La vida de los aldeanos era casi de
esclavitud, siempre vigilados por guardias armados que mantenían el control en Las
Cucarachas, aunque no sobre sí mismos. Se los podía distinguir por ser los
únicos que llevaban espadas, guardabrazos y grebas de metal, y cotas de malla
ajustadas bajo una sobrevesta que exhibía los colores del reino: blanco, rojo y
rosado. También solían llevar capas oscuras en los muchos días de frío, y a
pesar de que el diseño no gustaba a casi nadie, no tenían derecho a objetar ni
a llevar otra cosa salvo para dormir y descansar. Cualquier guardia destinado a
un lugar similar pasaba todo el tiempo de mal humor, pues a nadie le agradaba
estar rodeado de inmundicia, y eso que aquellos hombres podían disponer de la
única casa empedrada y bien pertrechada de la aldea, y tenían total libertad
para tratar a los demás como les viniera en gana. Solo debían cumplir dos
reglas: enviar cada semana a las grandes ciudades los frutos de la tierra
recogidos por los pueblerinos y el tributo en oro mensual, e impedir que nadie
escapara, nada más. Si no cumplían tales tratados, la Guardia Real se haría
cargo de ellos, y pasar el resto de la vida en una celda o ser ejecutado era un
castigo mucho menos apetecible que vivir en aquel lugar.
Y no solo eran
malas las condiciones de vida en Las Cucarachas, sino también su ubicación. La
aldea se hallaba al sudoeste de Rósevart, muy lejos de la capital, en una
región conocida como Pozo Negro por ser el sumidero de dos ríos no demasiados
limpios: el Rurine y el Mitgur. La suciedad de sus aguas se debía a la
procedencia de estas, pues nacían cerca de dos de las principales ciudades y
quienes las habitaban tenían como costumbre arrojar toda clase de desperdicios
y heces a su cauce, a modo de «regalo» para los habitantes de los pueblos
pobres. Como consecuencia de tantas malas aguas, los pantanos eran extensos,
los olores nauseabundos y los insectos abundantes (cómo no, había muchas
cucarachas). Lo único bueno: la abundancia de árboles; la tierra era sucia pero
amable, al igual que sus habitantes. O al menos eran amables entre ellos,
cuando la angustia permitía que tales sentimientos afloraran entre tanta
amargura.
Había que mencionar
también la cercanía de las tierras élficas. Sus fronteras empezaban a unas setenta
millas hacia el suroeste, y con solo mirar en aquella dirección, los aldeanos
de Las Cucarachas eran capaces de sentir cierta quietud. Mas no solían tener
tiempo para llevar los ojos más allá del suelo, y los guardias siempre
insistían en que los elfos eran ladrones taimados, provocando que los aldeanos
dudaran. De todas formas nadie lo comprobaría, los pies élficos eran siempre
discretos y abundaban en aquella región más de lo que ninguna persona creería
nunca; aunque, lo que sí habían visto y en lo que creían con certeza era en el
castigo por intentar marcharse, por tratar de dejar el trabajo y abandonar, traicionando
así al reino de Rósevart.
Podía considerarse
pues un traidor a Deinal. Y no porque ya hubiera perpetrado la traición, sino
porque venía planeándola desde hacia varios meses. Con veinte primaveras y sin
haber deshojado ni una flor, este muchacho era un trabajador a fuerza como un
aldeano cualquiera. La gracia no habitaba su rostro, y las palabras preferían
quedarse en su imaginación pues no eran hábiles saltando al exterior, por mucho
que él abriera la boca. Donde más cómodo estaba era en su habitación, si bien
aquel cuarto era en realidad toda la casa. La cama, el barril de la (escasa) comida,
el agua para lavarse, la lumbre para cocinar, la letrina… todo estaba en la
misma estancia. Y por supuesto no había espacio para más, si bien había algunas
cosas tiradas en el suelo de tierra. Las grises paredes de ladrillo tenían como
única decoración el trapo que Deinal usaba de cortina para la pequeña y sucia
ventana por la que entraba algo de tímida luz; los guardias solían asomarse al
interior de las casas y eso a él no le gustaba, nunca le había gustado que lo
miraran con insistencia, y como no estaba prohibido tapar las ventanas (por el
momento), cubría siempre que podía aquel cristal. Siempre había sido algo
huraño a ojos de los demás, pero era culpa del ambiente en el que se había
criado, de la disconformidad que nunca lo dejaba en paz. Si bien no le
molestaba vivir bajo un techo tan poco extenso, a su sombra le faltaban algunas
cosas: familia y libertad. Lo primero lo había perdido hacía tiempo, lo segundo
le faltó desde que brilló en él la razón. En su nostálgica expresión solían
reflejarse aquellos anhelos, y sus ojos parecían buscarlos continuamente,
cuando se perdían en cualquier parte, más allá de lo que se podía ver.
Ahora estaba
sentado sobre su no muy confortable colchón, con los pies descalzos sobre uno
de los trozos de tela viejos que cubrían el suelo, formando un camino desde la
puerta metálica hasta la cama. La luz era escasa pues la ventana estaba tapada
y era tarde, la jornada de trabajo había acabado unos minutos atrás, después de
sus doce horas habituales. Todo estaba silencioso, algún ladrido ocasional
interrumpía la quietud, mas no por mucho tiempo. De esta manera Deinal podía
pensar, repasar una y otra vez los pocos pasos de su plan. Ya no podía más,
soportar aquella existencia le pesaba demasiado, y no comprendía cómo podían
sus vecinos aguantar, por qué no intentaban hacer algo. No obstante, no había
compartido con nadie sus ideas, pues en ninguno podía confiar tanto. Las personas
que vivían en Las Cucarachas eran originarias de otros asentamientos, despojos
de aldeas mejores quizá; y si Deinal compartía su idea con alguien, temía una
traición a cambio de una posible recompensa, de algo tentador. Aunque no solía
haber conflictos entre vecinos (entre guardias y vecinos sí), no era como si
todos fueran una gran familia, no al menos para él, quien sentía que aquel no
era su sitio.
Suspiró, ya no
había nada más a lo que darle vueltas. Palmoteó sus muslos y se puso en pie,
dio un par de pasos hasta la letrina y bajó un poco sus pantalones, apuntando
bien al agujero del suelo. Mientras esperaba a sentirse más vacío, rememoraba
los alrededores de Las Cucarachas, los árboles de troncos arrugados y hojas
escasas, repartidos por un terreno húmedo que subía y bajaba. Él tenía planeado
tomar una de las mayores pendientes descendientes que había cerca, salirse del
camino y dirigirse al suroeste, hacia las tierras de los elfos. Allí haría lo
que fuera para intentar quedarse, trataría de convencer a la que llamaban Gente
del Sol para que le permitiera trabajar en algún lugar; tratar de pasar
desapercibido en sus bosques sería inútil, lo descubrirían enseguida. Pero
hasta el oficio menos valorado de las tierras élficas debía ser mejor que seguir
viviendo en aquel poblado.
Lo peor para Deinal
no era tener que trabajar, sino ignorar para qué lo hacía. Sí, era muy
consciente del destino de sus esfuerzos, mas nada lo compensaba. Los guardias
de la aldea ni siquiera agradecían, y si había tiempo libre debía ser para
descansar. Para todos los vecinos era igual, aunque nadie parecía molestarse;
ni los niños que en vez de jugar o ser educados cargaban sacos, ni los ancianos
que en lugar de reposar se deslomaban en los campos. Cuando Deinal se imaginaba
a los únicos que se beneficiaban de aquella situación, pues nunca los había
visto, sentía rabia, frustración por tener la vida en la que estaba atrapado,
desangrando cada minuto para quienes en realidad no lo necesitaban.
Pero aquello habría
de encontrar un final. Se subió los pantalones y se dirigió a la puerta, y
antes de salir recogió un fardo en el que tenía algunas cosas guardadas. Abrió
la puerta de metal y puso un pie en el exterior, entonces echó la mirada atrás
mientras se acomodaba el saco en la espalda; el hueco que había bajo la plancha
de metal que servía de entrada a su casa era tan grande que las ratas más
rollizas podían entrar sin problemas, aunque no hallaban mucho que roer en el
interior. Sacudió la cabeza mientras volvía la vista hacia su «hermoso» poblado,
que al menos estaba teñido por la luz del atardecer de agosto, primer mes del
otoño en Rósevart. Para el viaje, Deinal llevaba puesta una camisa clara algo
manchada, un pantalón oscuro y largo y las botas de trabajar, que eran en
realidad su único calzado.
Caminó hacia su
derecha y después de pasar por detrás de una casa, se acercó a la siguiente y
llamó a la puerta. Esperó unos segundos hasta ser recibido por un hombre
bastante mayor que él, barbudo y de pelos largos pero rostro amable. Este lo
invitó a pasar pues había estado esperando su llegada.
—Así que al final
vas a comprarlo, ¿verdad? —dijo el hombre mientras continuaba caminando hacia
el fondo de su casa, cuya estructura de una habitación compartía con la de Deinal.
—Por supuesto,
Géber. No podía dormir pensando en tener ese escudo —dijo él.
El hombre llamado
Géber negó con la cabeza mientras buscaba el mencionado escudo entre los
trastos que tenía tirados bajo la única mesa del hogar. En ese espacio de tiempo,
Deinal llevó los ojos a una espada corta y casi sin filo que su vecino tenía
colgada de un trozo de hierro en la pared. Ya la había visto con anterioridad y
sabía lo que tenía que hacer: acercarse a ella y tomarla. Así hizo a pesar de
que el sigilo no era su especialidad, y la guardó en el fardo sin detenerse a
contemplar lo poco afilada que la hoja estaba. Casi después de guardar el arma,
Géber se volvió hacia él y el muchacho aprovechó para sacar unas cuantas
monedas de oro. Nada aparentó ser sospechoso para el dueño de la casa.
—Aquí tienes —dijo,
tendiéndole el escudo a Deinal—. No sé para qué quieres semejante desecho, pero
yo sí sé para qué quiero el oro.
—Y no habrá de
interesarme —dijo Deinal con una risa, entregándole cinco monedas al hombre. Él
también rió, aceptando el dinero—. Bien, me marcho a mi casa para buscarle
sitio a esta cosa.
—De verdad, no sé
qué utilidad le podrías encontrar a un escudo en este poblado —dijo Géber otra
vez—. Yo tengo una espada y… —calló al darse cuenta de que el arma no estaba ya
en la pared—. ¿Dónde diablos está?
—¿La espada? —dijo
Deinal, mirando hacia el hierro que la había sostenido—. Pensé que la habías
vendido también, como estaba así cuando entré...
—¿Venderla?
Imposible —dijo el hombre—. Ese sí que me era un objeto preciado, y
precisamente la limpié antes de que tú vinieras —añadió, mirándolo a la cara—.
¿No la habrás cogido?
—¿Para qué? —dijo
Deinal, mirando hacia un lado mientras se encogía de hombros. Hombros que no
lograron volver a su sitio pues el joven se echó a correr. La puerta de la casa
no supuso un obstáculo pues la había dejado medio abierta, y por su umbral
salió también Géber como si fuera una tempestad de gritos y amenazas.
—¡Maldito ratero!
¡Vuelve aquí! ¡Voy a recuperar esa espada y abrirte como a un cochino con ella!
—gritó, corriendo enfurecido detrás de un joven que le ganaba cada vez más
terreno.
Por desgracia Géber
no era el único que observaba a Deinal. Pronto, uno de los guardias que
patrullaban con pereza la aldea se fijó en la situación, y tras suspirar por
tener que hacer una parte de su oficio a la que no estaba acostumbrado, dijo
sin mucha devoción:
—Alto, alto.
Deinal lo miró de
reojo y supo enseguida que no sería un estorbo en su huída. Sí le preocupaba el
guardia de la puerta de Las Cucarachas, mas ya tenía una solución preparada. Corrió
dejando huellas en la tierra blanda hasta casi alcanzar el umbral que daba al
exterior. Allí, como esperaba, otro guardia sentado en una silla de calidad
vigilaba que nadie intentara salir o entrar sin permiso, y se levantó de
inmediato en cuanto vio al muchacho llegar.
—¡Eh! ¡Prohibido
correr a través del poblado si eres adulto! —exclamó.
—¡Lo lamento! —dijo
Deinal—. Pero me persigue un delincuente que me intentó forzar. ¡Atrápelo!
—¿Cómo…? —murmuró
el guardia, apartando la vista de Deinal para mirar a quienes tenía detrás. Uno
de sus compañeros de oficio venía caminando y con las manos en el cinturón, y
más allá, un hombre barbudo corría con los brazos en alto, gritando. ¿Sería ese
el delincuente depravado?
Pero mientras en su
mente intentaba decidir qué hacer, Deinal pasó de largo aunque no salió de Las
Cucarachas aún. Corrió sin alejarse de la muralla de estacas mal puestas hasta
que alcanzó un arbusto alto, lo apartó y salió por un agujero que días atrás
había abierto él mismo. Los gritos se quedaron encerrados en el poblado, pero
sus pies fueron libres de una vez.
Sin mirar atrás se
dirigió hacia la izquierda pues había salido por el norte del pueblo, y aunque
aún seguía oyendo órdenes de alto e improperios, no se detuvo y continuó
corriendo mientras evitaba pisar los campos cultivados, en los que las plantas
de maíz eran altas y abundaban también las patatas. Cuando pasó las siembras
corrió cuesta abajo rodeando ahora los robles altos que crecían en la zona,
saltando por encima de arbustos y piedras que hacían que la mochila rebotara
contra su espalda. Deseaba llegar cuanto antes a las tierras de los elfos, pero
sabía que al menos unos tres días lo separaban de verlas dibujándose en el
horizonte. Allá los árboles eran muy bellos, no tristes y sucios; allá había
flores diferentes para cada estación, y pájaros vivaces y animales que no
parecían mendigar una comida si se les conseguía ver; todo lo contrario a eso existía
en aquella región de Rósevart de la que el muchacho quería escapar.
Deinal frenó su
avance ante una extensa charca que apareció casi de súbito ante él. Ya no se
oía nadie a sus espaldas, así que se detuvo para recobrar el aliento mientras
pensaba. «Ya casi anochece. Este podría ser un buen sitio para acampar, pero
está demasiado cerca de la aldea». Miró a izquierda y derecha, tratando de
decidir por dónde continuar. Escogió la izquierda, y ahora caminando, continuó
su avance con el Sol deslumbrando allá delante, más lejano que las tierras élficas,
que las fronteras del mar y que todo aquello que hubiera más allá del último de
los océanos.
Sin embargo, a
medida que la luz iba menguando, algo se agigantaba en el corazón de Deinal: el
temor. Sabía que tendría que enfrentarlo, que sería el principal enemigo de su
viaje, pero era peor quedarse en Las Cucarachas. O no. Ahora no estaba muy
seguro de ello, pues las sombras gobernaban cada vez más yardas de Pozo Negro,
y él no sabía qué podrían ocultar. «¿Y si me atacan los lobos o los osos mientras
duermo?», pensó, imaginándose a aquellas bestias salvajes. «Además los
mosquitos no me van a dejar en paz, puede que enferme y acabe muriendo», se
dijo, recreando en su mente tal escena. «Puede que también haya brujas, o
duendes. Puertas oscuras que traigan demonios, monstruos caníbales». Tragó
saliva y se paró, buscando la espada robada mientras no dejaba de mirar a un
lado y a otro, advirtiendo que lejos, la oscuridad era muy densa ya.
Por desgracia, él
no era un diestro espadachín. No era de esos que nacían con una absurda
habilidad innata para la esgrima, por eso había comprado un escudo. No
obstante, ahora dudaba que aquella placa de madera algo cóncava pudiera
protegerlo de poderosas mordidas, de fuego, armas extrañas o hechicería. Ni
siquiera le ayudaría a ahuyentar mosquitos; pero le otorgaba seguridad, era un
pequeño mástil al que aferrarse en mitad de una turbia tempestad. Por ello se
lo ajustó al brazo izquierdo, y con la hoja de hierro en la otra mano anduvo
ahora con un poco más de firmeza.
En su mente, andaba
por fin como un guerrero, como la imagen de algo con lo que hasta entonces solo
había podido soñar. Jamás se habría atrevido a lanzarse hacia la libertad si no
sintiera en su corazón un fuego cada vez que se imaginaba luchar. Y aunque
nunca había visto verdaderos caballeros ni había leído historias de hazañas
reales o fantásticas, soñaba con ello. Cuando veía a los guardias de Las
Cucarachas con sus espadas, se preguntaba si las sabrían usar; y les habría pedido
enseñanza si no fueran tan intratables con los vecinos. Deinal nunca tuvo la
oportunidad de aprender bien a blandir un arma, y aunque en algunos ratos
libres utilizaba la escoba de su casa como si pudiera cortar, sabía que no
podía ser suficiente, que no lo sería jamás. Y si encontrara algún enemigo
real, antes habría de vencer al miedo, tendría que comprender que era matar o
morir. Pensar en eso provocaba ahogo en su interior.
Y la noche
creciente solo servía para amargar aquella sensación. Pocas horas más pasaron y
entonces algo se hizo inevitable para el joven: debía detenerse. Los árboles ya
eran poco más que oscuras columnas silenciosas, alzándose por encima de las
sombras que eran arbustos y rocas. Deinal se sentó al pie de un roble después
de tocarlo con un brazo, y sacó de su fardo una manta que mantendría su trasero
alejado de la húmeda tierra. También sacó una especie de sábana vieja que en
realidad era una túnica ligera, y se cubrió con ella para tratar de protegerse
de los mosquitos y del frío; ya había tenido que espantar unos cuantos desde
que se detuvo.
Ahora el silencio
era total, la oscuridad casi completa. Y lejos de sentir cansancio, tenía la
sensación de que se mantendría en vigilia toda la noche, de que debería salir
corriendo de allí. Agitó una mano para espantar un mosquito que se acercó a su
cara; se sentía observado, vulnerable. No podría ver ni la figura de una vaca
hasta que estuviera a pocos pasos de su cara, a pesar de que su oído estaba en
alerta absoluta. Si oyera cualquier cosa, daría un salto y huiría; no olvidaría
ni la espada ni el escudo, pues los tenía aferrados. «Debí haber esperado a las
noches de Luna llena», pensó. Lo habría susurrado, pero le parecía que mil bestias
lo escucharían y se arrojarían sobre él a cambio. «He de soportarlo», dijo en
su mente, cerrando los ojos por unos segundos solo para volverlos a abrir de
inmediato, como si despertara de una pesadilla.
Y entonces vio algo
digno de un tenebroso cuento de terror: una figura alta, blanca y envuelta en
luz, con los ojos negros. Estaba lejos, pero a la vez demasiado cerca,
observándolo. Deinal no gritó para tratar de no llamar su atención, pero se
apretó contra el árbol con el corazón intentando subírsele al cuello. Aferró las
armas, y cuando se dio cuenta de que la figura se acercaba a él, se puso de pie
sin tener claro qué iba a hacer. «Maldición, estoy perdido», pensó. «No, no,
no. ¡No quiero morir!» Sin embargo, entre las cientos de palabras que siguió
pensando oyó unas que provenían del exterior, de aquel ser.
—¿Qué hace un
humano fuera de las acogedoras aldeas de esta región? —dijo, con un tono de
ironía en la voz. Deinal observó a la criatura, y no sabía cómo se había
acercado tanto a él en aquel segundo de tiempo. No obstante, ahora advirtió que
sus ojos no eran tan negros, que tenía cabellos largos y las orejas
características de los elfos—. ¿Estás bien?
—Q… ¿Quién eres?
—consiguió decir Deinal.
—Un elfo, como
puedes ver —dijo él—. ¿Nunca habías visto a la gente de mi pueblo? No me
extrañaría que fuese así, pues no solemos mostrarnos fuera de nuestras
fronteras.
—No, nunca había
visto un elfo —dijo Deinal, tranquilizándose un poco ahora. Se dio cuenta de
que había sudado bastante a causa del temor.
—Y bien,
¿responderás pues a mi pregunta? No oculta más intención que saciar mi
curiosidad —dijo el elfo, sonriendo. De pronto no brillaba tanto como Deinal
había visto al principio.
—Me escapé —dijo
él—. Salí esta misma tarde de mi pueblo, Las Cucarachas. No quería seguir
viviendo ahí. —El elfo rió sin malicia, mas Deinal seguía intranquilo.
—Raro es que
alguien haya decidido al fin dar tal paso. En realidad, llevaba tiempo pensando
en cómo podíais soportar vivir en tales condiciones. Es bueno oír esto —dijo—.
¿Te fue difícil abandonar el hogar?
—No —dijo él,
negando con la cabeza—. No mucho.
—¡Bien! —exclamó,
con una sonrisa—. Mas te veo inquieto, y no deberías estarlo. En esta región a
la que llamáis Pozo Negro escasean los peligros, al menos aquellos que podrían
llevarse una vida de inmediato. Tenéis suerte de vivir aquí, los robles son
viejos y tienen mucho que decir —dijo, mirando a su alrededor—. Por tanto,
duerme tranquilo mientras lo permitan los insectos, siempre habrá algún elfo
alrededor. Este consejo es lo menos que puedo ofrecerte a cambio de conocer el
comienzo de tu andadura.
—Gracias —musitó
Deinal, sentándose de nuevo ahora que estaba tranquilo. Se le ocurrió hablar
sobre sus intenciones en el hogar de los elfos, y alzó la cabeza—. Por cierto…
—dijo; sin embargo, ya no había nadie allí.
Miró a un lado y a
otro sintiéndose incluso más descansado, pero igual de desconcertado. Ya no
había nadie ni nada que brillara en la oscuridad, no sabía qué había pasado.
Recordó la conversación que había tenido y se sintió tranquilo por las palabras
que le había dicho el elfo, se creía afortunado por haber hallado tan pronto a
alguien de ese maravilloso pueblo; de pronto tragó saliva al imaginar cómo
serían las mujeres élficas. Se asombró y sonrió para sí mismo, deseando poder
llegar cuanto antes a su destino. Quizá allá tendría algún romance pues parecía
que los elfos sentían curiosidad por los humanos, quizá pudiera tener una vida
realmente buena fuera de Rósevart.
Pensando en las
palabras del elfo, se recostó y cerró los ojos, más tranquilo ahora pero sin
apartar de él las armas. Dejaría que la noche decidiera lo que tuviera que
pasar.
Cuando abrió los
ojos, le decepcionó que no hubiera aún claridad. Pero tras sentarse pudo
percatarse de que ya estaba amaneciendo. Le dolía el lado del cuerpo sobre el
que había estado acostado toda la noche, tenía algunas picaduras y no era como
si hubiera descansado bien. Aunque la cama de su casa en Las Cucarachas era
fea, ahora echaba en falta su colchón. No obstante, así tendrían que ser unas
cuantas noches más a partir de entonces.
Buscó en su fardo
algo de comer, pues había guardado bastantes provisiones durante los dos días
anteriores a su marcha del pueblo. Tenía bastante pan y alguna manzana poco
madura, además de unas cuantas zanahorias. No eran su alimento favorito pero
sabía que tendría que resignarse a aquello que pudiera conservarse mejor. Mientras
masticaba una de esas hortalizas sin mucha devoción, volvió a pensar en las
tierras élficas, en las elfas. En realidad, pensar en mujeres de cualquier
especie (bueno, de casi cualquiera) siempre hacía despertar en él un anhelo. Quería
tener lo que algunos tenían incluso en su pueblo: el cariño de un ser amado y la
posibilidad de crear una familia. En Las Cucarachas sus opciones eran nulas
pues apenas había muchachas jóvenes; toda aquella que era hermosa era sacada en
carruaje de la aldea y llevada a las grandes ciudades como esclava. Las pocas
que había no le llamaban la atención, y si por algún motivo lo hicieran no
creía ser capaz de acercarse a hablarles. Suspiró, pues las posibilidades de
cumplir ese deseo le parecían mucho más remotas que sus opciones de libertad.
Al fin y al cabo, el lugar al que quería llegar estaba a unos pocos días de
viaje que eran ciertos, pero encontrar a su amada le costaría una eternidad.
Eso pensaba él.
Poco después, tras
dejar los «restos» del desayuno al pie del mismo árbol, se puso en marcha otra
vez. Continuó su viaje hacia el suroeste a través del terreno que volvía a ser
descendente, con pequeños llanos. En ellos solían haber helechos y algún charco
moribundo, y cuando Deinal observaba los robles, recordaba lo que el elfo le
había dicho sobre ellos y se preguntaba si sería verdad que podían decir muchas
cosas. De momento no escuchaba nada más que el ruido de sus pasos y algún piar
ocasional. Aceleró la marcha con el Sol a sus espaldas aún, estaba resuelto a
alejarse por siempre de Las Cucarachas.
La mañana era
hermosa aun en aquel paraje desafortunado. Deinal pensó en lo que estaría
haciendo si se hubiera quedado: levantándose para trabajar mientras maldecía
todo lo que había a su alrededor. Dedicaba las horas de labores a lo que
exigiera el momento: labrar la tierra o recoger la cosecha, plantar, regar,
limpiar el poblado, alimentar a los animales de granja que había (cerdos,
vacas, gallinas), cortar leña e incluso ayudar a construir una casa cuando se
pedía. Había otras tareas como cocinar para los guardias o adecentar el
edificio en el que vivían, pero de eso se encargaban solo las mujeres.
Al atardecer se
detuvo tras un montículo de tierra decorado con hojas caídas y rotas. Poco
había cambiado el paisaje hasta entonces, pero sus piernas no podían llevarle a
ver más. No obstante, tras sentarse un rato se volvió a levantar, y sacó la
espada vieja, decidido a practicar. «Si pretendo blandirla contra alguien, será
mejor que al menos sepa cuánto pesa y esas cosas», pensó. Se dio la vuelta y
lanzó un corte horizontal sin pensarlo demasiado, y luego una estocada que
repitió intentando no adelantar tanto la cabeza. Retrocedió para tomar el
escudo y ajustárselo al brazo izquierdo, y después continuó asestando golpes al
aire, simulando paradas con la madera, atreviéndose a dar algún giro,
entusiasmándose cada vez más. Hasta que empezó a gotear sudor. Fue entonces
cuando se detuvo, no sin sentirse molesto; aquel era un problema que le
afectaba en demasía, y sentía que sin la oportunidad de darse un baño tendría
problemas si sudaba demasiado sus prendas.
Ahora enfadado,
arrojó la espada cerca de su fardo y pateó el suelo. Poco después se sentó
cerca de sus cosas. Casi con resignación, sacó una manzana y comió, mas cuando
bebió de la cantimplora sintió una nueva angustia. Tenía provisiones casi
justas para tres días, pero si por algún motivo su viaje se extendía, lo
pasaría muy mal. Jamás había cazado y no creía que pudiera encontrar agua
potable en los parajes de Pozo Negro ya que todo riachuelo portaba la
inmundicia del Rurine y el Mitgur. Maldijo en su pensamiento a todos aquellos
que arrojaban sus desperdicios al río, pues de no ser por esa costumbre que
perpetraban solo por malicia, aquella región de Rósevart sería un lugar un
tanto mejor.
Ya más calmado,
estiró el brazo para acercarse la espada y trató de acomodarse para limpiarse
el sudor del rostro con la manta que usaba como asiento. Pasó el poco tiempo de
luz restante pensando en sus asuntos, tanto pasados como futuros, y cuando
oscureció se durmió tras largo rato de mantenerse despierto con los ojos
cerrados. Parecía que nunca se acostumbraría a dormir a la intemperie.
Al día siguiente,
tras varias horas de camino solitario y caluroso, encontró un obstáculo. El río
Rurine le bloqueaba el paso con su gran anchura, y no había punto visible por
el que pudiera cruzar. La corriente de las aguas no era muy poderosa, pero
Deinal no estaba dispuesto ni a remojarse los pies en ella. Había demasiada
suciedad en aquel líquido marrón, el fuerte olor del ambiente se lo podía confirmar;
además, si se mojaba las ropas tendría problemas pues debería esperar mucho
para que se pudieran secar.
Trató de pensar una
solución, mas nada se le ocurría ni con el paso de los minutos, por lo que se
frustró. En verdad no conocía bien la región y no había esperado que el río se
le interpusiera, pero ahora sabía bien que su cauce iba más allá de Las
Cucarachas. Alzó la cabeza para mirar al cielo claro, y tras perderse unos
minutos en otros pensamientos un sonido lo despertó. Bajó la mirada de
inmediato y vio lo que parecía ser una piedra caminando. Creyó que era un
artificio mágico hasta que se percató de que la roca tenía patas, y de que no
era un ser inánime sino una tortuga.
La observó primero con desinterés, hasta que
sintió una paz indescriptible al mirarla y no fue capaz de apartar los ojos de
su figura. Tenía las patas verdosas, y llevaba su caparazón gris manchado de
moho hacia dondequiera que pudiera ir. Una rama rota se interpuso en su camino,
pero le pasó por encima; encontró un helecho en su trayectoria, y en lugar de
rodearlo, se adentró sin temor en sus sombras. Nada parecía detener al pequeño
animal, ni siquiera los trozos de hojas y mugre que de sus garras estaban
prendidos. «No se detiene, no le preocupa nada», pensó Deinal mientras sonreía,
admirado. Una admiración que se evaporó cuando la tortuga se metió en el agua
pestilente, provocando una mueca de asco en el rostro del muchacho.
«Yo no voy a
meterme en el río, ni siquiera sé nadar», pensó. «Pero sí que puedo buscar otro
camino». No tardó en ponerse en marcha de nuevo, escogiendo la izquierda para
continuar. Su camino comenzó a desviarse así hacia el sur, y Deinal anduvo con
renovada decisión ignorando que a poco más de una milla a su derecha habría
encontrado un puente; era viejo y estaba hecho de madera, pero le habría
bastado para cruzar.
Ahora su destino
había cambiado, y por dos días más el río Rurine permaneció a su diestra,
aunque a una distancia que mantenía los olores y a los insectos alejados.
Aquellas jornadas se volvían más tortuosas tras cada amanecer, pues a pesar de
la tranquilidad del sucio paraje, una amenaza se volvía a cada paso más real:
la falta de provisiones. Eso desesperanzaba a Deinal, y ya apenas le quedaba
más que un trozo duro de pan y unas gotas de agua, y no había nada alrededor
que pudiera comer o agua de la que pudiera beber. Mas lo peor era aquello que ahora
tenía enfrente: uno de los extensos pantanos sin nombre de Pozo Negro. El cauce
del Rurine moría allí, y su cadáver era el mayor cúmulo de fango que el
muchacho hubiera visto jamás. En cierto modo aquello parecía una criatura muerta,
pues apestaba como si un gigante con indigestión hubiera estado defecando en el
mismo rincón durante años. Y la realidad no estaba muy alejada de eso.
«No puedo cruzar
esa ciénaga», pensó, angustiado. Trató de avistar una senda entre tanto barro,
pero lo único que había eran matojos de hierbas espigadas e infinidad de
charcos. Negó con la cabeza y dio un paso atrás, luego miró los cielos para
orientarse, y después se dio la vuelta. «Mi única opción es seguir por ahí»,
pensó, observando los robles que parecían esperarle a unas cuantas yardas de
distancia. «Si voy por ahí me estaré desviando hacia el este… Pero no tengo
otra opción». Estaba preocupado por el nuevo rumbo que habría de tomar su viaje,
pero más aún por no saber si podría soportarlo. No quiso esperar más, y se puso
en marcha de nuevo.
Caminó pues hacia
el este bajo el Sol implacable, a un paso más lento del que le hubiera gustado llevar.
Los árboles podían concederle algo de sombra para descansar, pero no era
suficiente para detener las gotas de sudor que también huían del temor
atravesando su piel. No podía dejar de sentirse preocupado, y miraba una y otra
vez a su derecha para ver si el pantano dejaba de seguirle y así poder avanzar
de nuevo hacia el sur. Mas durante toda aquella jornada, la ciénaga le impidió
retomar esa dirección.
Ya en la noche,
sentado al pie de un árbol, se resignó a tomar toda el agua que le quedaba. A
pesar de que la saboreó y la tragó despacio, le fue insuficiente y deseó ser
inmune a las enfermedades para poder aprovechar los charcos que tenía cerca; sin
embargo, así fue como se acabaron sus provisiones, pues el pan se lo había
comido durante la tarde. «Al menos ya no tengo que pensar en el asunto de
racionar la comida», pensó, mientras se recostaba contra el árbol. Cerró los
ojos y trató de dormir, mas antes tuvo que combatir contra sus temores, y fue
una dura lucha que se prolongó durante horas.
Al día siguiente
inició la marcha con mucha más presteza de la que había empleado en días
anteriores. No obstante, en este no sería capaz de ir demasiado rápido. Al
menos, durante el mediodía advirtió algo bueno pues el pantano ya no continuaba
extendiéndose a la derecha, y así pudo desviarse hacia el sur. Pero la alegría
se veía opacada por el cansancio, por el dolor creciente de sus piernas y de su
espalda; dolor que alcanzaría también su cabeza con el paso de las horas y el
descenso del Sol. Deinal envidiaba aquella esfera dorada, pues su luz sin duda
bañaba tierras que él anhelaba pisar.
Mas todo lo que sus
pies podían hollar en aquellos instantes era la tierra oscura de la
interminable región de Pozo Negro. Y una vez más, sin haber salido de allí, se
detuvo a descansar. No había visto ni un solo animal aparte de los esquivos
pájaros, y por supuesto no había encontrado agua ni las escasas nubes se habían
dignado a llorar. Trató de reanudar la marcha para ahogar la desesperación bajo
el dolor de su cuerpo, pero tras unas pocas yardas se vio obligado a parar.
Casi cayó a los pies de un roble bastante grueso, y cuando se recobró del golpe
alzó la cabeza. «Espero que esto acabe pronto», pensó. «Hoy no puedo aguantar
más tiempo… Pero se me pasará». Allí mismo se tumbó, y tratando de ignorar sus
dolores, que se aliviaron un poco en aquella posición, descansó.
Temprano en la
mañana, pues no podía soportar quedarse más tiempo quieto, se levantó. El mareo
que sintió no fue buena señal, y ante la desesperanza que siguió a esa
sensación, decidió buscar la espada de su fardo. Contempló esa hoja que no
brillaba pero que aún no había tenido que utilizar, que le recordó los motivos
de su viaje, todo aquello por lo que había comenzado a andar. Recobró cierto
valor, y sin soltar el arma recogió sus cosas y volvió a camino.
No obstante, ahora
parecía que estuviera soñando en lugar de viviendo. Veía borrosos sus
alrededores, todo temblaba y a veces se desequilibraba; tenía que usar los
árboles como apoyo. Tampoco veía las rocas o troncos con los que tropezaba, y en
más de una ocasión cayó al suelo, y le era difícil reincorporarse por mucho que
pensara en sus sueños. «Esto no puede seguir así», pensó, con la cara de un
ebrio desorientado. «Qué pesadilla, ¿cuándo va a acabar?». Mas la respuesta, se
hizo esperar.
Ya en el atardecer,
en una noche tardía que parecía haberse demorado semanas en llegar, Deinal no
podía más. Ni siquiera su mente sentía fuerzas para pensar, todo lo que veía
era un paisaje borroso y negro que solo se mostraba cuando era capaz de
levantar la cabeza, a pesar del dolor de su cuello. Tenía la imagen de sus
débiles pies grabada en el pensamiento, y aunque aun a riesgo de caer alzaba
los ojos de vez en cuando al cielo, ya no sabía por qué dirección iba. «No
puedo más», pensó una y otra vez; rememoró el encuentro con el elfo, «ya
podrías haberme ayudado». «Estoy acabado, este es el fin». Reseco, dolorido y
agotado, se dejó caer de rodillas con la espada aferrada aún. Sin embargo,
durante la trayectoria de sus ojos creyó distinguir algo más, algo que no era fruto
de la naturaleza. Dejó pasar unos minutos antes de ser capaz de alzar la cabeza
de nuevo, y cuando lo consiguió, tuvo que aguardar unos segundos hasta que pudo
ver con cierta claridad. Y así la vio: la muralla de una aldea de elfos; el
final de su viaje estaba cerca ya, pero el de su consciencia se apresuró a
ocultar bajo un velo negro una imagen con la que Deinal no tuvo tiempo de
regocijarse.
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