Otro
amanecer más, la negra marca bajo el ojo de Araenla se vio oscurecida por la
falta de sueño. No tuvo pesadilla alguna, pero no había podido descansar pensando
una y otra vez en que no vería a Braelén durante el día, ni durante los días
que decidiera pasar en el templo. Se había propuesto esperarle fuera de su casa
muy temprano, y había pensado una excusa para hacerlo. Sin embargo, lo que más
había revuelto su mente era el miedo por la emoción que mostraba su amigo al
hablar de la erïlnet, pues no entendía qué podría tener de interesante (sobraba
decir que Araenla sentía celos de toda aquella a quien miraba su amigo). La
hora en la que Braelén partiría estaba próxima, y se levantó presurosa y fue al
cuarto de aseo a refrescarse la cara. Tomó un fardo que había preparado unas
horas antes y salió; la luz fuera aún era tenue y hacía fresco, a pesar de que todavía
se hallaban en el último mes de la época de nalve.
Una
vez en el exterior se sentó en la fría piedra del suelo, apoyada contra su
puerta, y aguardó. Poco después salió Braelén y advirtió su presencia sin mucho
entusiasmo, aunque esbozó una sonrisa en cuanto Araenla se le acercó.
—Buen
día —dijo Araenla, con un poco de inseguridad.
—Buen día, ¿aguardabas por mí? —dijo él.
—Sí…
quería darte esto —dijo, tendiendo la bolsa de tela—. Son algunas hortalizas
que recogí ayer…
—Gracias,
pero no son necesarias, en el templo disponen de muchas provisiones —dijo,
intentando rechazar el ofrecimiento, más por el bien de su amiga que por
desagrado.
—Pero…
me gustaría que las llevaras. Puedes compartirlas incluso —añadió para intentar
convencerle, aunque nunca ofrecería algo suyo a otro.
—No es
necesario, Araenla. —Tocó el fardo, rozando las manos de ella—. No estaré por
aquí durante unos días, será bueno para ti conservar cuanta comida puedas.
—De
acuerdo… —murmuró, resignada—. ¿Y cuánto tiempo estarás allá? ¿Aún no lo sabes?
—No,
pero no creo que sea más de una semana —respondió—. Podrías ir a verme si lo
quisieras, pero yo no podré alejarme del templo mientras esté allí.
—Lo sé
—dijo, agachando la mirada, triste y frustrada. No tenía intenciones de ir al
templo, ni siquiera por Braelén.
—Regresaré
antes de que te des cuenta, Araenla —dijo, antes de posar sus manos sobre los
hombros de su amiga—. Trata de no darle importancia a lo que te rodea, sin
olvidar el trabajo. Allí encontrarás distracción. Ahora he de partir, ¡hasta
pronto!
—Alven
—se despidió, alzando la vista para contemplar por un segundo el rostro de
Braelén cerca del suyo, no tanto como deseaba.
Tras
una mutua sonrisa, Braelén se marchó y la dejó allí sola, con un fardo lleno de
excusas para verle y una amarga sensación. Dio media vuelta cuando le perdió de
vista y regresó a su oscuro hogar, donde se dejó caer tras cerrar la puerta e
hizo caso a lo que su amado le había dicho sobre no darle importancia a lo que
la rodeaba, pues no podía dejar de pensar en quien no estaría cerca de ella
durante aquellos días, en Braelén.
Él
caminó varias yardas hasta la escalera más cercana, que llevaba al segundo
anillo de Rudharmos. Mientras subía, no dejaba de sentir que arrastraba el peso
de un extraño sentimiento por su amiga. En ocasiones se cansaba de su actitud,
deseaba que no hablaran, pero se sentía mal cuando la apartaba o se alejaba de
ella pues sabía bien por lo que había pasado y qué condicionaba su turbia forma
de ser. También era consciente de que ella la amaba desde hacía mucho y le
apenaba no corresponderla, por lo que cada día temía que se le declarara y le
hiciera daño con su respuesta, trastornándola aún más. La idea hacía que se
estremeciera pues no sabía qué podría consolar entonces a Araenla, ya que él
mismo sería un mal.
Su
situación con ella era poco menos que complicada, mas no podía abandonarla a su
suerte, no quería ni imaginar qué sucedería si la apartaba. Por supuesto tenía
otros amigos y a su familia, pero no podía dedicarles tanto tiempo pues no le
necesitaban de la misma forma. Sin embargo, a veces le hacía falta distanciarse,
descansar para no cometer un error; y pasar unos días en el templo era una
excusa más que justificada.
Siempre
había rezado a las Atalven, y en cuanto descubrió y comenzó a utilizar la
energía de los elementos, decidió dedicarse a la curación. No tardó en ganar un
lugar entre los sacerdotes por su devoción, destacando entre ellos por el empeño
que mostraba y sus grandes habilidades para sanar males.
Llegó
al templo varios minutos después y se detuvo ante su portón, que ya estaba
abierto, y donde encontró algunos conocidos con los que comenzó a hablar. Luego
entró con una sonrisa en el rostro y pronto se cruzó con la sacerdotisa mayor,
en el salón principal que servía para los rezos.
—Buen día, sacerdotisa Aegheva —dijo,
saludando con cordialidad.
—Oh, Braelén, ¡buen día! —dijo ella,
satisfecha de ver al joven—. Me alegra tu presencia, ¿vienes a pasar unos días?
—Así pretendo, si me lo permite.
—Por supuesto, siempre tendrás la misma
habitación reservada. Eres uno de nuestros más destacados hermanos, y no me
cansaré de decirlo —dijo, inclinándose un poco hacia él.
—Me honran sus palabras, sacerdotisa mayor.
Solo trato de transmitir mi devoción.
—Y sin duda las Atalven están satisfechas
con tus maneras —le sonrió—. Ven, vayamos a dejar el equipaje antes de tu
regreso a las rutinas del templo.
Hablaron
de las cosas destacables que le habían sucedido a cada uno durante el corto
trayecto, y Aegheva tardó poco en mencionar a la erïlnet que se encontraba allí
de visita. Subieron unas escaleras y recorrieron un pasillo, doblaron a la
izquierda y entraron en una estancia con dos puertas, donde miraron hacia la de
la izquierda.
—Nuestra invitada se aloja en ese otro
cuarto, por cierto —comentó la sacerdotisa, señalando la otra puerta—.
Desafortunadamente, en estos momentos no se encuentra en su interior.
—Parece que tendré oportunidad de
encontrármela a menudo —dijo Braelén mientras abría su puerta.
Pero en aquel instante estaba más preocupado
por acomodar sus cosas y calmarse ahora que estaba lejos de su vida cotidiana,
de alguien en particular. El dormitorio seguía tal y como lo había dejado la
última vez, pulcro y ordenado, iluminado por la luz que entraba desde la
ventana circular que se abría en el techo.
Braelén
se sintió cómodo enseguida, y dejó su equipaje sobre el colchón mientras
esbozaba una sonrisa y recorría el lugar con una melancólica mirada.
—Estaré abajo en el salón de la entrada,
para cuando quieras unirte a nosotros —le dijo Aegheva, sabiendo la necesidad del
muchacho.
—Se lo agradezco, no tardaré en ir.
La sacerdotisa lo dejó allí y cerró la
puerta sin hacer ruido. Braelén se tumbó en la cama y miró a través de la
ventana, le gustaba mucho aquel lugar por aquella razón, porque podía ver el
cielo con claridad aun en la noche. Pero le disgustaba no poder tocarlo ni
sentir el aire fresco, limitarse a permanecer tan cerca de la tierra. Aunque
saliera a verlo al exterior, no saciaría aquella sensación.
De
pronto recordó a Araenla, imaginó que ella le recordaría muchas más veces y no
tardó en sacudir la cabeza para apartar aquella idea. No le apetecía pensar en
más ataduras.
Tras unos
minutos más en su dormitorio, Braelén acudió a reunirse con la sacerdotisa y los
otros hermanos. La rutina en el templo era tranquila y sencilla, separada entre
innumerables conversaciones con los demás. Los náelmar que allí habitaban
rezaban, cuidaban el lugar manteniéndolo limpio y ordenado, recibían las
visitas y, lo más importante, sanaban a quienes tuvieran algún mal y fueran en
busca de ayuda.
En la
pared izquierda del salón de culto a las Atalven, había una puerta que daba a
otra estancia un tanto más iluminada. Disponía de muchas camas, cubas con agua
fresca y grandes tiestos de barro repletos de tierra, algunos con plantas,
otros sin nada más. Esto ayudaba a los sacerdotes a la hora de sanar, pues los
elementos que los náelmar dominaban eran el agua y la tierra, y de aquella
manera los tenían a mano.
La jornada fue apacible para Braelén, no hizo
demasiadas cosas pero observó y conversó cuanto pudo con los demás.
A la
noche se cerraron las puertas del templo, y solo se abrirían si alguien con un
mal de urgencia necesitara auxilio. En aquellas horas se servía una buena
comida a los náelmar enfermos que se hospedaban allí, y poco después cenaban los
mismos sacerdotes en el comedor del templo, situado en el segundo piso. Braelén
supo entonces que la erïlnet regresaría para el momento de la cena, y que muchos
de sus compañeros estaban esperando con ansia su presencia.
La
gran mesa estaba ya casi servida, el fuego del hogar y varias lámparas
encendidas para iluminar la habitación, y los dieciocho sacerdotes yendo de
aquí para allá con platos y cubiertos o tomando asiento. Entonces entró Velrïm
al salón, saludando con timidez, y aguardó que alguien (Aegheva) se dirigiera a
ella para indicarle qué hacer, aunque la náelmar insistió en que se sentara y
dejara que los demás sirvieran.
Braelén
la vio al fin, aunque la erïlnet no se dio cuenta de su presencia. Le pareció
hermosa, tal y como le habían contado, y como esperaba de aquella raza. Tenía
ganas de conversar con ella y descubrir qué podía contarle sobre su tierra,
sobre las cosas que conocía y él ignoraba, sobre todo lo que pudiera aprender.
Pero tendría que esperar para ello, a pesar de que poco después Aegheva se la
presentó.
Luego
vino la cena, que se desarrolló con tranquilidad y agradables charlas. Más
tarde recogieron, limpiaron, y se dirigieron a sus distintas habitaciones. Fue
entonces cuando Braelén se vio a solas con la erïlnet, tras recorrer el pasillo
que daba a la estancia con sus dos dormitorios. El náelmar no tenía intenciones
de conversar más y fue directo hacia la puerta, pero entonces Velrïm lo llamó.
—Disculpa, eres tú quien me presentó Aegheva
esta noche, ¿cierto? —preguntó.
—Sí, Braelén, como te dijo —respondió,
dándose la vuelta hacia ella.
—No esperaba conocer al sacerdote de gran
talento tan pronto —dijo, sonriendo.
—Hago siempre cuanto puedo, así me otorgaron
ese título una vez —dijo, sintiéndose honrado.
—Aegheva me habló de ello, parece muy
orgullosa de ti.
—Y a mí me enorgullece que me tenga en tal
estima, no en vano es la sacerdotisa mayor.
—Sin duda; su capacidad para transmitir su
fe con las manos y sanar es admirable —hizo una pausa para mirar al náelmar—.
Espero poder ver cómo lo haces también.
—Quizá mañana pueda sanar a alguien. Aunque
espero que no haya motivos para hacerlo —dijo.
—Sería lo más apropiado —dijo, asintiendo—. Lo
que sí espero es que podamos conversar más tiempo, pues ya son horas de dormir
y los pasillos se han vuelto demasiado silenciosos para nuestras voces.
—Cierto es, y me gustaría descansar, además
de… encontrarnos de nuevo mañana. Espero que así sea —dijo, sonriendo.
—Permaneceré todo el día en el interior del
templo, tendremos muchas oportunidades para hablar —dijo, alegre—. Pero por
ahora, ¡buenas noches!
Braelén se despidió también y entró a su dormitorio, sintiendo el cosquilleo
que produce el agrado de haber hablado con alguien de aspecto maravilloso. Sonreía,
y solo podía pensar en que amaneciera pronto para poder seguir hablando con la erïlnet;
pero en aquel momento debía cerrar los ojos y dormir, aguardar en sus sueños
hasta reaparecer en la realidad.
Mientras
tanto, en la misma ciudad, aunque lejos al suroeste, alguien no pasaba una tan
agradable noche. En su casa, Araenla reposaba en su escritorio con la cabeza hundida
entre sus brazos cruzados. Había pasado un día largo y fatigoso, asfixiante y
pesado a sabiendas de que no podría ver a Braelén. Y ella misma engordaba aquel
peso pensando en su amigo a cada instante; en aquellas horas había llorado y
agotado sus fuerzas para intentar desahogar su penuria, mas no era bastante.
Entonces levantó la cabeza, sin fuerzas, y tomó el libro donde anotaba
cosas casi a diario, lo abrió con expresión somnolienta y con pocos ánimos
comenzó a escribir a trazo lento.
«No importa cuánto piense en ti, no
importa cuánto grite una llamada entre los negros muros de mi casa, no importa
cuánto más me hiera y tiña de sangre mis manos y el papel. Tú no vendrás a
curarme, no escucharás mi voz ni te acordarás de mí, al menos como yo lo hago.
No hay manera de que pienses en mí tal como yo en ti, porque soy horrible, un
ser despreciable que solo despierta el espanto y el rechazo en todos los demás,
como en ti. Te vas para estar lejos de mí, ¿verdad? Te vas para olvidarme, y lo
entiendo. Yo también estoy cansada de mí, estoy cansada de esperar que ocurra
algo más aparte del continuo tormento. No quiero seguir así, sin ti. Deseo
cumplir mis anhelos, tener algo que quiero por una vez y no algo que nunca he
querido, como esto. Nunca deja de doler, por muchas nuevas heridas que abra en
mi piel; esta es siempre la más dolorosa, la peor, la insoportable. Solo
resisto porque estás tú, Braelén, pero yo quiero estar contigo a cada momento,
y que me quieras. Porque yo te quiero, te amo, te deseo, no dejo de pensar en
ti. Quiero verte y tocarte, quiero abrazarte y que me suspires al oído, quiero
que despertemos juntos en una habitación donde sí merezca la pena que entre la
luz, para poder verte.
Estoy cansada, muy cansada…»
Un
suspiro prolongado escapó de sus labios resecos, y tras unos segundos en
silencio echó hacia atrás la silla y se dejó caer en su cama. El cansancio
físico y mental la arrastró pronto al sueño, ayudándola a ignorar el dolor de
las múltiples heridas que se había hecho. Durmió desnuda ante la desesperanza, manchada
con su propia sangre secándose sobre su piel. Aquel era su desahogo más desesperado,
la última prueba de que seguía viva y de que en aquella vida aún existía
Braelén. Al menos así, lastimada, él la curaría, podría sentir su energía;
aunque ignoraba cuántos días tardaría en regresar.
Sumida
en la oscuridad que acechaba más allá de la consciencia, no pudo pensar en si
vería a su amigo al día siguiente o si tendría que hacerse más daño para que regresara,
pero estaba muy segura de que volvería a pensar en él; siempre haría aquello
sin importar cómo fueran las horas, lo vacías que le resultaran.
Tras
una apacible noche, los náelmar del templo despertaron junto al pálido amanecer.
La luz tardaría pocas horas en iluminar con todo su esplendor, pero varios de los
sacerdotes debían atender, como tarea primordial, a los heridos que acogían en
el piso inferior.
Braelén
tenía designada aquella tarea, y al igual que sus otros compañeros, se apresuró
a salir de su dormitorio y dirigirse hacia aquella estancia. Pero cuando abrió
la puerta para salir al pasillo, se encontró a Velrïm allí.
—Buen día —dijo la erïlnet.
—Buen día. No creía que fueras a levantarte
tan temprano —dijo Braelén.
—Hoy pasaré muchas horas entre los náelmar enfermos
y los sacerdotes que los tratan —dijo—. Ayudaré cuanto pueda.
—Yo también pasaré mucho tiempo allí —dijo—,
parece que iremos al mismo lugar ahora.
La erïlnet
asintió y caminó junto a Braelén hasta que llegaron a la estancia de los enfermos,
donde ya había otros sacerdotes que atendían a los náelmar de la ciudad. Los otros
dos elvannai se unieron a ellos, y tras pasar unas horas atendiendo a quienes
más lo necesitaban, descansaron para tomar un rápido desayuno.
El
paso del tiempo fue lento en aquel día, pero agradable para Braelén. Se sentía
satisfecho de compartir tiempo con muchos de sus amigos, cerca de las Atalven y
ayudando a quienes lo necesitaban. Pero también le agradaba la presencia de
Velrïm, que cada vez más, le parecía una elvannai interesante y repleta de
historias e ideas desconocidas que disfrutaba al descubrir.
Durante aquella jornada hablaron en ocasiones,
pero en la siguiente charlaron más, y más aún en la posterior. Pronto, muchos
comenzaron a observar el acercamiento que había entre los dos, y rumorearon cosas
al poco tiempo. Braelén no le dio importancia a aquello, de alguna manera le
hacía sonreír, y se alegraba de que la erïlnet tampoco le diera importancia.
Pasaron
dos días más, y entonces llamaron a su relación amistad. Conversaban acerca de todo sin trabas, y el náelmar
escuchaba encantado todo relato que Velrïm narraba, en especial los de su
tierra. Braelén podía imaginar cada lugar en su mente como si volara sobre él:
los blancos campos de flores edethein, las playas de nívea arena que rodeaban
el mar de Insärhin; el casi infinito Gran Muro, donde los erïlnet construían
sus hogares en la misma pared para vivir en las alturas y, en lo más alto, el
magnífico templo que era el orgullo de toda la raza: Eilëndal.
—Incluso yo —decía Velrïm mientras hablaba
del templo— lo he visto solo una vez, pero me maravilló. Su brillo de cristal de
nieve atraviesa la vista y cautiva cualquier corazón, despertando el anhelo en
cuanto dejas de observar. Entrar es como un privilegio, y no se le niega a
ningún elvannai que lo necesite; pero solo cuando recorres los interiores te
das cuenta de lo enormemente hermoso que es.
Braelén sintió cosquilleos que le recorrían la espalda mientras oía
hablar de Eilëndal, maravillado. Pero no se atrevió a expresar su deseo de
verlo alguna vez, pues para un náelmar, que no tenía alas, era poco menos que
imposible. Sin embargo, siguió escuchando aquel relato y todos cuantos la erïlnet
le pudo ofrecer durante ese día, y durante el siguiente.
De
pronto, cuando fue su turno de narrar historias, sintió que el tiempo ya no le
pasaba como la caricia de la brisa fresca en la mañana de un día sin menesteres
que atender, sino como el agua que se escapa entre unos dedos incapaces de
sujetarla y que desean evitar ver un suelo mojado. Aquello se debía a que lo
más digno de contar en su vida estaba protagonizado por Araenla, y al
recordarla fue consciente del tiempo que había pasado lejos de ella. Sintió una
repentina premura, y miedo a lo que pudiera haber hecho en su ausencia pues
conocía lo fuerte que podía llegar a ser su desesperación.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Velrïm, al
notarlo nervioso—. No tienes por qué hablar de lo que no quieras.
—No es eso, pero —dijo, desviando la vista
hacia otro lado— recordé algo importante fuera de aquí, algo que no tendría que
haber desatendido como he hecho.
—Entiendo. Tienes a tu familia en la ciudad
y terrenos que cuidar, ¿por qué no le dices a Aegheva que te marchas hoy? Si
sientes ansiedad es mejor que la apacigües cuanto antes.
—Tienes razón, debería hablar con la
sacerdotisa, aunque… lamentaré irme tan pronto.
Los
dos se miraron por un segundo, pero el náelmar se sobresaltó un poco y
enseguida se levantó y fue en busca de Aegheva. Le explicó que debía atender un
asunto urgente y que regresaría pronto, aunque también dijo que si su ayuda era
necesaria, que no dudara en llamarle. La sacerdotisa mayor le dio permiso para
marchar, a pesar de que le sorprendió la repentina decisión.
Luego,
Braelén fue a por su equipaje acompañado por la erïlnet, quien también lo
acompañó hasta la salida del templo para despedirlo.
—Ha sido agradable conversar contigo estos
días —dijo Velrïm—. Extrañaré tu compañía.
—Para mí ha sido… un honor —dijo Braelén, mostrando
un repentino respeto—. Me encantaría que pudiéramos seguir charlando pronto.
—A mí también me encantaría. —Hubo un corto
silencio—. Podría visitarte alguna vez, si no te resulto molesta.
—Oh… No lo resultarías, pero quizá no sería
conveniente —dijo, pensando en Araenla—. Aunque quizá podría recibirte durante
alguna tarde.
—Solo si en verdad pudieras.
—Sí, es solo que durante algunas tardes
podría estar lejos de casa —mintió—, y te haría ir hasta mi puerta en vano.
—Se convertiría en un tranquilo paseo para
mí. Además, puedo ir de un lado a otro sin mucho esfuerzo —dijo mientras movía un
poco sus alas, con una sonrisa.
Sonrieron juntos hasta que Braelén aceptó que Velrïm fuera a verle alguna
vez, y le dio indicaciones para llegar a su casa. Tras ello se despidieron, y el
náelmar partió con un cierto desánimo que dio paso a la premura en cuanto
recordó a su otra amiga.
Había
pasado seis días fuera, y aunque cumplió su palabra y no permaneció una semana allá,
sabía que las consecuencias podrían haber sido muy dañinas para el estado de
ánimo de su amiga. Suspiró y llamó a la puerta dando dos golpes seguidos.
La
respuesta se dio unos segundos después, cuando Araenla abrió. Había pasado el
día entero sin salir, desatendiendo sus tierras por completo y sin comer nada.
Supo que Braelén había regresado desde el momento en que oyó la madera, porque
solo él se acercaba allí; mas ya no tenía fuerzas ni para recibirlo como había
deseado e imaginado tantas veces. Solo se quedó mirándolo, con el ojo
entrecerrado y respirando con tranquilidad.
—Araenla… —dijo él, preocupado, viendo el
estado en el que se encontraba.
Parecía
más pálida que de costumbre, por lo que la mancha bajo su ojo lucía muy oscura,
y estaba hinchada. A la luz del mediodía Braelén pudo ver, aunque su amiga no se
había alejado del umbral de la puerta, varias telas ensangrentadas que cubrían
sus brazos casi por completo. El resto de la ropa estaba bastante sucia, al
igual que los enmarañados cabellos, y por desgracia no olía muy bien. Braelén
se entristeció al encontrar así a Araenla.
—Vamos —dijo, tomándola de la mano para
conducirla al interior de la casa—. No me gusta verte así, hoy dormirás limpia
y sin heridas —susurró.
Araenla no dijo nada aunque se sintió tranquilizada, a pesar de que se sobresaltó
un poco cuando su amigo encendió una lámpara que iluminó todo el interior, pues
su ojo no estaba habituado a la luz. Fue llevada hasta el cuarto de aseo y allí
Braelén la hizo entrar en la tina, donde la desvistió sin sentir vergüenza (no
era la primera vez que la lavaba) y luego vertió agua hasta llenarla.
Con
las manos inmersas en el agua, Braelén cerró los ojos y se concentró. Un brillo
tenue comenzó a centellear en la superficie, como el borde luminoso de un
candil encendido en la lejanía, y las heridas de Araenla empezaron a sanar.
—¿Te sientes mejor? —preguntó mientras buscaba
el jabón, para limpiarle la suciedad.
—Sí —murmuró Araenla—. Aunque estaría mejor
si nunca te fueras.
Aunque
aquellas palabras fueron egoístas e hicieron que Braelén se sintiera un poco
dolido, el náelmar supo que no tenían intenciones de hacer mal. Era consciente
de todo lo que sufría su amiga, del tormento diario acrecentado por su forma de
pensar; aquello la justificaba. Y también era la única razón por la que
soportaba, por la que seguía al lado de la desdichada Araenla. No pocas veces
había imaginado darle la espalda y librarse de la carga que suponía, mas no era
capaz, ella no merecía tal cosa.
Callado,
terminó de lavar a su amiga, la secó y fue a su casa en busca de algunas ropas
que ponerle. La llevó a su hogar y tras acomodar el sillón más grande la tendió
en él, donde Araenla no tardó en cerrar su ojo y dejarse dormir. La contempló
en silencio unos segundos.
—Ojalá
no tuvieras que sufrir tanto —susurró—. Ojalá nunca te hubiera pasado esto.
Se alejó
tras unos segundos más y fue a por algo de comida. Más tarde se acostó también,
preocupado por su amiga y un poco más por sí mismo y sus ideas, a las que
parecía que no podía prestarles tanta atención como quería.
Araenla
abrió su ojo, no estaba acostumbrada a aquella luz al despertar, aunque era
tenue y sabía lo que significaba. Estaba en casa de Braelén aunque no recordaba
cuándo se había dormido. Apenas podía rememorar tampoco lo que había vivido en
los días anteriores, pues todos le pesaron por igual y le valieron la misma
nada.
No
obstante, ahora estaba en el hogar de su preciado amigo y se sentía un poco
reconfortada; estarlo por completo le era imposible. Se levantó despacio del
cómodo sillón donde yacía y vio que llevaba ropas limpias de color madera, las
que Braelén prefería, en lugar de las negras que ella acostumbraba a vestir.
Sintió una cálida y suave punzada en el corazón, seguida de una amargura, de la
pena por haber vuelto a convertirse en una carga para el náelmar. Se lamentó y
se despreció a sí misma, en silencio.
Pocos
segundos después, decidió preparar algo de desayuno para los dos, sobre todo
para Braelén. Se dirigió a la despensa, donde encontró poco más de lo que su
amigo había traído del templo. Tomó dos frutas medianas de color granate, quitó
la piel a una de ellas y la troceó, y luego bañó los trozos con la mermelada
que había en un tarro. Acompañó aquello con un pedazo de pan suave que también
había y un poco de néctar de frutas que puso en un vaso, y lo colocó todo en un
plato para su amigo; ella comenzó a comerse la fruta que no había pelado.
No quiso despertar a Braelén para no molestarlo,
pero al poco tiempo oyó que salía de su habitación y se acercó sin hacer mucho
ruido para saludarle.
—Buen
día —le dijo, esforzándose en sonreír.
—Buen
día, ¿te encuentras mejor hoy?
—Sí,
gracias por haberte hecho cargo de mí… otra vez.
—No te
preocupes. Pero no me ha gustado verte así de herida y descuidada, no tenías
por qué abandonarte de esa manera. —Araenla
bajó la mirada sabiendo que tenía razón, y se sintió afligida.
—He preparado algo para que comas, yo… tomé
una fruta, si no te importa —dijo, evitando pensar en sí misma.
—No, y
si quieres tomar algo más, puedes; debes estar hambrienta. Y gracias por haber
preparado esto para mí —dijo, sonriendo.
Braelén
fue hacia el desayuno que estaba dispuesto sobre la mesa del comedor, y comió
uno de aquellos trozos de fruta rojiza bañados en la mermelada anaranjada.
Pensó que sería un bocado muy dulce, pero su expresión se agrió.
—¿Qué
le pusiste a la fruta? —le preguntó a Araenla, apartando el trozo que tenía en
la boca.
—Eso —dijo,
señalando el tarro que había usado—. Pensé que te gustaría con mermelada…
—Sí,
si fuera mermelada. Pero eso es una salsa para carnes —dijo, un poco serio,
antes de tomar un largo trago de néctar.
—Disculpa
—murmuró Araenla, muy apenada—. No supe distinguirla, no sé…
—No
importa, no te preocupes —dijo, intentando tranquilizarla, pero sin mirarla—.
Se puede lavar en agua, y todavía queda el pan.
Aunque
Braelén pudo salvar la fruta tras limpiarla (lo que le hizo perder sabor) continuó
sintiéndose disgustado, aunque más lo estaba Araenla. Tenía ganas de marcharse
a toda prisa de allí, se sentía muy mal por haber arruinado el desayuno de su
amigo, además de haber supuesto una carga para él en el día anterior. No sabía
que más decirle para excusarse, y se quedó en silencio en un rincón del comedor
mientras el náelmar terminaba la comida. Braelén lavó después los platos sin
decirle una palabra a Araenla, y esta no pudo más.
Salió
de la casa tan rápido como pudo y fue a la suya, aunque no le alivió verse
envuelta en la oscuridad del hogar. No podía pensar con claridad pues deseaba
regresar junto a Braelén, pero se sentía tan mal que solo podía creer que lo
molestaría. Tampoco deseaba pasar otro día encerrada ahora que él había
regresado, por si se fuera a preocupar, aunque volver para avisarle de que
haría cualquier otra cosa le hacía sentir mucho más que vergüenza. No sabía qué
hacer.
Tras
unos minutos eligió cambiarse la ropa y salir, aguardar fuera de su casa como
si estuviera allí por un casual. Sin embargo, pasaron los minutos y no se
encontró con Braelén, por lo que al final decidió dirigirse a las afueras de
Rudharmos para trabajar su parte de la tierra, que estaba muy descuidada.
Así
Araenla pasó algunas horas ocupada en la labranza, aunque su mente siempre
estaba dirigida hacia su amigo, al igual que sus preocupaciones y temores.
Mientras, el náelmar, que había visto cómo su amiga lo esperaba fuera de la casa,
aguardando a que se marchara para salir, se reunía con su familia y ponía las
nuevas al día con ellos.
Para
Braelén fue una jornada agradable y tranquila, pues le gustaba mucho pasar tiempo
con sus padres y con la tierra. Trabajó de buena gana y charló, aunque en los
momentos en que se veía solo se preocupaba por Araenla, y pensaba en Velrïm y
en su última estancia en el templo. Deseaba regresar allí aunque también se
preguntaba si la erïlnet le visitaría, tal como había dicho. En el fondo de su
corazón esperaba que fuese así, aunque también lo temía por la presencia de la náelmar.
Sabía que ella se lo tomaría a mal y que sería inevitable ocultárselo; aquella
idea le producía una mezcla de rabia y culpabilidad.
Pensando
en aquellos asuntos, el paso del tiempo se le hizo ligero y pronto se encontró
de vuelta a su hogar. Lo primero que hizo, antes de entrar, fue llamar a la
puerta de Araenla, pero no estaba. La esperó por fuera y ella apareció varios
minutos más tarde, caminando deprisa y con la mirada clavada en el suelo.
—Araenla
—le dijo cuando se acercó, ella levantó la mirada—. Hoy te fuiste sin despedir
de mi casa.
—Me sentía muy mal contigo —dijo, tras unos
segundos de duda—. Lo siento, lamento causarte tantos problemas, e
inconvenientes cuando trato de compensarte.
—No es
necesario que te disculpes más, ya has sabido reconocer en qué has errado,
aunque sé que no corregirás todo lo negativo de tu forma de actuar. —Araenla
bajó la mirada, sabiendo a qué se refería—. Si te esforzaras por cambiarlo
todo, por caminar con paso firme y la mirada alzada, verías que tu alrededor no
es tan negro como pretendes pintarlo, y ya te lo he dicho muchísimas veces.
—Lo
sé, pero es tan difícil…
Braelén no tenía ninguna forma de rebatirla, al menos con palabras que
no hubiera usado antes. Ya la había alentado a ser más positiva, a tratar de
hacer un esfuerzo, y al principio Araenla lo había logrado en más de una
ocasión, pero siempre se volvía a hundir. No importaba cuántas veces tratara de
ser más abierta y confiada con los demás, de ver el mundo a su alrededor con
otros ojos, su forma de ser la terminaba arrojando a su negro pozo tarde o
temprano. Bastaba un mal comentario por parte de otro náelmar o algo que
Araenla no pudiera conseguir aunque lo intentara varias veces para hundirla de
nuevo, y nada podía hacer luego, salvo sentirse desdichada y volverse a
encerrar.
Por
ello Braelén ya no sabía cómo apoyarla más que cuidando de ella en persona,
aunque no fuera lo mejor. Temía alentarla de nuevo por si volviera a caer, que
sería lo más probable, y hacía ya mucho tiempo que no pensaba en aquella
solución; y de algún modo la consentía demasiado. Era la tarea que se había
asignado a sí mismo por ser el único que toleraba a la atormentada náelmar, o el
único a quien ella toleraba.
—Cenemos
juntos —dijo Braelén, olvidando todo lo anterior—. Si quieres puedo ayudarte a
ordenar un poco tu casa después.
—De
acuerdo, si te parece bien… —dijo Araenla, sintiéndose feliz—. Pero permite que
usemos algunas de las cosas que recogí hoy.
—Me
parece bien —dijo él con una sonrisa—. Tienes que mantener la tierra bien
atendida para que podamos comer muchas veces como haremos hoy, ¡vamos!
Aquella
tarde se permitieron una cena copiosa que duró tanto tiempo como la
conversación que mantuvieron. Braelén no hizo mención de la erïlnet que había
conocido y se limitó a hablar sobre los náelmar a quienes había atendido y los
problemas que tenían.
Como
dedicado sanador que era, había tratado él mismo la herida exterior de Araenla
muchas veces, sin resultados. De hecho, era el único que podía verla, pues su
amiga no se lo permitiría a nadie más, lo que podría significar que se perdía
la oportunidad de ser curada. Sin embargo, solo la sacerdotisa mayor superaba
en habilidad a Braelén, y este ya le había comentado el caso algunas veces sin
que hubiera soluciones claras. Aunque, quizá Velrïm, que conocía otras
energías, podría. Era una posibilidad que brillaba secretamente en la mente de
Braelén, aunque sería muy difícil convertirla en realidad.
Después de la cena, cuando la noche aún conservaba
un ligero tono de luz diurna, los dos amigos fueron a la casa de Araenla.
Gracias a la llama de algunas lámparas, el náelmar pudo ver el desastroso hogar
de su amiga y se disgustó; ella parecía avergonzada.
Juntos
dieron un poco de orden a todo aquel caos, aun a sabiendas de que tarde o
temprano volvería a ser igual o peor. Braelén solo quería pasar un tiempo con
su amiga, que se sintiera confortada y se tranquilizara para verla en mejor
ánimo al día siguiente. No sabía si lo lograría, pero estaba esforzándose en
ello y al rato consiguió percibir un ligero cambio en Araenla.
Para ella, aquellas horas se hicieron dulces y
ligeras como comerse una fruta fresca tras varios días de hambruna. Sonreía
mucho y se dejaba invadir por la calidez que siempre la recorría en momentos
como aquellos. Solo podía desear vivirlos siempre, repetirlos cada día y no
soltar nunca aquella tranquilidad.
Al
final las horas pasaron, la noche cubrió por completo al día y Braelén tuvo que
volver a su casa; el día siguiente sería otra jornada más. Araenla entendía la
despedida, pero no dejaba de lamentarse por dentro, y esperó en el umbral de la
puerta hasta que su amigo hubo cerrado la suya tras un saludo con la mano y una
sonrisa.
Después, la náelmar entró a su casa, echó un vistazo al espacio ordenado
bajo la luz y apagó las lámparas. Sonrió en la oscuridad y se quedó allí de pie
un buen rato, imaginando cómo sería vivir cada día junto a su querido amigo,
cómo de maravilloso sería llevar a cabo los quehaceres diarios con él.
Durante algunas horas solo se oyeron suspiros
en aquel espacio sombrío, aunque la mente de Araenla bullía en ideas y
conversaciones imaginarias, escenas que anhelaba y otras tantas que recordaba.
El amor que sentía era tan intenso que casi lo podía exhalar cada vez que respiraba,
y le bastaba con sumergirse en él para pasar las horas sin que notara sus
pequeños pasos de minutos. «Debo hacerlo»,
pensaba de cuando en cuando, «quiero estar con él».
Su
deseo avivaba cada vez más la idea de una confesión, pero tenía muchos miedos.
Le conocía desde hacía muchísimo tiempo y estaba convencida de que sería
rechazada; no sabía qué haría si tal cosa ocurría. Pero la ilusión de poder
compartir la vida con su amigo la empujaba con fuerza, y aunque fuera una
insensatez, pensaba cada vez con más insistencia en hablarle a Braelén. Estaba
cada vez más convencida tras cada segundo, y pronto comenzó a dudar que pudiera
soportar más de un nuevo amanecer.
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