras dependiendo de las energías que pudieran controlar los elvannai que vivieran en ellas, pues aquella fuerza era su fuente de alimentación.
   Obtenían su sustento absorbiendo grandes cúmulos de energía elemental, y esta se concentraba más en los cuerpos de los elvannai que en ninguna otra parte. Por eso los atacaban en cuanto tenían ocasión. Podían sentirlos desde distancias largas y los perseguían, y ellos no podían vencerlos a no ser que hubieran aprendido a controlar su poder más allá de lo cotidiano, ya que la fuerza de aquellas criaturas era mortal.
   Además, el tiempo no podía hacerlas perecer, ni tampoco la falta de «alimento». Los elementales existirían mientras la energía de los materiales que se usaron para crear Eïle estuviera presente en el mundo, aunque se los podía matar. Esa era sin embargo una tarea difícil, pues estas criaturas se fortalecían con el paso de los años. Se suponía que existían desde los comienzos del mundo, antes incluso de que llegaran los elvannai y otras bestias, cuando los árboles eran jóvenes aún y las montañas alzaban sus cabezas para conocer las tierras que las rodeaban. No obstante, se desconocía si podían nacer nuevos elementales y cómo se formaban. Ya que, aunque existe un relato que trata la creación de Eïle, no se los menciona en sus líneas.
   Pero se dicen otras muchas cosas sobre las Atalven y las Tres Tierras, sobre el pasado de aquel Jardín y su presente, y quizá sobre el futuro también. Es una historia conservada por erïlnet y náelmar (con algunas variaciones), y por pocos udhaulu también, contada entre generaciones y llegada hasta otros mundos como el relato que aguarda al final del libro, tras la historia del primer gran conflicto de Eïle y de cómo todo cambió.     




Breve anotación sobre las estaciones y los días

   Tal y como se cuenta en el relato sobre la creación de Eïle, Eierel se convirtió en la luz que iluminaría el mundo durante las horas del día y sus hijas en las que, con una claridad más tenue, lo harían durante la noche y sobre cada una de las Tres Tierras. Durante los días, Eierel se desplazaba de este a oeste para poder contemplar todo Eïle, y este sería el trayecto que también seguirían Eirïn, Eradhel y Elzebet. Sin embargo, se acercarían o alejarían de la superficie del mundo cada cierta cantidad de días, dando forma así a las estaciones, que allá también eran cuatro: adhaar, la más fría de todas; nalve, fresca y dulce; hórledi, calurosa y bella; y eúmuven, de noches frías y días nostálgicos. En aquellos años no había nubes durante ninguna de las estaciones, y Eierel se encargaba de hacer que la lluvia cayera cuando lo creía conveniente.
   Cada estación estaba compuesta de cuatro meses, que recibían nombres como adarli, everfil, célafar o undina. Cada mes tenía justo cuatro semanas de siete días, como nurdor o timánkani, el último día de las semanas. Eierel había dispuesto así el tiempo en su mundo, pues deseaba que cada estación durase el mismo tiempo y que este fuera par, al igual que la cantidad de semanas de cada mes.

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