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Hay un lugar en el Norte - Prólogo




   La silueta de una rosa dibujada en el norte de Árelros marcaba los márgenes de un reino llamado Rósevart, la Rosa Blanca, nombrado así por la longitud de sus fríos inviernos que lo teñían de nieve durante la mayor parte del año. Sus fronteras habían sido dispuestas de modo que imitaban la figura de una rosa por deseo de la familia real, cuya descendencia siempre había amado aquella flor por su hermosura. La habían tomado además como escudo real y blasón, pintando en cada pétalo del emblema una gesta familiar sobre un fondo claro de color semejante al de los viejos pergaminos. Generación tras generación se pintaban imágenes nuevas en el gran tapiz que parecía flotar tras el trono del soberano en la capital. El hallazgo de armas legendarias, batallas contra criaturas nacidas del terror, grandes conquistas, importantes adelantos. Era una gloriosa historia contada en los pétalos de una flor, que aún poseía unas pocas páginas vacías aguardando a que el hombre que hoy ocupada el asiento real hiciera alguna cosa digna de tal honor.

   Pero el reino aún era joven, y había visto pocas cosas en verdad. Desde su fundación, mil doscientos treinta y siete años habían pasado; poco más de doce siglos desde que se instalaron allí los humanos. Llegaron desde el misterioso este de Árelros, y comenzaron a levantar sus hogares en unas tierras salvajes que no les fue sencillo dominar. Al principio batallaron contra todo tipo de criaturas, algunas mitológicas como los dragones, los minotauros y los grifos, según se dice. Después hubo incontables escaramuzas contra el pueblo de los orcos, mas de algún modo los humanos salieron victoriosos. Las gentes de los enanos se presentaron ante ellos para hacer negocios, las de los elfos para advertirles que tuvieran cuidado con todo aquello que siempre había estado allí. De los únicos que no supieron mucho, aunque sí padecieron su presencia, fue de los elfos oscuros, que asesinaban sin ningún miramiento a quien osara acercarse a sus moradas, y rara vez eran advertidos en sus escaramuzas, aunque siempre eran temidos. Los rincones donde habitaban se convirtieron en prohibidos.
   De esta manera, los humanos hicieron enemigos y aliados, aunque algunos se lograron solo mediante tratados. Y no fue hasta pasados unos veinte años cuando pudieron instalarse en aquella parte de Árelros con tranquilidad, y así comenzaron a edificar ciudades en las que asentarse. Llamaron Rósevart a sus nuevas tierras, y quien se alzó como primer regente fue un hombre de gran y valiente corazón: Érumar Piel de Oso, y se lo llamaba así por vestir siempre las pieles de aquel animal, ya fuera en la guerra o en la paz. Él fue el principal impulsor de todo cambio, quien guió a los demás hasta aquellas tierras y luchó siempre en el frente por ellas. Fue quien más se preocupó por sus congéneres, quien trató de establecer las relaciones más razonables con las razas vecinas. Fue el primer rey, y adoptó el apellido Rosanco en honor a las rosas que con su belleza adornaban la mayor extensión del reino, coloreándolo de blanco, de rosado, de rojo e incluso de violeta.
   Y cuando Rósevart estuvo asentado y su capital Rhodea construida en mitad del reino, Érumar y su familia, también sus vecinos y todos los humanos de todas las aldeas, por fin se sintieron orgullosos. Con el tiempo, fueron los descendientes de Érumar quienes dieron a Rósevart su tan peculiar forma, mas siempre desearon hacerlo en honor al primer rey. Su coste fue el inicio de más batallas y la extensión de algunos tratados. Pero tras el sufrimiento y los grandes esfuerzos, al fin las fronteras quedaron marcadas como una rosa en el norte del mapa de Árelros, como una corona embelleciendo una colosal cabeza de piedra. Fueron los ojos del rey Tómul los primeros en ver tal gesta realizada, y fue el año seiscientos ochenta y nueve el que se marcó como el inicio de esa nueva era.
   Así, por fin se establecieron las fronteras que perdurarían por tanto tiempo. Los elfos, cuyas casas se alzaban en los hermosos y siempre vivos bosques del oeste, estuvieron conformes; los enanos, que habitaban en los altos salones de las Montañas Ardientes, al sur, obtuvieron grandes beneficios; a los elfos oscuros nunca se les dijo nada, y ninguno de ellos se pronunció a pesar de que parte de sus hogares en el bosque de Adglamad pertenecían ahora al sureste de Rósevart; al este había tierras yermas que no alentaban los corazones de nadie, pero más allá, algún día se alzaría el reino de Summyr; y en los estrechos y helados valles del norte que conducían al indómito mar, comenzaron a aparecer algún día los medianos, y se asentaron sin crear problemas pues siempre llevaban sus vidas en paz. Los orcos aún no se habían alejado del reino, pero ya no atacaban a sus gentes e iban y venían con libertad por las tierras del sur y el norte, siempre lejos de las aldeas.

   No obstante, si varios siglos después el rey Érumar hubiera levantado la cabeza solo para ver cómo iban las cosas, habría lamentado conocer en qué se había convertido el reino que con tanto esfuerzo había forjado. Torualdo era el más reciente soberano de Rósevart; un hombre honorable, pero no bajo el auténtico significado de la palabra honor, aunque para él y su familia, lacayos y «amistades», sí era una persona honorable a más no poder; noble, sabio y de sobrada honradez, con un sentido de la justicia que nunca nadie habría esperado ver. Sin embargo, aquellos calificativos cargados de bondad no eran prendas que Torualdo en verdad pudiera llevar, a pesar de que quienes lo rodeaban lo vistieran con ellas. Mejor que todos ellos sabía el pueblo cómo en realidad era: desconsiderado, egoísta, codicioso, de poco ofrecer y demasiado tomar, de yantar hasta el hartazgo en tierras de hambrientos sirvientes y trabajadores, culto cual piara de cerdos que en sus desechos se regocijan. Así era como bien se podría describir a aquel rey, amante del oro y de las joyas y de agrandar su cinturón, un desvergonzado que en su cincuentena había presentado a más de siete reinas, ofreciéndoles inmerecido honor por lujurioso capricho y placer.  
    Pero Torualdo no había sido el único rey de aptitudes tan poco fiables, aunque las poseyera en mayor gravedad que nadie que alguna vez hubiera ostentado su título. Antes que él, su padre Ponfacius II se había dedicado más al ocio que al buen gobernar, mostrándole maneras que poco más tarde comenzaría a imitar. Pero había sido su abuelo, Ponfacius I, el deshonroso precursor de tanta holgazanería y pillería con respecto al reino, aunque para Torualdo era un héroe soberano, fundador de beneficiosas leyes que a todos traerían paz, eslabón más brillante del linaje de los Rosanco, como se seguía conociendo a su estirpe familiar, a pesar de que él no procediera directamente de Érumar.
   En cualquier caso, Torualdo se enorgullecía de perpetrar las leyes de sus dos antepasados más recientes y de, cómo no, añadir otras que enriquecían la cultura de su reino. O al menos enriquecían a las nueve principales ciudades, como mínimo a los castillos de los condes y sus alrededores; al fin y al cabo, solo ellos eran los descendientes del legendario Érumar, y por tanto, los únicos merecedores de las bondades del reino de Rósevart.

   Este poseía una clara división entre nobles y trabajadores. Mientras los primeros hacían todo aquello que les venía en gana, los segundos agachaban la mirada y trabajaban, pues carecían de poder. El temor a perder sus vidas, por míseras que fueran, era más que suficiente para acallar cualquier mala palabra. Y aquello que les provocaba miedo eran las consecuencias: las consecuencias que obtendrían si hacían una u otra cosa. Con el tiempo, las leyes se habían torcido sin que nadie lo percibiera, y ahora eran como los barrotes de una jaula de espinos que no permitía vislumbrar nada más allá de lo que estaba marcado: una celda siempre amenazante, no protectora.
   El reino de Rósevart estaba compuesto por diez regiones de las cuales solo una no tenía capital en el presente, y en cada una había también muchas villas e innumerables aldeas pequeñas. El destino de las villas y aldeas consistía en engordar a los habitantes de las capitales, al menos a los que no trabajaban: los nobles. La libertad de cada asentamiento era menor según su extensión, de modo que en los pueblos más desfavorecidos un aldeano era incapaz de siquiera dirigirle la palabra a un guardia. Estos guardias, a su vez, eran poco más que marionetas de la nobleza; su labor era asegurarse de que se cumpliesen los trabajos y desfogaban sus frustraciones con aquellos que no se podían defender, sin importarles que estas personas ya sufrieron el agotamiento de las tareas a las que eran forzadas. Las injusticias que sufrían los más humildes eran incontables, mas no así eran sus fortunas. Debían entregarlo casi todo para poder sobrevivir, y esa supervivencia carecía de los más ínfimos lujos, pero era la única forma de vida que se podían permitir. Tener cuatro paredes y un techo ya era una cosa que no todos podían decir.

   Quien sí poseía lujos, y muchos, era el rey Torualdo. Su residencia estaba ubicada, cómo no, en el gran palacio real de Rhodea, la capital de Rósevart desde sus primeros años, desde que no era más que un asentamiento de casas de madera. La ciudad estaba ubicada en la región de Cristaris, en mitad de un llano plagado de rosas al que rodeaban las Montañas de la Corona, y ocupaba casi toda la explanada con su blanca superficie de piedra. Varios riachuelos y el río Irglas pasaban cerca y la abastecían de agua, y en las faldas pedregosas de los montes exteriores había bosquejos y cuevas donde se podía cazar.
   Los caminos que acababan en Rhodea se contaban por cinco, y por ellos circulaban carretas de comercio casi a diario y también vigilaban los soldados del reino. Estos caminos, que llevaban nombres de distintos sentimientos (Ira, Alborozo, Sosiego, Pena y Orgullo), estaban decorados con árboles plantados por el ser humano y arbustos de rosas cuyas flores estaba prohibido tocar bajo pena de muerte, y serpenteaban con suaves ondulaciones hasta perderse más allá de las estribaciones de las montañas, rumbo a las otras grandes capitales. Las sendas que llevaban a los asentamientos menores eran menos importantes, aunque solían estar unidas a los Cinco Caminos.

   Por esos Cinco Caminos reales llegaban en aquel día carretas que transportaban a personajes muy importantes. Los ocho condes de las capitales se dirigían a Rhodea para celebrar el cumpleaños del rey Torualdo, y estaban obligados a asistir bajo la amenaza de ser despojados de sus títulos nobiliarios y que se les arrojase a la esclavitud. Por esa misma razón, estos nobles señores azotaban a sus propios esclavos para que se dieran más prisa, y de esta manera los carros que los llevaban avanzaban a gran velocidad a pesar de todo lo que cargaban. Era veinticuatro de agosto, un día festivo y de algarabías para todo el país, pues solo se consideraban habitantes de Rósevart a aquellos que vivían bajo el nombre de la nobleza; a los demás no se los consideraba iguales a las personas, y por tanto debían seguir trabajando.
   Pronto, los ocho condes y sus condesas (quienes, en su mayoría, cumplían un papel de esclava favorita) estuvieron reunidos en un mismo salón junto a Torualdo y las gentes que le hacían compañía; este lugar era el extenso comedor del palacio. El rey estaba ansioso por recibir sus regalos, y no permitiría que se sirviera almuerzo alguno hasta que hubiera abierto todos los presentes que le debían ser entregados, por eso la gran mesa estaba cubierta de platos vacíos que resplandecían bajo la luz de los muchos candelabros. Torualdo, desde uno de los extremos de la blanca mesa, apresuró a los condes en la entrega de presentes, y fue Erico Arvensi el primero en levantarse para hacer una ofrenda. Se arrodilló ante su soberano, costumbre que detestaba perpetrar, y dijo:
   —He aquí mi presente, escogido con suma delicadeza. ¡Traedlo, imbéciles! —exclamó, dirigiéndose a los pajes que habían venido con él. Estos escoltaban a un niño de corta edad—. Un tierno infante de tez pálida y ojos azules. ¡Mire qué cabellos, tan lisos y dorados! Oh, ¡y aún conserva su pureza! Es toda para usted. 
   —Hm, hm —dijo Torualdo, observando al niño—. No, no es a los niños a quienes me gusta meter en mi lecho, ¡pero bueno! Servirá bien de esclavo, o se lo venderé a alguien. ¿A quién le podría interesar…?
   —Por favor, mi soberano, no digáis eso, os lo ruego —dijo Erico, observándolo con apuro—. Sabéis de sobra cuánto desearía tenerlo entre mis posesiones. ¡Os lo compro! ¡No os neguéis a mi petición!
   —¡No! —dijo entonces el niño, llorando—. ¡Prefiero ser esclavo y trabajar!
   El conde Erico se levantó como una centella y abofeteó al pequeño repetidas veces, luego se apresuró a limpiarse la mano.
   —¿Cómo te atreves a alzar la voz en el Palacio Real? —le espetó.
   —¡Dale más! ¡Tortúralo! ¡Usa mi vara! ¡Que lo ahorquen! —gritaron los otros condes.
   —¡No, no! La manera más favorable de corregir esta conducta rebelde es dejándolo bajo mi tutela —dijo Erico—. ¿Qué os parecen, mi señor, dos millones de monedas de oro?
   —¡Oh, excelente! —exclamó Torualdo, levantándose de golpe. Aunque el esfuerzo lo dejó sin aire y tuvo que sentarse de inmediato—. Si tenéis tal cantidad aquí y ahora, podemos hacer el intercambio.
   El conde Erico miró a otro de sus pajes y este le entregó un pequeño cofre, y a su vez el conde se lo llevó al rey. Torualdo lo abrió y observó todo el oro, aunque no contó las pequeñas monedas que se usaban en Rósevart, y quedó realmente satisfecho con su trato, creyéndose el más astuto negociador de todos los tiempos.

   —Señor mío —dijo entonces Ularcio Blarco, conde de Rósbel, la ciudad más al oeste del reino. Llevaba más de un anillo en cada dedo de su mano, y no podía saberse cuántos colgantes de oro y plata pendían de su cuello—. Mi presente es más valioso aún que dos millones de monedas de oro. Se trata de una brillante colección de diamantes del tamaño de un puño, extraídos de las Montañas de la Fuente.
   —¿Sí? ¿Tenéis diamantes para mí? ¡Me encantan los diamantes! —dijo Torualdo, aplaudiendo—. Pero decidme, ¿murieron muchas personas mientras los recogían?
   —Oh sí, muchas murieron. Y a muchas mandé asesinar por intentar guardarse un diamante —dijo Ularcio.
   —¡Fantástico! ¿Dónde están pues esos diamantes?
   —Aguardan fuera, sobre las espaldas de los mismos hombres que los extrajeron. Y no los depositaran sobre el suelo hasta que vos lo ordenéis —dijo el conde de Rósbel.
   —Muy bien, pero no voy a permitir que esos sucios hombrezuelos entren a mi palacio. Que se queden ahí hasta que terminemos con nuestro festín, pues no deseo salir del comedor todavía —dijo Torualdo.
   —Así será, tal como había previsto, alteza. Y serán azotados y apaleados si osan doblar sus piernas para descansar; muertos si dejan caer un solo diamante.
   —Bien, ¡bien! Me gusta como piensas, Ularcito. Podrás beber todo el vino que desees. —El conde Ularcio sonrió, pero en su pensamiento maldijo que se lo llamara así.

   Regresó a su asiento y entonces se puso en pie Tórpal Densen con toda su altura y corpulencia; era el único aficionado a la guerra de entre los condes, y gobernaba en Merena. Le obsesionaba, sin embargo, tener una colección de esclavos de todas las razas, y era conocido por atacar a pueblos que no pertenecieran a los humanos, y por enviar soldados a los lugares más recónditos. Se aproximó al rey junto a una persona oculta bajo varias telas y escoltada por dos de sus propios guerreros, quienes sostenían las cadenas que le aprisionaban brazos y piernas.
   —¡Una esclava! ¡Me habéis traído una esclava! ¿No es así? —dijo Torualdo, emocionado aunque también decepcionado por recibir un regalo tan frecuente para él.
   —Así es, soberano mío. Mas no se trata de una esclava cualquiera. Permitid que mis hombres la despojen de su velo —dijo Tórpal.
   —Sí, que la desnuden. ¡Adoro ver mujeres desnudas! —dijo el rey.
   Los guardias del conde le arrancaron las ropas a aquella mujer, y Torualdo quedó en verdad impresionado, boquiabierto y paralizado como si se hubiera convertido en piedra. Aunque uno de sus miembros sí que había adquirido tal dureza con la visión que tenía enfrente.  
   —No se trata de una esclava cualquiera, sino de una exótica, de una hermosa elfa oscura. Observad su negra piel, sus cabellos blancos —dijo Tórpal, provocando exclamaciones de asombro entre todos los presentes—. Fue capturada tras enviar cientos, miles de soldados al bosque de Adglamad. Y la mayoría murieron, pero al fin logramos hacernos con este ejemplar y al mismo tiempo evitar que nos atacaran. Fue una labor ardua, pero gracias a…
    —No me interesan los detalles —dijo Torualdo—. ¡Quiero poseerla ya! Y cancelaría esta celebración si no fuera porque espero con ansias el resto de regalos. —Sin embargo, hizo un esfuerzo y se levantó de su asiento, dirigiéndose hacia la elfa oscura, a la que contempló con enfermizo deseo. Está torció la cabeza a un lado cuando el rey de Rósevart comenzó a tocarla de arriba abajo, hasta que no pudo soportarlo.
   Rumo’usk, skar dharskrar koubrdar —dijo, sobresaltando al rey, que se apartó unos pasos.
   —¡Oh, ¿pero cómo se atreve?! ¿No hay nadie aquí que hable el idioma de esta furcia? —dijo Torualdo. Nadie contestó, pero al rey no le importó pues estaba de buen humor—. ¡Qué más da, tanto mejor si no la entiendo! Pensaré que siempre está diciendo cosas complacientes, o no, según me venga en gana.

   Sin embargo, la elfa oscura comenzó a revolverse y a los guardias que la sostenían se les complicó la tarea de sujetarla. Torualdo no tardó en retroceder aún más, asustado.
   —¡Que alguien la golpee en la cabeza, va a estropear los festejos! —exclamó.
   —¡Mi señor! —dijo entonces Úregor Adisán, conde de Harboro, poniéndose en pie. Tenía una extraña sonrisa en la cara de vello castaño, y una expresión retorcida en el resto del rostro—. Dejad que yo ponga en vuestras manos la solución a esta vicisitud. Pues mi presente calmará a esa criatura. Tomad. —Se acercó a Torualdo y le tendió un lienzo blanco. El rey lo apartó y descubrió una espada delgada envainada en una funda blanca decorada con piedras preciosas.
   —¿Queréis que la mate? ¡No voy a hacerle eso, no todavía! —dijo Torualdo, angustiado.
   —No, no será necesario matarla, alteza —dijo Úregor—. Esta espada posee una cualidad excepcional. Probad a hacerle una sola herida, y veréis que quedará inmóvil durante un buen rato. Podrá ver, podrá sentir, pero no será capaz de mover ni uno solo de sus miembros. ¡Es un arma mágica, y solo para usted, por ser su cumpleaños número…
   —¡Cállate! Eso no debe saberse, pero me gusta lo que dices sobre esta espada —dijo, desenvainándola—. Voy a probarla pues, me inquieta que se mueva tanto.
   —Adelante, mi rey. Mas procurad no herirla de muerte —dijo Úregor con una reverencia.
   Torualdo se acercó a la elfa oscura, que lo miró con fiereza, y le asestó un tajo desmedido que le provoco una profunda herida en uno de los hombros. La mujer habría gritado, pero en cuanto la resplandeciente hoja de metal rasgó su piel, se vio incapaz de controlar ni uno solo de sus músculos, y de súbito fue como si se hubiera convertido en una muñeca de trapo. Los guardias que la sostenían la dejaron caer.
   —¡Esto es maravilloso! —dijo Torualdo, acercándose a la elfa oscura. Primero la tocó usando la punta de un pie, luego se atrevió a levantarle la cabeza con una mano y después la pisoteó y manoseó mientras reía y celebraba.
   —Su excelencia, aunque esta elfa no pueda gritar ni moverse, es posible que muera por la profundidad de la herida —dijo Úregor—. ¡Mirad! Sangra como un miserable esclavo tras la caída de la guillotina.
   —¡Oh no, es cierto! —dijo Torualdo, ahora alarmado—. Deprisa, sirvientes míos. Llevadla a un rincón de la sala y después procuradle sanación. ¡Cerradle esa herida u os ahorcaré a todos con mis propias manos!
   Los siervos de Torualdo se apresuraron a cumplir la orden del rey, y llevaron a la elfa oscura a un rincón de la estancia, dejándola allí tirada en el suelo, y luego corrieron en busca de algún sanador. La desgraciada mujer solo podía ser espectadora de todas aquellas humillaciones, pero no podía hacer nada, no podría escapar de la nueva vida de vejaciones que esperaba por ella.

   —Señor mío, oh gran Torualdo —dijo entonces el conde de Álcror, Abanto Artaban, el más viejo de todos ellos—. Olvide este amargo trago en tan cándida velada con las viandas que os ofrezco. Os he traído, además de las carnes que se servirán en el banquete, los más exquisitos dulces que en mi ciudad se pueden elaborar.
   —¿Dulces? ¿Solo dulces? —dijo Torualdo, muy decepcionado. Ya estaba pensando en cómo ejecutar a Abanto.
   —¡Así es! ¡Una tonelada de dulces de distintos sabores! De nata, hojaldre, crema de frutas, excelentísimo chocolate; algunos rellenos de almendras, otros de nueces… Y muchos más; no empeorarán con el paso del tiempo, déjeme decirle.
   —¿Qué? Esto cambia un poco la idea que tenía de ti. ¿Dónde están esos dulces? —dijo Torualdo—. Quiero probar uno, aunque no los voy a compartir.
   —Ya están en las despensas reales. Y hace bien en no desear compartirlos, pues para elaborarlos tuvimos que emplear muchos ingredientes, y no pudimos alimentar a la bazofia obrera durante algunas semanas. ¡Algunos murieron de hambre! Fijaos, alteza, qué endeble escoria nos rodea —dijo Abanto, disgustado. Luego levantó una caja que había dejado al lado de su asiento—. Mas eso no importa ahora, probad uno de estos manjares que yo mismo os ofrezco.
   Torualdo se acercó apresurado y abrió la caja sin cuidado, tomando no solo uno, sino tres de aquellos dulces. Se llenó la boca y masticó tal como lo haría una vaca hambrienta, pero poniendo los ojos en blanco y dejando escapar vulgares gruñidos y expresiones de deleite.  
   —¡Una delicia, sin duda! Quedáis perdonado —dijo Torualdo con la boca llena, limpiándose las manos en los hombros de Abanto. «¿Perdonado de qué?», pensó el conde, ocultando una expresión de asombro.

   Entonces se puso en pie Bordo Boso, el conde de Árnigra. Sentía desconsuelo por que Torualdo no le permitiría probar aquellos manjares, pues su figura era tan o más ancha que la del rey, aunque menos cabellos poblaban su cabeza rubia. Alentado por el hambre, se decidió a ofrecer su presente.
   —Ay, mi querido Torualdo —dijo, provocando que el disgusto asomara en el rostro del rey al escuchar ese tono de voz—. Ver estas delicias tan dulces me ha hecho desear entregaros mi regalo. ¡Traédmelo, esclavas mías!
   A su mandato, cuatro soldados varones de Árnigra entraron en la sala, y sorprendieron a la mayoría de presentes por sus atuendos, pues apenas llevaban más que unas correas negras que ocultaban lo justo para no escandalizar más a huéspedes e invitados. Semejantes vestimentas portaban los dos a quienes escoltaban, aunque sus correas eran blancas y tenían collares con cadenas apretándoles los cuellos. Eran fornidos y no tenían ni rastro de vello en todo el cuerpo, tal y como prefería Bordo Boso.
   —¡Oh, oh! —exclamó este, relamiéndose y frotándose las manos (y de paso, evitando frotarse otra parte del cuerpo)—. Aquí viene mi mayor esfuerzo, señor mío, Torualdo. Pues no los he tocado para que seáis vos el primero en hacerlo. —Era mentira.
   —¡Bordo Boso, atrevido! En todos mis cumpleaños te digo que los hombres no me gustan, y tú siempre me traes uno o dos. ¿Qué voy a hacer con estos esclavos extravagantes? —dijo Torualdo, molesto. La razón por la que no mandaba a ejecutar a Bordo era que compartía parentesco familiar con él, pues era hijo de uno de sus tíos. Y además, contaba historias muy graciosas durante las cenas; en realidad, esta era la razón más importante para mantenerlo con vida.
   —¡Bueno, todo tiene su arreglo, querido primo y rey! —dijo Bordo, tratando de solucionar el descontento de Torualdo—. Pues observaréis ahora que también saben hacer trucos mágicos. Nada más y nada menos que tragar espadas. —Los esclavos se miraron de reojo, atemorizados. Bordo Boso dejó escapar una risilla—. ¡Demostradlo! Esclavas, dadles vuestras espadas. Y que sean las de metal, que no estamos en casa, pilluelos.
   Los soldados no dudaron en cumplir su orden y entregaron dos espadas a los hombres ofrecidos a Torualdo como regalo; los otros dos soldados los amenazaron por la espalda con sus propias armas. Aquellos desgraciados no habían tragado nunca un objeto tan peligroso, pero ante las miradas y amenazas, el miedo y la frustración, fueron empujados a hacerlo sin la destreza de quienes poseían ese don. El resultado fue desastroso, sangriento y grotesco al mismo tiempo, agónico para los que sufrieron la muerte lenta que, al menos, les liberó de su prisión tras el indescriptible dolor y los gorgoteos de auxilio. Bordo Boso lamentó la pérdida de tan hermosos esclavos, el resto de presentes estaba asombrado, pero Torualdo reía y aplaudía, dando saltitos de emoción.
   —¡Me ha encantado, nunca había visto algo así! A partir de ahora, quiero verlo todas las semanas en mi palacio. ¡Bravo! —exclamó, regresando a su asiento por el esfuerzo realizado—. Pero rápido, ¡que alguien limpie toda esa sangre ahora! —les dijo a los sirvientes que había allí—. Tirad los cadáveres por ahí, en el distrito de los mendigos o al río. ¡No quiero saberlo!
   —Permitid que yo también tome asiento, querido Torualdo —dijo Bordo—. Me ha fatigado ver estas muertes… y solo espero que el almuerzo empiece pronto, para reponerme de… tantas emociones. —Quería decir disgustos, pero contuvo esa palabra.

   El conde de Faraza, Letrin Estulto, sintió prisa por ofrecerle su regalo el rey, así que se levantó de inmediato y habló con prisa, acariciándose con inquietud el gran bigote que adornaba (si esto era posible) su cara.
   —Rey Torualdo, magnífico soberano. Mi presente se halla también en el exterior del castillo, sostenido por muchos de mis hombres. Les he ordenado que no permitan que toque el suelo hasta que vuesa merced les dé la orden de entrar —dijo.
   —¿Y qué es? ¿Qué es eso que portan? —preguntó el rey, sintiéndose curioso.
   —Una estatua de oro echa a vuestra imagen, para que todos puedan admirar la magnificencia de vuestra figura —dijo, con una reverencia—. ¿Deseáis verla en este momento?
   —Diría que sí, pero tengo hambre. ¡Que esperen! —dijo el rey—. Con el estómago lleno seguro que me parecerá más brillante.
   —Es brillante con estómago lleno o vacío —dijo el conde Letrin, provocando cierto descontento en Torualdo—. A su superficie de oro la decora el brillo de centenares de pequeños diamantes, y tiene rubíes, zafiros, esmeraldas y otras piedras preciosas incrustadas. Sin duda será de vuestro agrado.
   —Si será de mi agrado o no, ¡solo lo diré yo! —exclamó Torualdo, molestándose—. ¡Que sirvan ya la comida, me ruge el estómago!
   —Aguardad, señor mío —dijo Sosco Orate, conde de Trénguel. Era un hombre delgado y pálido, de rostro demacrado y grandes ojeras, pero sonriente. Muy sonriente. A Letrin de Faraza no le agradó que le interrumpiera—. He estado aguardando a posta hasta el final para ofreceros mi regalo. Dicen que lo mejor se reserva para el final, ¿verdad? Oh, sí.
   —¿Y qué es eso que dices que es lo mejor? —preguntó Torualdo.
   —Algo nuevo, nuevo y delicioso. Hará que olvidemos todas las vicisitudes, ¡solo habrá alegría! Se trata de una drog… un elixir fabricado por mis amigos, mis buenos amigos alquimistas. Qué sabios son, sí. Y han hecho un trabajo excelente. ¿Queréis ver cómo funciona?
   Torualdo hizo un gesto vago como aprobación, y Sosco mandó a uno de sus hombres a que se acercara.
   —Ved, señor Torualdo, que a este hombre le falta un brazo y la mano de la otra extremidad. Contemplad las cicatrices de su rostro, lo delgado de su estómago… Yo mismo me encargué de este trabajo. Buena obra. Ahora, ¡bebe! —le dijo a ese hombre, tendiéndole un frasquito rosa. Pero sin manos, no pudo tomarlo—. ¡Oh, es cierto! ¿Cómo vas a tomar esta botella si no tienes manos? —se oyeron muchas risas de los condes—. Que alguien se lo dé para beber, yo no lo voy a tocar. Cosas malas han pasado por esa boca.
   Otro de los siervos de Sosco se acercó deprisa y le dio de beber al tullido. Este echó la cabeza para atrás después del primer trago, y acto seguido el rostro le cambió de color.
   —Dime, esclavo mío. ¿Cómo te sientes? ¿Cómo te encuentras? —le preguntó el conde Sosco.
   —¿Cómo me siento? ¡De maravilla, podría decir! ¡Qué lugar tan hermoso, qué felices compañías! —exclamó, sonriendo—. Me pondría a cantaros una canción a todos si así lo permitierais.
   —Sí, canta, sí. Si Torualdo lo consiente, claro. Pero el rey Torualdo es justo y bueno —dijo Sosco.
   —Eso, que cante —dijo Torualdo—. Pero que sirvan la comida mientras tanto, ¡deprisa! Y tú, Sosquito mío, tráeme una de esas botellas, porque espero que sean muchas. ¡Quiero probar tu maravilloso droglixir!
   —Sí, son muchas mi señor. Yo soy siempre soy generoso, en los regalos y en los castigos —dijo Sosco Orate, sonriendo.

   A una orden suya, sus sirvientes comenzaron a sacar cajas de aquella misteriosa droga que en Trénguel era llamada escufeno, y Torualdo pronto comprobó sus efectos, y enseguida creyó que era la bebida más deliciosa que nunca hubiera probado. De pronto estuvo de tan buen humor que decidió compartir el elixir con los demás condes, y así la algarabía se extendió por todo el comedor, pues la droga llegó incluso a bocas de algunos sirvientes y guardias. Y mientras las voces eran más sonoras y las ideas caprichosas de cada cual se convertían en actos, la comida iba y venía y el siervo de Sosco cantaba, bailoteando sobre la mesa:

                                             ¡Qué alegría estar en un sitio así!
¡Todo brilla, todo es dulce,
todo es hermoso alrededor de mí!
Ni por todo el oro de este mundo
cambiaría vivir aquí,
mi casa, mi lugar, el sitio en el que…

   Su canción fue interrumpida por una puñalada en la espalda. Había cantado demasiado, perturbaba el jolgorio con sus palabras. 

   Pero Torualdo ignoraba todo aquello que sucedía en el exterior de su lujoso palacio. Y reía arrastrado por un frenesí incontenible, y daba rienda suelta a la gula y la lujuria, despreocupado mientras fuera del castillo los esclavos se rompían la espalda para sostener los diamantes y su estatua de joyas, mientras en otras aldeas la gente moría de hambre o lloraba de pena, mientras, en algún lugar remoto y sucio, nacía la amenaza que haría irrepetible su fiesta.


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