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Libro de oscuridad - 1. Obsesión




   En el sureste de la región de Sériador, en la Tierra Centro, se alzaba una colina que albergaba una ciudad que la rodeaba como si llevara puesta una corona; aquella ciudad, hermosa y galana, había sido llamada Rudharmos por sus fundadores. Desde los pies de la loma se elevaba una robusta muralla que rodeaba la circunferencia del monte, y las casas que había tras las paredes de piedra se agrupaban en hileras que formaban anillos de calles pavimentadas, separadas entre ellas por distintos niveles de altura. Había un total de cuatro, y el último de aquellos anillos estaba destinado a los edificios públicos e importantes, como la sala de reuniones, la academia para los jóvenes o el templo a las Atalven y santuario de curación.
   Cada línea de edificios se unía a las contiguas gracias a amplias escaleras, que comunicaban las calles grisáceas en múltiples puntos para facilitar el acceso desde cualquier lugar; aun así, la subida era siempre muy elevada sin importar el punto en el que nacieran los peldaños. Los hogares que poblaban aquella gran ciudad estaban fabricados con bloques de piedra blanca, y se alzaban muy juntos los unos a los otros dejando solo estrechos callejones entre ellos. Solían tener un solo piso, y en sus fachadas destacaban los umbrales de las puertas, decorados con arcos de madera o piedra de diferentes formas y grabados en cada casa, siempre tallados de manera meticulosa.

   La población de Rudharmos era abundante, náelmar en su totalidad. Bajo la guía de Faerel, el taelnar o gobernante de Rudharmos, quien contaba con la ayuda de un consejo que representaba al resto de la ciudad, todo se había mantenido en orden durante muchos años, pues las decisiones tomadas eran siempre justas y en beneficio de todos los que vivían sobre aquella colina. El náelmar poseía un juicio honesto y certero, era bondadoso pero de porte recio, y muy astuto. Jamás le había engañado ningún elvannai taimado que viniera del exterior o de su propia ciudad, y muchas veces era capaz de ver más de lo que cualquiera quisiera mostrar. Su mirada era penetrante, aunque más sagaz era su razón. 
  
   Sin embargo, la célebre figura del líder de aquella ciudad no era la más nombrada por quienes la habitaban. Había otra náelmar muy conocida también, quien por fortuna o por desgracia, no podía andar por las calles sin que la reconocieran, sin que alguien la mirara aun después de más de veinte años de convivencia tras las mismas murallas. Veinte años de vida que no apreciaba, por cierto; todos conocían aquel pensamiento, pues el infortunio que la muchacha sufrió siendo muy pequeña era un relato cuya narración estaba casi obligada para todo aquel que no lo conociera. A ella no le gustaba recordarlo, mucho menos que se lo mencionaran, y siempre que se aventuraba fuera de su casa trataba de ocultar el rostro sin dejar de observar a un lado y a otro, dedicando miradas cargadas de recelo a quien se encontrara. Aunque Araenla apenas salía de su hogar el tiempo necesario para trabajar su parte de las tierras de labranza en el exterior de Rudharmos, o para visitar al único náelmar en quien podía confiar: su amigo Braelén.
   Araenla solo hablaba con él y dependía para muchas cosas del joven, quien tenía casi su misma edad. Se habían conocido muchos años atrás; Braelén era el único que no la repudió tras el desafortunado incidente que torció el rumbo de su vida, tras el cambio que arruinó su existencia. Por ello lo amaba, pues querer era una palabra que no abarcaba todo el significado de los sentimientos que le profesaba. Le apreciaba más de lo que se apreciaba a sí misma, y estaba convencida de que si era el único náelmar que la toleraba, debía significar que tendrían mucho más que una amistad algún día; mas no se había atrevido a confesarle ninguno de sus pensamientos.
   Día tras día pensaba en él más que en otras cosas, representaba conversaciones donde le hablaba de sus sentimientos y Braelén respondía de una u otra manera, a veces aceptándola, a veces rechazándola; aquello dependía del estado de ánimo de Araenla, y de las ganas que tuviera de fantasear. Perdía horas incontables pensando en Braelén: en su sonrisa amable, en su bien perfilado y elegante rostro, en su cabello castaño claro, en sus ojos del color de un bosque a punto de desnudar sus árboles ante el frío, y en su portentosa figura cubierta siempre de bellas ropas. No había nada que desagradara a Araenla, y todo aquello que para ella era lo más hermoso de su mundo, se completaba y revalorizaba con una personalidad que la atrapaba por completo. Deseaba hablar con él a todas horas, desde que despertaba, desde que lo veía, desde que se despedían; y siempre trataba de encontrar cosas que pudiera contarle, para ver su reacción e intentar sacarle una sonrisa si podía. También era su refugio cuando se encontraba mal, pues Braelén siempre se interesaba por lo que le pasaba y la entendía, la consolaba con palabras y pasaba tiempo a su lado; de vez en cuando incluso dormían bajo el mismo techo.
   Era todo para Araenla, quien despreciaba cualquier otra cosa de su alrededor. Sin su amigo no contemplaría razones para continuar, pues la vida en Rudharmos y su propia existencia le pesaban demasiado. Y aquel peso aumentaba cada día con la carga de las miradas ajenas, con los comentarios indiscretos, con las burlas de los menos respetuosos (casi siempre niños). Pero había aprendido a ignorarlos gracias a Braelén, pues pensar que lo tenía era lo único que la mantenía con cierta firmeza, aunque aquella idea también la hacía recordar que no había más que amistad entre los dos, y eso la hacía sentir triste, frustrada. Aun así podía soportar el paso de los días, amándole en silencio como había estado haciendo desde hacía unos diez años.

   Una vez más, estaba en la casa de Braelén por la tarde; él se encontraba enfermo y reposaba en la cama. No era un malestar grave, pero la preocupación de Araenla era poco menos que obsesiva, como siempre ocurría cuando le sucedía cualquier cosa mala a su apreciado amigo. Permanecía sentada en un taburete a su lado, y le miraba con ansiedad sin dejar de golpetear el suelo con un pie o de moverse sin parar en el sitio.
   —No te preocupes tanto, Araenla —dijo en un susurro Braelén, al cabo de unos minutos. Sonreía, pero no le gustaba que la náelmar se preocupara de aquella forma por él—. ¿Harías algo por mí?
   —Sí —contestó de inmediato, inclinándose hacia el joven—, ¿qué quieres que haga? —Su amigo esperaba aquella reacción, por lo que rió suave y levemente cuando ocurrió.
   —¿Podrías llevar las hortalizas que tengo en la mesa del comedor al mercado? Quisiera cambiarlas por algunas frutas.

   Araenla entendió enseguida lo que conllevaría hacer tal cosa: entrar en la zona más bulliciosa de la ciudad, lugar que siempre evitaba. Odiaba verse rodeada de elvannai, sentir sus miradas y ver cómo se detenían para observarla y hacían comentarios entre ellos. Pero no podía negarle nada a Braelén, si tenía que ir hasta allí, estaba dispuesta a hacerlo con tal de contentarle por mucho que le desagradara el lugar. Asintió vacilante y se levantó despacio, buscó sin decir nada las verduras que le había mencionado su amigo.
   —¿Son estas? —preguntó mientras tocaba una hoja de las varias kalnem que había sobre una tela en la mesa. Tenían un aspecto fresco, sus largas hojas color verde claro lucían sanas, creciendo desde una gruesa raíz que parecía una rama de árbol. Tenían cierto sabor dulce.
   —Sí, llévalas al puesto de Vrudela, y cámbialas por lo que más gustes —hizo una pausa para mirar a su todavía preocupada amiga—. Sé que no te gustará hacer esto que te pido.
   —No tiene importancia, has hecho tanto por mí que no puedo negarte nada —dijo, sin atreverse a mirarle; perdió por ello una sonrisa de agradecimiento—. Volveré tan pronto como pueda.
   Envolvió las kalnem en la tela, y cargándolas con el brazo izquierdo salió al exterior, no sin resignación. Nada más poner un pie fuera se llevó la mano libre a la boca y se lamió la palma, luego humedeció con insistencia el pelo que cubría el lado izquierdo de su rostro para ocultar la piel, era una manía un poco impulsiva que mantenía desde hacía mucho. Su cabello era desaliñado de por sí, largo, ondulado y oscuro como toda ella, como sus ropajes y su torva forma de andar, como su mirada desconfiada y la agria expresión de su rostro. Jamás desvelaría lo que sus mechones pegados tapaban, aunque todos sabían qué había allí si bien muchos no lo habían visto; mas Araenla no lo mostraría en vida, solo Braelén tenía permiso para mirar.

   «Por Braelén», pensó, antes de comenzar a andar con paso rápido hacia el norte, apretando los puños. El camino le llevaría varios minutos, pues la casa de su amigo se encontraba en el suroeste del nivel inferior de Rudharmos, mientras que el mercado estaba en el noreste de la misma calle. Anduvo todo el camino con la mirada agachada, abrazando el fardo de las verduras sin detenerse a observar su alrededor. Solo veía algunos animales y pies desplazándose a un lado o a otro, o detenidos (cada vez que notaba que había un elvannai parado, pensaba que la estaba observando), y se sentía intranquila. Quería llegar cuanto antes al mercado de la ciudad para regresar a la casa de Braelén, pero al mismo tiempo temía aquel lugar, sabía que se encontraría demasiado incómoda entre tantos náelmar.
   Poco tiempo después comenzó a sentir cómo crecía el sonido de las voces que recorrían la calle, y tras unos minutos interminables pudo ver la zona del mercado. Esta se encontraba a la derecha de la vía, donde se alzaba la muralla de la ciudad, que se abría formando un semicírculo a lo largo de casi una milla para crear una plaza donde había varios puestos, y en ellos se exponían todo tipo de carnes, verduras y objetos variados como telas o muebles de madera. El ambiente era animado, lleno de conversaciones aquí y allá, decoraciones llamativas sobre las tiendas, grandes animales y otros más pequeños; y una atmósfera de vitalidad que no se encontraba en ninguna otra parte de la ciudad, y que se mantenía incluso en las primeras horas de la noche.
   Las horas de oscuridad eran las favoritas de Araenla y no aquellas donde la luz de Eierel la señalaba en todo momento, como hacía en aquel fatídico día. La náelmar se detuvo en un rincón de la plaza para lanzar miradas furtivas en busca de Vrudela, a quien por fortuna (aunque para ella no significaba nada) ya conocía, pues la había visto en la casa de Braelén durante algún intercambio con el muchacho. Era una elvannai que superaba por varios años la centena, afable, dada al buen comer y siempre luciendo un alto y redondo moño hecho con unos rubios cabellos enmarañados.
   Araenla se sentía cada vez más impaciente pues no daba con ella, el calor y el nerviosismo ya la invadían, y comenzó a sudar. Por todas partes creía oír comentarios en contra de ella, aunque en realidad solo la miraban por la posición extraña que mantenía. Apretó con más fuerza el fardo que cargaba, olvidando por un momento a quién pertenecía lo que había en él, hasta que vino a su mente Braelén, como siempre sucedía en momentos desesperados. Araenla respiró con profundidad, intentó recobrar la calma por él y observó su alrededor con impaciencia, haciendo un gran esfuerzo para ignorar a los demás. Así, por fin, halló a la náelmar que buscaba, y se dirigió a ella con rapidez sin levantar la vista del suelo, tropezando con un cajón que llamó la atención de su dueño, pues varias frutas quedaron desparramadas a pesar de que Araenla lo ignoró todo.
   —¡Buenas tardes! —dijo Vrudela, cuando la vio acercarse, echando una mirada al mercader que recogía sus frutas, molesto—. ¿Tú no eres la amiga de Braelén? Nunca te había visto por las calles, muchacha.    
   —Sí… —dijo la joven en un leve susurro. Luego tendió la tela sobre un hueco del puesto que tenía enfrente y dejó ver las kalnem—. Él… quiere que las cambie por alguna fruta.
   —Oh, parecen un poco mustias en comparación a las que suele traerme cuando viene —dijo, echando un vistazo—. ¿Le ocurre algo?
   —Está enfermo —respondió sin mirar el rostro de la otra, con angustia en el suyo.
   —Vaya, espero que no sea grave, aunque es un muchacho saludable. —Araenla asintió levemente, sin decir nada—. Bueno, ¿te dijo qué fruta quería exactamente? Aún me quedan algunas que recogí esta misma mañana —señaló tres cajas de madera con distinto contenido.
   Araenla levantó un poco la mirada y contempló los distintos tipos de fruta con indecisión, pero apremiada por las ansias de marcharse de allí. Braelén le había dicho que escogiera la que más le gustara, y eso debía hacer a pesar de que los sabores dulces no le parecían agradables. Comenzó a impacientarse tras uno o dos minutos, y Vrudela pudo observar cómo la joven se tocaba los brazos, que tenía cruzados, al tiempo que en sus piernas aparecía un ligero temblor.
   —No te apures muchacha —dijo la náelmar, con buena intención—. No recogeré el puesto hasta dentro de unas horas.
   La joven echó entonces una mirada fugaz a los ojos de Vrudela, y cuando se encontró con su mirada se sobresaltó y dio un paso atrás, pero no olvidó qué había ido a hacer a aquel lugar.
   —Esas… —dijo, señalando la caja a su derecha, con un gesto que no duró mucho tiempo.
   La tendera se encogió de hombros ante la extraña actitud de la muchacha, aunque entendió que no se sentía cómoda en presencia de tantos elvannai. Como todos, conocía bien su historia, y sentía respeto por todo lo que había tenido que pasar. Era un sentimiento que muchos compartían, pero que Araenla, en su desconfiado recelo, jamás descubriría ya que no daba oportunidades a nadie, a nadie excepto a Braelén.

   Vrudela terminó de poner las frutas justas (y algunas de regalo) en una tela que luego cerró con un nudo y entregó a la joven.
   —Dale mis saludos a Braelén —dijo, sonriente—. ¡Cuidaros los dos!
   —Sí… —dijo Araenla, sin intenciones de cumplir con ello. Se dio la vuelta con rapidez y se alejó de allí.
   Después de aquello se dirigió con prisa hacia la casa de su amigo, sin echar a correr pero sí con un paso muy ligero, como si no quisiera despertar a un monstruo que la acechaba, aunque necesitara escapar. Ya no soportaba la presencia de tantos náelmar, sentía que todos la miraban, que todos hablaban ella, y en su cabeza imaginaba qué horribles palabras estaban utilizando en su contra. Ahogó las ganas de gritar y de lanzarse a la carrera por no hacer sentir mal a Braelén, que se enteraría y la reprendería otra vez, como siempre hacía cuando no lograba contenerse. Pensó en su apreciado amigo, en que estaba enfermo y le había pedido un favor, y trató de olvidar todo lo demás aferrándose a él, a que tenía que salvarlo de su mal.

   Pocos minutos después irrumpió en la casa de Braelén sin llamar, y cerró la puerta a sus espaldas como si la persiguiera una multitud de espantosas criaturas dispuestas a atraparla. El náelmar se sobresaltó pues dormitaba, pero supo enseguida quién era y qué le ocurría a la apresurada Araenla, y sintió disgusto y pena.
   —Has vuelto pronto —le dijo, como si no ocurriera nada—. ¿Qué has traído?
   —Esto —respondió, aún intranquila, tratando de darse cuenta de que ya no estaba en la calle. Fue hasta la mesa, donde dejó el fardo con cuidado y lo abrió, y se quedó mirando las frutas.
   —Puedes tomar una ya si quieres —le dijo Braelén desde la cama.
   —¿Tú no quieres?
   —Por ahora no. Y si no deseas comer una ahora, te la puedes llevar a casa junto a algunas más. Te las mereces por ayudarme.
   —¿De verdad? Es… yo… gr- gracias —tartamudeó, sintiendo un cosquilleo en su interior.
   No tomó ninguna en aquel momento, pero fue a sentarse al lado del enfermo y le contó todo lo sucedido durante su viaje al puesto de Vrudela (aunque la mayoría de cosas fueron hechos que creyó que ocurrieron, como los susurros y demás). No transmitió los saludos de la náelmar, y pronto cambió de tema y se sintió más tranquila ahora que ya estaba lejos del bullicio de las calles y del mercado, de los ojos acusadores y de las palabras que se clavaban en ella, como dardos.
   Se quedó en la casa de Braelén unas horas más, hasta que la noche oscureció el cielo en el exterior y tuvo que encender la lámpara del dormitorio. Se ofreció a quedarse a dormir, pero Braelén insistió en que no era necesario, en que ya se encontraba mejor y que ambos necesitarían descansar en soledad. Para Araenla no era así, ella necesitaba dormir a su lado aunque no se atrevió a decirlo. En lugar de ello lo respetó y se despidió con desánimo, tomó algunas de las frutas que le había ofrecido y dejó la casa, cruzando con rapidez la calle para llegar a su hogar, que por fortuna para ella estaba enfrente y a la derecha. No se encontró a nadie en el corto camino, y así pudo cruzar el umbral con tranquilidad.

   Todo quedaba oscurecido por la noche, pero ella no solía prender más luces que una vela situada en mitad del salón principal. Así se sentía cómoda y, de todas formas, conocía la ubicación de todas las salas y muebles a la perfección, incluyendo el desorden que reinaba en cada recodo. Su habitación era la única que mantenía limpia pues allí tenía las cosas más importantes, las cosas que le había regalado Braelén con el paso de los años, y también algunas que había tomado sin su permiso. A la derecha de su cama, que estaba situada en la esquina superior izquierda, había una mesa con varios cajones debajo; todos estaban llenos de pequeños detalles y de cosas insignificantes, al igual que la parte superior del mueble. Tenía, entre otras muchas cosas, algún collar hecho a mano, prendas de ropa, hojas secas y hasta simples piedras; todo puesto en orden para evitar que se amontonara. Añadió a su especie de colección una de las frutas, de color anaranjado suave, y se sentó en la cama a contemplarla bajo la tenue luz del fuego que había encendido y sostenía aún.
   Se levantó minutos después y fue hacia el otro mueble importante para ella: un escritorio que se hallaba en la misma habitación, que reducía mucho el espacio del dormitorio. Allí encendió una vela pegada a un plato pequeño y se sentó, abrió uno de los cajones y sacó un gran libro encuadernado en cuero negro, y comenzó a pasar páginas empezando desde el final. Nunca lo hacía desde el principio, pues en las primeras páginas estaban sus primeros lamentos, las letras que allí había derramado entre lágrimas y dolor después de su horrible accidente. No quería leer ni una sola de aquellas líneas para evitar rememorar tan negro suceso, por lo que siempre hacía así. En aquellas hojas depositaba sus pensamientos, siempre dirigidos a su pena o a su querido Braelén, tal como iba a ser de nuevo en aquella ocasión. Tomó la pluma que usó la última vez, el tintero, y comenzó a escribir.

   «No soporto verte enfermo, ojalá lo estuviera yo en tu lugar, ojalá lo estuviera el resto del pueblo, no te lo mereces, ellos sí. Si mueres, ¿qué haré? ¿A quién le importará más que a mí? Yo no hago más que molestarte, no creas que no lo noto, pero no puedo más que desear estar a tu lado, y anhelar lo que no está a mi alcance. Lo quiero todo, todo lo que tenemos, y tener mucho más. No quiero que volvamos a dormir en casas diferentes, ni en camas distintas, no, pero no quiero pensar en eso ahora, sería demasiado placentero, al menos para mí. Llevo tanto amándote que no podría dormir, pero no sé qué sientes tú, aparte del aprecio que me muestras. ¿Me estás esperando? ¿Estás esperando que me confiese? No puedo saberlo de ningún modo, pues aunque puedo leer la mente de los demás, que siempre me miran mal y susurran, no puedo leer la tuya, no puedo ver más allá de tu expresión por mucho que mire tu cuerpo y rebusque en tus cajones cuando no estás mirando. Y aunque he visto esa expresión tuya muchísimo tiempo, no me cansaría de admirarla nunca, porque eres el único que me comprende, que no habla mal de mí, que deja que esté a su lado. Me gustaría contemplarte mientras duermes, contemplarte durmiendo por siempre. Solo tú me has ofrecido aprecio en una ciudad colmada de odio, y quiero dártelo todo a cambio, todo lo que puedo tener, incluido mi ser aunque esté podrido. Que me tomes aunque mi sabor sea amargo. Pero esto no es culpa mía, no soy culpable de lo que me sucedió, yo no quise perder tanto aquella noche, no quise que todos empezaran a mirarme mal, que se rieran, que me señalaran, que me apartaran, que me despreciaran, que me empujaran, que me insultaran, que…»

   Y siguió describiendo cosas que había sufrido a lo largo de su vida, cosas comunes y casuales, tal y como si las viviera a diario. Cada vez que describía una se alteraba más, apretaba con más fuerza la pluma y aceleraba la escritura al tiempo que su expresión se transformaba en una mueca de desesperación y rabia, hasta que estalló. Lanzó el libro a un lado con un grito que pareció rasgar su garganta, y aporreó el escritorio con sus puños, luego con la cabeza, y no dejó de chillar hasta que los alaridos cedieron ante el llanto; un llanto desconsolado entre gimoteos, como cada noche solía llorar.

   Ni siquiera el recuerdo de Braelén podía calmarla en momentos como aquel, porque su obsesión era mayor que su amor por el náelmar. Se culpó a sí misma, se odió por ser como era. Siempre se atormentaba pensando que si no cargara con el mal que la afligía todo sería distinto, que podría hacer feliz a su amigo; y no hallaba una razón para su castigo, no veía ninguna salida para el laberinto tenebroso donde se encontraba perdida. No quería verla, estaba cegada por sus propias ideas.
   Sin embargo, lo menos en lo que podía pensar era en perderle, en perder a Braelén. Ya se encontraba en los límites de la angustia y no sabía qué podría haber más allá, ni se lo imaginaba, no tenía tiempo ni fuerzas para mirar en tal dirección. Ya creía que tenía bastante con todo lo que tenía que sufrir, ya creía que era víctima de suficientes desgracias, y no quería más de las que ya la asfixiaban desde hacía tanto.                

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