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Hay un lugar en el Norte - Capítulo 1: Un escudo de madera y una espada robada



    Las Cucarachas, así era llamada una de tantas aldeas que colmaban el reino de Rósevart. No era mucho más que un pozo de inmundicias y un nido de despojos humanos, el último lugar que pisaría un noble con sus limpias botas, si bien se hacía perdurar la aldea por interés. La gente de allí debía trabajar pues la alta estirpe no podía permitirse ensuciarse las manos. Adultos y ancianos, niños y animales explotados; todo ser vivo tenía su utilidad. Por tanto, lo único que hacían los habitantes de Las Cucarachas era servir, levantarse cada mañana para acostarse tras terminar el arduo trabajo, de cuyos frutos no recibían ni una mísera cuarta parte. De hecho, todos los meses tenían que pagar, rendir tributo a unas personas que nunca se preocupaban por ellos, entregar el poco oro que obtenían a cambio de un miserable hogar. Aunque, de todas maneras, nadie llegaba a habitar una casa por más de sesenta años, pues cualquier enfermedad tenía graves consecuencias a partir de esas edades y no interesaba desperdiciar recursos en sanar tales males, o por lo menos no le interesaba a nadie que pudiera hacer algo en realidad.
   La vida de los aldeanos era casi de esclavitud, siempre vigilados por guardias armados que mantenían el control en Las Cucarachas, aunque no sobre sí mismos. Se los podía distinguir por ser los únicos que llevaban espadas, guardabrazos y grebas de metal, y cotas de malla ajustadas bajo una sobrevesta que exhibía los colores del reino: blanco, rojo y rosado. También solían llevar capas oscuras en los muchos días de frío, y a pesar de que el diseño no gustaba a casi nadie, no tenían derecho a objetar ni a llevar otra cosa salvo para dormir y descansar. Cualquier guardia destinado a un lugar similar pasaba todo el tiempo de mal humor, pues a nadie le agradaba estar rodeado de inmundicia, y eso que aquellos hombres podían disponer de la única casa empedrada y bien pertrechada de la aldea, y tenían total libertad para tratar a los demás como les viniera en gana. Solo debían cumplir dos reglas: enviar cada semana a las grandes ciudades los frutos de la tierra recogidos por los pueblerinos y el tributo en oro mensual, e impedir que nadie escapara, nada más. Si no cumplían tales tratados, la Guardia Real se haría cargo de ellos, y pasar el resto de la vida en una celda o ser ejecutado era un castigo mucho menos apetecible que vivir en aquel lugar.

   Y no solo eran malas las condiciones de vida en Las Cucarachas, sino también su ubicación. La aldea se hallaba al sudoeste de Rósevart, muy lejos de la capital, en una región conocida como Pozo Negro por ser el sumidero de dos ríos no demasiados limpios: el Rurine y el Mitgur. La suciedad de sus aguas se debía a la procedencia de estas, pues nacían cerca de dos de las principales ciudades y quienes las habitaban tenían como costumbre arrojar toda clase de desperdicios y heces a su cauce, a modo de «regalo» para los habitantes de los pueblos pobres. Como consecuencia de tantas malas aguas, los pantanos eran extensos, los olores nauseabundos y los insectos abundantes (cómo no, había muchas cucarachas). Lo único bueno: la abundancia de árboles; la tierra era sucia pero amable, al igual que sus habitantes. O al menos eran amables entre ellos, cuando la angustia permitía que tales sentimientos afloraran entre tanta amargura.
   Había que mencionar también la cercanía de las tierras élficas. Sus fronteras empezaban a unas setenta millas hacia el suroeste, y con solo mirar en aquella dirección, los aldeanos de Las Cucarachas eran capaces de sentir cierta quietud. Mas no solían tener tiempo para llevar los ojos más allá del suelo, y los guardias siempre insistían en que los elfos eran ladrones taimados, provocando que los aldeanos dudaran. De todas formas nadie lo comprobaría, los pies élficos eran siempre discretos y abundaban en aquella región más de lo que ninguna persona creería nunca; aunque, lo que sí habían visto y en lo que creían con certeza era en el castigo por intentar marcharse, por tratar de dejar el trabajo y abandonar, traicionando así al reino de Rósevart.

   Podía considerarse pues un traidor a Deinal. Y no porque ya hubiera perpetrado la traición, sino porque venía planeándola desde hacia varios meses. Con veinte primaveras y sin haber deshojado ni una flor, este muchacho era un trabajador a fuerza como un aldeano cualquiera. La gracia no habitaba su rostro, y las palabras preferían quedarse en su imaginación pues no eran hábiles saltando al exterior, por mucho que él abriera la boca. Donde más cómodo estaba era en su habitación, si bien aquel cuarto era en realidad toda la casa. La cama, el barril de la (escasa) comida, el agua para lavarse, la lumbre para cocinar, la letrina… todo estaba en la misma estancia. Y por supuesto no había espacio para más, si bien había algunas cosas tiradas en el suelo de tierra. Las grises paredes de ladrillo tenían como única decoración el trapo que Deinal usaba de cortina para la pequeña y sucia ventana por la que entraba algo de tímida luz; los guardias solían asomarse al interior de las casas y eso a él no le gustaba, nunca le había gustado que lo miraran con insistencia, y como no estaba prohibido tapar las ventanas (por el momento), cubría siempre que podía aquel cristal. Siempre había sido algo huraño a ojos de los demás, pero era culpa del ambiente en el que se había criado, de la disconformidad que nunca lo dejaba en paz. Si bien no le molestaba vivir bajo un techo tan poco extenso, a su sombra le faltaban algunas cosas: familia y libertad. Lo primero lo había perdido hacía tiempo, lo segundo le faltó desde que brilló en él la razón. En su nostálgica expresión solían reflejarse aquellos anhelos, y sus ojos parecían buscarlos continuamente, cuando se perdían en cualquier parte, más allá de lo que se podía ver.
   Ahora estaba sentado sobre su no muy confortable colchón, con los pies descalzos sobre uno de los trozos de tela viejos que cubrían el suelo, formando un camino desde la puerta metálica hasta la cama. La luz era escasa pues la ventana estaba tapada y era tarde, la jornada de trabajo había acabado unos minutos atrás, después de sus doce horas habituales. Todo estaba silencioso, algún ladrido ocasional interrumpía la quietud, mas no por mucho tiempo. De esta manera Deinal podía pensar, repasar una y otra vez los pocos pasos de su plan. Ya no podía más, soportar aquella existencia le pesaba demasiado, y no comprendía cómo podían sus vecinos aguantar, por qué no intentaban hacer algo. No obstante, no había compartido con nadie sus ideas, pues en ninguno podía confiar tanto. Las personas que vivían en Las Cucarachas eran originarias de otros asentamientos, despojos de aldeas mejores quizá; y si Deinal compartía su idea con alguien, temía una traición a cambio de una posible recompensa, de algo tentador. Aunque no solía haber conflictos entre vecinos (entre guardias y vecinos sí), no era como si todos fueran una gran familia, no al menos para él, quien sentía que aquel no era su sitio.

   Suspiró, ya no había nada más a lo que darle vueltas. Palmoteó sus muslos y se puso en pie, dio un par de pasos hasta la letrina y bajó un poco sus pantalones, apuntando bien al agujero del suelo. Mientras esperaba a sentirse más vacío, rememoraba los alrededores de Las Cucarachas, los árboles de troncos arrugados y hojas escasas, repartidos por un terreno húmedo que subía y bajaba. Él tenía planeado tomar una de las mayores pendientes descendientes que había cerca, salirse del camino y dirigirse al suroeste, hacia las tierras de los elfos. Allí haría lo que fuera para intentar quedarse, trataría de convencer a la que llamaban Gente del Sol para que le permitiera trabajar en algún lugar; tratar de pasar desapercibido en sus bosques sería inútil, lo descubrirían enseguida. Pero hasta el oficio menos valorado de las tierras élficas debía ser mejor que seguir viviendo en aquel poblado.
   Lo peor para Deinal no era tener que trabajar, sino ignorar para qué lo hacía. Sí, era muy consciente del destino de sus esfuerzos, mas nada lo compensaba. Los guardias de la aldea ni siquiera agradecían, y si había tiempo libre debía ser para descansar. Para todos los vecinos era igual, aunque nadie parecía molestarse; ni los niños que en vez de jugar o ser educados cargaban sacos, ni los ancianos que en lugar de reposar se deslomaban en los campos. Cuando Deinal se imaginaba a los únicos que se beneficiaban de aquella situación, pues nunca los había visto, sentía rabia, frustración por tener la vida en la que estaba atrapado, desangrando cada minuto para quienes en realidad no lo necesitaban.
   Pero aquello habría de encontrar un final. Se subió los pantalones y se dirigió a la puerta, y antes de salir recogió un fardo en el que tenía algunas cosas guardadas. Abrió la puerta de metal y puso un pie en el exterior, entonces echó la mirada atrás mientras se acomodaba el saco en la espalda; el hueco que había bajo la plancha de metal que servía de entrada a su casa era tan grande que las ratas más rollizas podían entrar sin problemas, aunque no hallaban mucho que roer en el interior. Sacudió la cabeza mientras volvía la vista hacia su «hermoso» poblado, que al menos estaba teñido por la luz del atardecer de agosto, primer mes del otoño en Rósevart. Para el viaje, Deinal llevaba puesta una camisa clara algo manchada, un pantalón oscuro y largo y las botas de trabajar, que eran en realidad su único calzado.
   Caminó hacia su derecha y después de pasar por detrás de una casa, se acercó a la siguiente y llamó a la puerta. Esperó unos segundos hasta ser recibido por un hombre bastante mayor que él, barbudo y de pelos largos pero rostro amable. Este lo invitó a pasar pues había estado esperando su llegada.
   —Así que al final vas a comprarlo, ¿verdad? —dijo el hombre mientras continuaba caminando hacia el fondo de su casa, cuya estructura de una habitación compartía con la de Deinal.
   —Por supuesto, Géber. No podía dormir pensando en tener ese escudo —dijo él.
   El hombre llamado Géber negó con la cabeza mientras buscaba el mencionado escudo entre los trastos que tenía tirados bajo la única mesa del hogar. En ese espacio de tiempo, Deinal llevó los ojos a una espada corta y casi sin filo que su vecino tenía colgada de un trozo de hierro en la pared. Ya la había visto con anterioridad y sabía lo que tenía que hacer: acercarse a ella y tomarla. Así hizo a pesar de que el sigilo no era su especialidad, y la guardó en el fardo sin detenerse a contemplar lo poco afilada que la hoja estaba. Casi después de guardar el arma, Géber se volvió hacia él y el muchacho aprovechó para sacar unas cuantas monedas de oro. Nada aparentó ser sospechoso para el dueño de la casa.
   —Aquí tienes —dijo, tendiéndole el escudo a Deinal—. No sé para qué quieres semejante desecho, pero yo sí sé para qué quiero el oro.
   —Y no habrá de interesarme —dijo Deinal con una risa, entregándole cinco monedas al hombre. Él también rió, aceptando el dinero—. Bien, me marcho a mi casa para buscarle sitio a esta cosa.
   —De verdad, no sé qué utilidad le podrías encontrar a un escudo en este poblado —dijo Géber otra vez—. Yo tengo una espada y… —calló al darse cuenta de que el arma no estaba ya en la pared—. ¿Dónde diablos está?
   —¿La espada? —dijo Deinal, mirando hacia el hierro que la había sostenido—. Pensé que la habías vendido también, como estaba así cuando entré...
   —¿Venderla? Imposible —dijo el hombre—. Ese sí que me era un objeto preciado, y precisamente la limpié antes de que tú vinieras —añadió, mirándolo a la cara—. ¿No la habrás cogido?
   —¿Para qué? —dijo Deinal, mirando hacia un lado mientras se encogía de hombros. Hombros que no lograron volver a su sitio pues el joven se echó a correr. La puerta de la casa no supuso un obstáculo pues la había dejado medio abierta, y por su umbral salió también Géber como si fuera una tempestad de gritos y amenazas.
   —¡Maldito ratero! ¡Vuelve aquí! ¡Voy a recuperar esa espada y abrirte como a un cochino con ella! —gritó, corriendo enfurecido detrás de un joven que le ganaba cada vez más terreno.

   Por desgracia Géber no era el único que observaba a Deinal. Pronto, uno de los guardias que patrullaban con pereza la aldea se fijó en la situación, y tras suspirar por tener que hacer una parte de su oficio a la que no estaba acostumbrado, dijo sin mucha devoción:
   —Alto, alto.  
   Deinal lo miró de reojo y supo enseguida que no sería un estorbo en su huída. Sí le preocupaba el guardia de la puerta de Las Cucarachas, mas ya tenía una solución preparada. Corrió dejando huellas en la tierra blanda hasta casi alcanzar el umbral que daba al exterior. Allí, como esperaba, otro guardia sentado en una silla de calidad vigilaba que nadie intentara salir o entrar sin permiso, y se levantó de inmediato en cuanto vio al muchacho llegar.
   —¡Eh! ¡Prohibido correr a través del poblado si eres adulto! —exclamó.
   —¡Lo lamento! —dijo Deinal—. Pero me persigue un delincuente que me intentó forzar. ¡Atrápelo!
   —¿Cómo…? —murmuró el guardia, apartando la vista de Deinal para mirar a quienes tenía detrás. Uno de sus compañeros de oficio venía caminando y con las manos en el cinturón, y más allá, un hombre barbudo corría con los brazos en alto, gritando. ¿Sería ese el delincuente depravado?
   Pero mientras en su mente intentaba decidir qué hacer, Deinal pasó de largo aunque no salió de Las Cucarachas aún. Corrió sin alejarse de la muralla de estacas mal puestas hasta que alcanzó un arbusto alto, lo apartó y salió por un agujero que días atrás había abierto él mismo. Los gritos se quedaron encerrados en el poblado, pero sus pies fueron libres de una vez.

   Sin mirar atrás se dirigió hacia la izquierda pues había salido por el norte del pueblo, y aunque aún seguía oyendo órdenes de alto e improperios, no se detuvo y continuó corriendo mientras evitaba pisar los campos cultivados, en los que las plantas de maíz eran altas y abundaban también las patatas. Cuando pasó las siembras corrió cuesta abajo rodeando ahora los robles altos que crecían en la zona, saltando por encima de arbustos y piedras que hacían que la mochila rebotara contra su espalda. Deseaba llegar cuanto antes a las tierras de los elfos, pero sabía que al menos unos tres días lo separaban de verlas dibujándose en el horizonte. Allá los árboles eran muy bellos, no tristes y sucios; allá había flores diferentes para cada estación, y pájaros vivaces y animales que no parecían mendigar una comida si se les conseguía ver; todo lo contrario a eso existía en aquella región de Rósevart de la que el muchacho quería escapar.
   Deinal frenó su avance ante una extensa charca que apareció casi de súbito ante él. Ya no se oía nadie a sus espaldas, así que se detuvo para recobrar el aliento mientras pensaba. «Ya casi anochece. Este podría ser un buen sitio para acampar, pero está demasiado cerca de la aldea». Miró a izquierda y derecha, tratando de decidir por dónde continuar. Escogió la izquierda, y ahora caminando, continuó su avance con el Sol deslumbrando allá delante, más lejano que las tierras élficas, que las fronteras del mar y que todo aquello que hubiera más allá del último de los océanos.
   Sin embargo, a medida que la luz iba menguando, algo se agigantaba en el corazón de Deinal: el temor. Sabía que tendría que enfrentarlo, que sería el principal enemigo de su viaje, pero era peor quedarse en Las Cucarachas. O no. Ahora no estaba muy seguro de ello, pues las sombras gobernaban cada vez más yardas de Pozo Negro, y él no sabía qué podrían ocultar. «¿Y si me atacan los lobos o los osos mientras duermo?», pensó, imaginándose a aquellas bestias salvajes. «Además los mosquitos no me van a dejar en paz, puede que enferme y acabe muriendo», se dijo, recreando en su mente tal escena. «Puede que también haya brujas, o duendes. Puertas oscuras que traigan demonios, monstruos caníbales». Tragó saliva y se paró, buscando la espada robada mientras no dejaba de mirar a un lado y a otro, advirtiendo que lejos, la oscuridad era muy densa ya.
   Por desgracia, él no era un diestro espadachín. No era de esos que nacían con una absurda habilidad innata para la esgrima, por eso había comprado un escudo. No obstante, ahora dudaba que aquella placa de madera algo cóncava pudiera protegerlo de poderosas mordidas, de fuego, armas extrañas o hechicería. Ni siquiera le ayudaría a ahuyentar mosquitos; pero le otorgaba seguridad, era un pequeño mástil al que aferrarse en mitad de una turbia tempestad. Por ello se lo ajustó al brazo izquierdo, y con la hoja de hierro en la otra mano anduvo ahora con un poco más de firmeza.

   En su mente, andaba por fin como un guerrero, como la imagen de algo con lo que hasta entonces solo había podido soñar. Jamás se habría atrevido a lanzarse hacia la libertad si no sintiera en su corazón un fuego cada vez que se imaginaba luchar. Y aunque nunca había visto verdaderos caballeros ni había leído historias de hazañas reales o fantásticas, soñaba con ello. Cuando veía a los guardias de Las Cucarachas con sus espadas, se preguntaba si las sabrían usar; y les habría pedido enseñanza si no fueran tan intratables con los vecinos. Deinal nunca tuvo la oportunidad de aprender bien a blandir un arma, y aunque en algunos ratos libres utilizaba la escoba de su casa como si pudiera cortar, sabía que no podía ser suficiente, que no lo sería jamás. Y si encontrara algún enemigo real, antes habría de vencer al miedo, tendría que comprender que era matar o morir. Pensar en eso provocaba ahogo en su interior.
   Y la noche creciente solo servía para amargar aquella sensación. Pocas horas más pasaron y entonces algo se hizo inevitable para el joven: debía detenerse. Los árboles ya eran poco más que oscuras columnas silenciosas, alzándose por encima de las sombras que eran arbustos y rocas. Deinal se sentó al pie de un roble después de tocarlo con un brazo, y sacó de su fardo una manta que mantendría su trasero alejado de la húmeda tierra. También sacó una especie de sábana vieja que en realidad era una túnica ligera, y se cubrió con ella para tratar de protegerse de los mosquitos y del frío; ya había tenido que espantar unos cuantos desde que se detuvo.
   Ahora el silencio era total, la oscuridad casi completa. Y lejos de sentir cansancio, tenía la sensación de que se mantendría en vigilia toda la noche, de que debería salir corriendo de allí. Agitó una mano para espantar un mosquito que se acercó a su cara; se sentía observado, vulnerable. No podría ver ni la figura de una vaca hasta que estuviera a pocos pasos de su cara, a pesar de que su oído estaba en alerta absoluta. Si oyera cualquier cosa, daría un salto y huiría; no olvidaría ni la espada ni el escudo, pues los tenía aferrados. «Debí haber esperado a las noches de Luna llena», pensó. Lo habría susurrado, pero le parecía que mil bestias lo escucharían y se arrojarían sobre él a cambio. «He de soportarlo», dijo en su mente, cerrando los ojos por unos segundos solo para volverlos a abrir de inmediato, como si despertara de una pesadilla.

   Y entonces vio algo digno de un tenebroso cuento de terror: una figura alta, blanca y envuelta en luz, con los ojos negros. Estaba lejos, pero a la vez demasiado cerca, observándolo. Deinal no gritó para tratar de no llamar su atención, pero se apretó contra el árbol con el corazón intentando subírsele al cuello. Aferró las armas, y cuando se dio cuenta de que la figura se acercaba a él, se puso de pie sin tener claro qué iba a hacer. «Maldición, estoy perdido», pensó. «No, no, no. ¡No quiero morir!» Sin embargo, entre las cientos de palabras que siguió pensando oyó unas que provenían del exterior, de aquel ser.
   —¿Qué hace un humano fuera de las acogedoras aldeas de esta región? —dijo, con un tono de ironía en la voz. Deinal observó a la criatura, y no sabía cómo se había acercado tanto a él en aquel segundo de tiempo. No obstante, ahora advirtió que sus ojos no eran tan negros, que tenía cabellos largos y las orejas características de los elfos—. ¿Estás bien?
   —Q… ¿Quién eres? —consiguió decir Deinal.
   —Un elfo, como puedes ver —dijo él—. ¿Nunca habías visto a la gente de mi pueblo? No me extrañaría que fuese así, pues no solemos mostrarnos fuera de nuestras fronteras.
   —No, nunca había visto un elfo —dijo Deinal, tranquilizándose un poco ahora. Se dio cuenta de que había sudado bastante a causa del temor.
   —Y bien, ¿responderás pues a mi pregunta? No oculta más intención que saciar mi curiosidad —dijo el elfo, sonriendo. De pronto no brillaba tanto como Deinal había visto al principio.
   —Me escapé —dijo él—. Salí esta misma tarde de mi pueblo, Las Cucarachas. No quería seguir viviendo ahí. —El elfo rió sin malicia, mas Deinal seguía intranquilo.
   —Raro es que alguien haya decidido al fin dar tal paso. En realidad, llevaba tiempo pensando en cómo podíais soportar vivir en tales condiciones. Es bueno oír esto —dijo—. ¿Te fue difícil abandonar el hogar?
   —No —dijo él, negando con la cabeza—. No mucho.
   —¡Bien! —exclamó, con una sonrisa—. Mas te veo inquieto, y no deberías estarlo. En esta región a la que llamáis Pozo Negro escasean los peligros, al menos aquellos que podrían llevarse una vida de inmediato. Tenéis suerte de vivir aquí, los robles son viejos y tienen mucho que decir —dijo, mirando a su alrededor—. Por tanto, duerme tranquilo mientras lo permitan los insectos, siempre habrá algún elfo alrededor. Este consejo es lo menos que puedo ofrecerte a cambio de conocer el comienzo de tu andadura.
   —Gracias —musitó Deinal, sentándose de nuevo ahora que estaba tranquilo. Se le ocurrió hablar sobre sus intenciones en el hogar de los elfos, y alzó la cabeza—. Por cierto… —dijo; sin embargo, ya no había nadie allí.
   Miró a un lado y a otro sintiéndose incluso más descansado, pero igual de desconcertado. Ya no había nadie ni nada que brillara en la oscuridad, no sabía qué había pasado. Recordó la conversación que había tenido y se sintió tranquilo por las palabras que le había dicho el elfo, se creía afortunado por haber hallado tan pronto a alguien de ese maravilloso pueblo; de pronto tragó saliva al imaginar cómo serían las mujeres élficas. Se asombró y sonrió para sí mismo, deseando poder llegar cuanto antes a su destino. Quizá allá tendría algún romance pues parecía que los elfos sentían curiosidad por los humanos, quizá pudiera tener una vida realmente buena fuera de Rósevart.
   Pensando en las palabras del elfo, se recostó y cerró los ojos, más tranquilo ahora pero sin apartar de él las armas. Dejaría que la noche decidiera lo que tuviera que pasar.

   Cuando abrió los ojos, le decepcionó que no hubiera aún claridad. Pero tras sentarse pudo percatarse de que ya estaba amaneciendo. Le dolía el lado del cuerpo sobre el que había estado acostado toda la noche, tenía algunas picaduras y no era como si hubiera descansado bien. Aunque la cama de su casa en Las Cucarachas era fea, ahora echaba en falta su colchón. No obstante, así tendrían que ser unas cuantas noches más a partir de entonces.
   Buscó en su fardo algo de comer, pues había guardado bastantes provisiones durante los dos días anteriores a su marcha del pueblo. Tenía bastante pan y alguna manzana poco madura, además de unas cuantas zanahorias. No eran su alimento favorito pero sabía que tendría que resignarse a aquello que pudiera conservarse mejor. Mientras masticaba una de esas hortalizas sin mucha devoción, volvió a pensar en las tierras élficas, en las elfas. En realidad, pensar en mujeres de cualquier especie (bueno, de casi cualquiera) siempre hacía despertar en él un anhelo. Quería tener lo que algunos tenían incluso en su pueblo: el cariño de un ser amado y la posibilidad de crear una familia. En Las Cucarachas sus opciones eran nulas pues apenas había muchachas jóvenes; toda aquella que era hermosa era sacada en carruaje de la aldea y llevada a las grandes ciudades como esclava. Las pocas que había no le llamaban la atención, y si por algún motivo lo hicieran no creía ser capaz de acercarse a hablarles. Suspiró, pues las posibilidades de cumplir ese deseo le parecían mucho más remotas que sus opciones de libertad. Al fin y al cabo, el lugar al que quería llegar estaba a unos pocos días de viaje que eran ciertos, pero encontrar a su amada le costaría una eternidad. Eso pensaba él.
   Poco después, tras dejar los «restos» del desayuno al pie del mismo árbol, se puso en marcha otra vez. Continuó su viaje hacia el suroeste a través del terreno que volvía a ser descendente, con pequeños llanos. En ellos solían haber helechos y algún charco moribundo, y cuando Deinal observaba los robles, recordaba lo que el elfo le había dicho sobre ellos y se preguntaba si sería verdad que podían decir muchas cosas. De momento no escuchaba nada más que el ruido de sus pasos y algún piar ocasional. Aceleró la marcha con el Sol a sus espaldas aún, estaba resuelto a alejarse por siempre de Las Cucarachas.

   La mañana era hermosa aun en aquel paraje desafortunado. Deinal pensó en lo que estaría haciendo si se hubiera quedado: levantándose para trabajar mientras maldecía todo lo que había a su alrededor. Dedicaba las horas de labores a lo que exigiera el momento: labrar la tierra o recoger la cosecha, plantar, regar, limpiar el poblado, alimentar a los animales de granja que había (cerdos, vacas, gallinas), cortar leña e incluso ayudar a construir una casa cuando se pedía. Había otras tareas como cocinar para los guardias o adecentar el edificio en el que vivían, pero de eso se encargaban solo las mujeres.
   Al atardecer se detuvo tras un montículo de tierra decorado con hojas caídas y rotas. Poco había cambiado el paisaje hasta entonces, pero sus piernas no podían llevarle a ver más. No obstante, tras sentarse un rato se volvió a levantar, y sacó la espada vieja, decidido a practicar. «Si pretendo blandirla contra alguien, será mejor que al menos sepa cuánto pesa y esas cosas», pensó. Se dio la vuelta y lanzó un corte horizontal sin pensarlo demasiado, y luego una estocada que repitió intentando no adelantar tanto la cabeza. Retrocedió para tomar el escudo y ajustárselo al brazo izquierdo, y después continuó asestando golpes al aire, simulando paradas con la madera, atreviéndose a dar algún giro, entusiasmándose cada vez más. Hasta que empezó a gotear sudor. Fue entonces cuando se detuvo, no sin sentirse molesto; aquel era un problema que le afectaba en demasía, y sentía que sin la oportunidad de darse un baño tendría problemas si sudaba demasiado sus prendas.
   Ahora enfadado, arrojó la espada cerca de su fardo y pateó el suelo. Poco después se sentó cerca de sus cosas. Casi con resignación, sacó una manzana y comió, mas cuando bebió de la cantimplora sintió una nueva angustia. Tenía provisiones casi justas para tres días, pero si por algún motivo su viaje se extendía, lo pasaría muy mal. Jamás había cazado y no creía que pudiera encontrar agua potable en los parajes de Pozo Negro ya que todo riachuelo portaba la inmundicia del Rurine y el Mitgur. Maldijo en su pensamiento a todos aquellos que arrojaban sus desperdicios al río, pues de no ser por esa costumbre que perpetraban solo por malicia, aquella región de Rósevart sería un lugar un tanto mejor.
   Ya más calmado, estiró el brazo para acercarse la espada y trató de acomodarse para limpiarse el sudor del rostro con la manta que usaba como asiento. Pasó el poco tiempo de luz restante pensando en sus asuntos, tanto pasados como futuros, y cuando oscureció se durmió tras largo rato de mantenerse despierto con los ojos cerrados. Parecía que nunca se acostumbraría a dormir a la intemperie.

   Al día siguiente, tras varias horas de camino solitario y caluroso, encontró un obstáculo. El río Rurine le bloqueaba el paso con su gran anchura, y no había punto visible por el que pudiera cruzar. La corriente de las aguas no era muy poderosa, pero Deinal no estaba dispuesto ni a remojarse los pies en ella. Había demasiada suciedad en aquel líquido marrón, el fuerte olor del ambiente se lo podía confirmar; además, si se mojaba las ropas tendría problemas pues debería esperar mucho para que se pudieran secar.
   Trató de pensar una solución, mas nada se le ocurría ni con el paso de los minutos, por lo que se frustró. En verdad no conocía bien la región y no había esperado que el río se le interpusiera, pero ahora sabía bien que su cauce iba más allá de Las Cucarachas. Alzó la cabeza para mirar al cielo claro, y tras perderse unos minutos en otros pensamientos un sonido lo despertó. Bajó la mirada de inmediato y vio lo que parecía ser una piedra caminando. Creyó que era un artificio mágico hasta que se percató de que la roca tenía patas, y de que no era un ser inánime sino una tortuga.
    La observó primero con desinterés, hasta que sintió una paz indescriptible al mirarla y no fue capaz de apartar los ojos de su figura. Tenía las patas verdosas, y llevaba su caparazón gris manchado de moho hacia dondequiera que pudiera ir. Una rama rota se interpuso en su camino, pero le pasó por encima; encontró un helecho en su trayectoria, y en lugar de rodearlo, se adentró sin temor en sus sombras. Nada parecía detener al pequeño animal, ni siquiera los trozos de hojas y mugre que de sus garras estaban prendidos. «No se detiene, no le preocupa nada», pensó Deinal mientras sonreía, admirado. Una admiración que se evaporó cuando la tortuga se metió en el agua pestilente, provocando una mueca de asco en el rostro del muchacho.
   «Yo no voy a meterme en el río, ni siquiera sé nadar», pensó. «Pero sí que puedo buscar otro camino». No tardó en ponerse en marcha de nuevo, escogiendo la izquierda para continuar. Su camino comenzó a desviarse así hacia el sur, y Deinal anduvo con renovada decisión ignorando que a poco más de una milla a su derecha habría encontrado un puente; era viejo y estaba hecho de madera, pero le habría bastado para cruzar.

   Ahora su destino había cambiado, y por dos días más el río Rurine permaneció a su diestra, aunque a una distancia que mantenía los olores y a los insectos alejados. Aquellas jornadas se volvían más tortuosas tras cada amanecer, pues a pesar de la tranquilidad del sucio paraje, una amenaza se volvía a cada paso más real: la falta de provisiones. Eso desesperanzaba a Deinal, y ya apenas le quedaba más que un trozo duro de pan y unas gotas de agua, y no había nada alrededor que pudiera comer o agua de la que pudiera beber. Mas lo peor era aquello que ahora tenía enfrente: uno de los extensos pantanos sin nombre de Pozo Negro. El cauce del Rurine moría allí, y su cadáver era el mayor cúmulo de fango que el muchacho hubiera visto jamás. En cierto modo aquello parecía una criatura muerta, pues apestaba como si un gigante con indigestión hubiera estado defecando en el mismo rincón durante años. Y la realidad no estaba muy alejada de eso.
   «No puedo cruzar esa ciénaga», pensó, angustiado. Trató de avistar una senda entre tanto barro, pero lo único que había eran matojos de hierbas espigadas e infinidad de charcos. Negó con la cabeza y dio un paso atrás, luego miró los cielos para orientarse, y después se dio la vuelta. «Mi única opción es seguir por ahí», pensó, observando los robles que parecían esperarle a unas cuantas yardas de distancia. «Si voy por ahí me estaré desviando hacia el este… Pero no tengo otra opción». Estaba preocupado por el nuevo rumbo que habría de tomar su viaje, pero más aún por no saber si podría soportarlo. No quiso esperar más, y se puso en marcha de nuevo.
   Caminó pues hacia el este bajo el Sol implacable, a un paso más lento del que le hubiera gustado llevar. Los árboles podían concederle algo de sombra para descansar, pero no era suficiente para detener las gotas de sudor que también huían del temor atravesando su piel. No podía dejar de sentirse preocupado, y miraba una y otra vez a su derecha para ver si el pantano dejaba de seguirle y así poder avanzar de nuevo hacia el sur. Mas durante toda aquella jornada, la ciénaga le impidió retomar esa dirección.  

   Ya en la noche, sentado al pie de un árbol, se resignó a tomar toda el agua que le quedaba. A pesar de que la saboreó y la tragó despacio, le fue insuficiente y deseó ser inmune a las enfermedades para poder aprovechar los charcos que tenía cerca; sin embargo, así fue como se acabaron sus provisiones, pues el pan se lo había comido durante la tarde. «Al menos ya no tengo que pensar en el asunto de racionar la comida», pensó, mientras se recostaba contra el árbol. Cerró los ojos y trató de dormir, mas antes tuvo que combatir contra sus temores, y fue una dura lucha que se prolongó durante horas.
   Al día siguiente inició la marcha con mucha más presteza de la que había empleado en días anteriores. No obstante, en este no sería capaz de ir demasiado rápido. Al menos, durante el mediodía advirtió algo bueno pues el pantano ya no continuaba extendiéndose a la derecha, y así pudo desviarse hacia el sur. Pero la alegría se veía opacada por el cansancio, por el dolor creciente de sus piernas y de su espalda; dolor que alcanzaría también su cabeza con el paso de las horas y el descenso del Sol. Deinal envidiaba aquella esfera dorada, pues su luz sin duda bañaba tierras que él anhelaba pisar.
   Mas todo lo que sus pies podían hollar en aquellos instantes era la tierra oscura de la interminable región de Pozo Negro. Y una vez más, sin haber salido de allí, se detuvo a descansar. No había visto ni un solo animal aparte de los esquivos pájaros, y por supuesto no había encontrado agua ni las escasas nubes se habían dignado a llorar. Trató de reanudar la marcha para ahogar la desesperación bajo el dolor de su cuerpo, pero tras unas pocas yardas se vio obligado a parar. Casi cayó a los pies de un roble bastante grueso, y cuando se recobró del golpe alzó la cabeza. «Espero que esto acabe pronto», pensó. «Hoy no puedo aguantar más tiempo… Pero se me pasará». Allí mismo se tumbó, y tratando de ignorar sus dolores, que se aliviaron un poco en aquella posición, descansó.

   Temprano en la mañana, pues no podía soportar quedarse más tiempo quieto, se levantó. El mareo que sintió no fue buena señal, y ante la desesperanza que siguió a esa sensación, decidió buscar la espada de su fardo. Contempló esa hoja que no brillaba pero que aún no había tenido que utilizar, que le recordó los motivos de su viaje, todo aquello por lo que había comenzado a andar. Recobró cierto valor, y sin soltar el arma recogió sus cosas y volvió a camino.
   No obstante, ahora parecía que estuviera soñando en lugar de viviendo. Veía borrosos sus alrededores, todo temblaba y a veces se desequilibraba; tenía que usar los árboles como apoyo. Tampoco veía las rocas o troncos con los que tropezaba, y en más de una ocasión cayó al suelo, y le era difícil reincorporarse por mucho que pensara en sus sueños. «Esto no puede seguir así», pensó, con la cara de un ebrio desorientado. «Qué pesadilla, ¿cuándo va a acabar?». Mas la respuesta, se hizo esperar.
   Ya en el atardecer, en una noche tardía que parecía haberse demorado semanas en llegar, Deinal no podía más. Ni siquiera su mente sentía fuerzas para pensar, todo lo que veía era un paisaje borroso y negro que solo se mostraba cuando era capaz de levantar la cabeza, a pesar del dolor de su cuello. Tenía la imagen de sus débiles pies grabada en el pensamiento, y aunque aun a riesgo de caer alzaba los ojos de vez en cuando al cielo, ya no sabía por qué dirección iba. «No puedo más», pensó una y otra vez; rememoró el encuentro con el elfo, «ya podrías haberme ayudado». «Estoy acabado, este es el fin». Reseco, dolorido y agotado, se dejó caer de rodillas con la espada aferrada aún. Sin embargo, durante la trayectoria de sus ojos creyó distinguir algo más, algo que no era fruto de la naturaleza. Dejó pasar unos minutos antes de ser capaz de alzar la cabeza de nuevo, y cuando lo consiguió, tuvo que aguardar unos segundos hasta que pudo ver con cierta claridad. Y así la vio: la muralla de una aldea de elfos; el final de su viaje estaba cerca ya, pero el de su consciencia se apresuró a ocultar bajo un velo negro una imagen con la que Deinal no tuvo tiempo de regocijarse.

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