Podía
verlo con claridad a pesar de la distancia que los separaba. Allá, a lo lejos,
se encontraba Braelén, de pie y de espaldas a ella. Incluso en la lejanía, y
aunque estuviera rodeado por una multitud, podría distinguirle. Echó a correr a
través del cenagal para alcanzarlo, el rápido chapoteo de sus pies al pisar la
húmeda superficie era el único sonido, el gris y el negro eran los únicos
colores. De pronto, una niña se interpuso, una náelmar muy joven y de baja
estatura, con la mirada clavada en el suelo. Araenla se detuvo unos segundos,
hasta que miró a Braelén por encima de la cabeza de la muchacha y decidió
continuar; entonces la niña alzó la mirada. Unos ojos tan vacíos como el fondo
de un pozo en la oscuridad se clavaron en el rostro de Araenla, una cara
inexpresiva paralizó por completo sus piernas; ella no podía dejar de
observarla, sintiendo una mezcla de horror, odio y pena. Pero quería alcanzar a
Braelén, era lo único que deseaba y luchó por ello. Se revolvió cuanto pudo e
ignoró a la horrenda muchacha, y así logró reanudar su carrera, no sin borrar
el espanto de su cara, que aumentó cuando apareció un nuevo y más inquietante horror.
Decenas de brazos en putrefacción comenzaron a emerger de la tierra,
balanceándose de un lado a otro, tanteando el aire en busca de algo mientras
emitían sonidos similares a graves quejidos, a lamentos. Araenla los evitó
cuanto pudo sin perder a Braelén de vista, pero eran cada vez más, y pronto se
vio atrapada pues de alguna manera podían desplazarse a través de la tierra. La
acorralaron y la sujetaron, la forzaron a caer de bruces al suelo y usaron sus
enfangadas manos para tocar todo su cuerpo, para seguir tirando de ella como si
trataran de hacerla atravesar el barro. Lo más extraño era que la náelmar no
gritaba, estaba asustada, mas no sentía ánimos de hacerlo.
Ya
estaba cubierta por cientos de brazos que se revolvían como pálidos gusanos
gigantes sobre ella, cuando algo descendió de un cielo brumoso. Una criatura
alada, que resplandecía con un halo dorado, voló rauda hasta ella y ahuyentó a
las insistentes manos, dejándola en libertad. Araenla contempló a aquel ser, mas
no se sintió tranquila. No era de ninguna raza que conociera aunque tenía una
figura similar a la suya, cubierta por extrañas ropas de color blanco, oro y
plateado, y una máscara hermosa en el rostro que representaba una apacible cara
sonriente. Entonces el ser la tomó en brazos y agitó sus cuatro alas, de color
oro también, y juntos se elevaron en el aire, dejando atrás el suelo con una rapidez
fuera de lo normal. Araenla solo pensó en Braelén, lo buscó con la mirada y
pudo distinguirlo, diminuto como una piedrecilla, y se espantó. Entonces sí
gritó pues se estaba alejando cada vez más de él, cada vez más, hasta que se
perdió entre las neblinosas y frías nubes, más allá de lo que ella misma
conocía. Y volvió a gritar agitando los brazos, desesperada por un verdadero
horror.
No era
la primera vez que despertaba de aquella manera, incluso desde tan temprano ya podía
sentirse atormentada por oscuras pesadillas como la que acababa de tener. Respiró
con brusquedad, una expresión de horror torcía su sudoroso rostro. Aún no había
amanecido, pero ya no podría volver a dormirse, lo que acentuaría la oscura
marca que ensombrecía su ojo derecho, el único que podía verse en su cara. Se
quedó tumbada en la cama, pensando, rememorando imágenes de Braelén para evitar
recordar la pesadilla e intentar calmarse.
Se incorporó
muchos minutos después y fue con pasos torpes hacia la mesa donde guardaba
cosas de su amigo, tomó la fruta que había colocado allí el día anterior y la
llevó consigo al colchón, donde la abrazó e intentó dormitar, para descansar un
poco más antes que diera comienzo un nuevo día, un nuevo grupo de horas vacías
que solo alimentarían su desesperación.
Horas
más tarde, la luz de Eierel comenzó a bañar aquella parte del mundo, pero no el
interior de la casa de Araenla. Nunca abría las portezuelas de sus pequeñas
ventanas, ni siquiera apartaba las cortinas aunque a veces se arriesgaba a
subir un poco el cristal. Solo un minúsculo punto de luz se colaba por debajo
del pórtico principal, aunque la náelmar cubría también aquella hendedura con
trapos viejos; sin embargo, no era suficiente luminosidad para desvelar nada,
aunque sí para molestar a la muchacha, que intentó apagar más aquel pequeño
brillo.
Suspiró
con amargura, otra jornada más en la que tendría que hacer frente a tantas
cosas que despreciaba, más horas en las que pasaría el tiempo pensando en lo
mismo, hasta que le doliera la cabeza otra vez, como casi siempre le sucedía. Fue
despacio hacia la habitación de aseo, que no usaba a diario, y llenó despacio la
tina para darse un baño sin encender vela alguna. Se demoró largo rato pues no
le apetecía en absoluto salir, aunque debía, y pensar en Braelén la apremiaba en
cierto modo, aunque también la frustraba.
Aquel
pensamiento fue lo que hizo que se decidiera a salir al fin tras tomar unas
ropas diferentes aunque igual de negras que las del día anterior, y afrontar
con otro suspiro uno de los momentos más desagradables de cada jornada para
ella: abrir la puerta a la calle. La claridad inundó de forma fugaz el salón
principal, desvelando el color grisáceo del suelo y las paredes, los umbrales a
las habitaciones del hogar y un sin fin de objetos desperdigados aquí y allá.
La luz se mantuvo lo que tardó Araenla en acostumbrarse a la de afuera, luego
cerró con un portazo.
Cruzó
con pasos rápidos la calle hasta llegar a la puerta de Braelén, y con el corazón
nervioso, llamó. «Pasa», oyó desde dentro. Abrió con
cuidado y esbozó una tímida sonrisa al ver a su amado amigo, de pie y con mejor
expresión que en el día anterior, lo que hizo que se olvidara de todo. Conversaron
alegremente mientras tomaban un desayuno, y Araenla prefirió no hablar acerca
de la última pesadilla, pues en ella había aparecido Braelén. No se
entretuvieron demasiado, para su disgusto, y luego salieron, separándose para
atender ocupaciones distintas. Aquello no agradaba nada a Araenla, pues pasaría
varias horas sin siquiera ver a su amigo, sin saber qué estaría haciendo o con
quién hablaría. Pero tendría mucho tiempo para imaginarlo y atormentarse más o
fantasear; su mente era la única compañera que tenía en momentos de trabajo, y aunque
no era la mejor de las compañías, no tenía más opción pues no confiaba en nadie.
Resignada,
se despidió de Braelén una vez cruzaron el umbral de la muralla; los campos de
la ciudad se extendían ante ellos y había mucho por hacer.
En
realidad, Rudharmos era mucho más que la colina amurallada, pues en su exterior
había una gran extensión de campos marcados con vallas de madera, separados por
varios caminos y con pequeñas edificaciones destinadas al almacenaje o para
guarecer algunos animales. Por lo general, cada familia de la ciudad tenía su
parcela para cultivar lo que quisiera. El campo de Araenla era demasiado
grande, o al menos eso le parecía a ella, pues era la única que lo trabajaba.
Antes pertenecía a una familia de cuatro integrantes, pero estaba sola en él
desde hacía mucho tiempo y se había convertido en una carga para ella, por lo que
gran parte de la parcela estaba descuidada, llena de hierbas secas y matorrales
amarillentos. Por su parte, Braelén hacía labores en el de sus padres, porque a
pesar de que el muchacho se había mudado a una casa individual, seguía
compartiendo los frutos de la tierra con su familia, en un terreno que habían
ampliado hacía pocos años.
Araenla
llevaba tiempo pensando en adquirir un nuevo terreno, en hacer un intercambio
por alguno más cercano al de la familia de Braelén, así podría observarlo aunque
fuera desde cierta distancia. Pero la idea le disgustaba, no por el resultado
que podría tener, sino porque si se decidía a hacerlo, tendría que hablar con
varios náelmar antes de lograr su objetivo y aquello la hacía temer, pues
estaba segura de que le impedirían estar cerca de su amigo. Muchas veces
pensaba en aquel plan, desesperada por no poder estar junto a Braelén, y una y
otra vez lo desechaba por el mismo motivo. Al final, siempre se quedaba en la
misma situación, sola en una tierra descuidada y rodeada de nadie.
Así,
la mayor parte del día la pasaba allí trabajando, y Braelén en sus campos,
separados por una larga distancia e ignorando lo que ocurría en el interior de
la ciudad, donde, aquel día, sucedió algo peculiar que daría mucho que hablar. En
la puerta norte había aparecido una visitante poco común, pues si bien era
normal que llegaran náelmar de otros lugares para comerciar, hacer alguna
visita o instalarse entre las murallas, jamás se había recibido a una elvannai
de otra raza, como era la erïlnet que se encontraba frente a los guardianes del
portón meridional en aquellos momentos.
—Os saludo, mis buenos náelmar —dijo a los
dos guardias que la recibieron, sorprendidos—. Mi nombre es Velrïm, vengo desde
otra ciudad, lejos en el norte, y quisiera visitar vuestro templo a las Atalven.
Los
otros dos no supieron cómo reaccionar pues no eran muy profesionales, todo
había sido tranquilo y rutinario para ellos cada día, y se sintieron
desconcertados ante aquella novedad. La hermosura y delicadeza de la elvannai
que tenían frente a sus ojos eran cosas que jamás habían visto, a pesar de las
gastadas ropas de viaje que llevaba y el gran equipaje que cargaba. Lucía una
brillante sonrisa en un rostro pálido como la nieve fresca, teñida con el oro
de la luz de un temprano atardecer. Sus ojos también eran dorados,
ensombrecidos con tonos más oscuros y ocres. Tenía una larga cabellera carmesí
recogida en una gran trenza que cubría su hombro y que se extendía casi hasta
llegarle a la cintura; sus alas eran del mismo color.
Los náelmar
tardaron unos segundos en decidir qué hacer, pero poco después uno de ellos
cruzó el umbral de la ciudad y se internó por sus calles rumbo al edificio
principal de la guardia, en la zona más alta de la colina. Mientras tanto, el
otro permaneció junto a la forastera, aunque se demoró más de lo que habría
deseado en tratar de hablar con ella.
—¿Lleva
mucho tiempo el viaje desde Tierra Alta? —preguntó, algo inquieto.
—Oh —lo
miró, pues observaba distraída los muros de la ciudad—, en realidad llevo
algunos años aquí, en Enárzentel. Voy de ciudad en ciudad visitando los
templos.
—Ya veo —dijo, pensando que era razonable
que una erïlnet se interesara por asuntos de culto a las Atalven.
No
supo cómo continuar hablándole, pues aquellas cuestiones no le interesaban
demasiado y apenas había visto el templo de su propia ciudad sino por fuera.
Poco después regresó su compañero de guardia con algunos náelmar más, entre quienes
pudo distinguir a la sacerdotisa mayor por su característica túnica; esta
elvannai se mostraba más apresurada que los otros y tenía la cara llena de
expectación. En cuanto cruzó el portón de la muralla se adelantó a grandes
zancadas y no tardó en situarse justo enfrente de la erïlnet, maravillada.
—No hallo palabra para expresar cuánto me
honra su visita —dijo tras unos segundos, con una reverencia—. Soy Aegheva,
sacerdotisa mayor del templo de Rudharmos. A su servicio.
—Gracias —respondió la erïlnet, sonriendo—.
Pero estamos a la misma altura en cuanto a devoción, no merezco tales honores.
—Pero es usted una de las agraciadas hijas
de Eirïn —dijo—, quienes habitan la tierra más cercana a las Creadoras. Qué no
daría yo por haber sido de su raza —añadió, un tanto apesadumbrada.
—Cada elvannai es de una raza por algún
motivo, pues solo así tendrá las habilidades necesarias para cumplir el papel
para el que está destinado. Sin embargo, esa tarea no la conocemos nosotros, solo
las Atalven.
—Es un hecho que por unos momentos olvidé,
ante su admirable presencia.
—Por favor, Aegheva, no es necesario que me
trate de esa manera —le dijo con amabilidad—. Quisiera pasar un tiempo en esta
ciudad, así que me gustaría mantener un trato más cercano.
—Es lo que me comunicó el guardia que fue en
mi búsqueda —dijo apresurada, e ignorando lo último que la erïlnet había
mencionado—. Venga conmigo, hablaremos con el taelnar Faerel y más tarde la
instalaremos en el templo, si así lo desea.
Velrïm
asintió sin dejar de sonreír, un tanto abrumada por la admiración de la
sacerdotisa y por las continuas miradas de los que estaban alrededor, aunque lo
entendía. Siguió a la náelmar por las calles y las escaleras de Rudharmos; por
el camino iba despertando la curiosidad de cualquier elvannai, todos dejaban lo
que tuvieran entre manos para mirar, incluso algunos se acercaban a preguntar, y
si eso sucedía Aegheva los alejaba, acusándolos por su osadía. Varios minutos
después llegaron al salón de reuniones, y allí se encontraba el taelnar junto a
algunos integrantes del consejo. Recibieron al grupo y no tardaron en discutir
el asunto con la sacerdotisa mayor, los guardianes de la entrada y la erïlnet.
—Ya me habían informado sobre la presencia
de una elvannai tan solemne en nuestra ciudad, bienvenida —le dijo Faerel a la joven
alada.
—Me honra que me recibáis en vuestra hermosa
ciudad —hizo una reverencia—. Quizá os hayan informado también sobre la
intención de mi visita.
—Así es. E imagino que pretende pasar varios
días entre nosotros —dijo, entrelazando las manos frente a su rostro, con los
codos apoyados sobre la mesa.
—Sí, si así me lo permitierais.
—Bien, aquí los visitantes disponen de
varias posadas para elegir, tenemos…
—Disculpe, taelnar —intervino Aegheva—. No
podemos permitir que una elvannai de la Tierra Alta pase las noches en una
burda posada.
—¿Burda? —le preguntó a la sacerdotisa, clavando
los ojos en ella—. Las hay desde muy humildes y acogedoras hasta amplias y lujosas,
pero ninguna burda.
—¡Pero merece un alojamiento mejor! —exclamó,
alterándose un poco.
—Disculpad —dijo Velrïm—. No quisiera crear
una discusión, en realidad no me importa dónde alojarme —miró a Aegheva—. Cualquier
lugar será de mi agrado, y contribuiré en lo que pueda para compensar mi
estancia. —La sacerdotisa la miró incrédula, un tanto inquieta.
—Veo que es más humilde de lo que nuestra
sacerdotisa mayor pretende —esto molestó a Aegheva—. Puede permanecer con
nosotros el tiempo que guste, dejaré que Aegheva la ayude a escoger el
alojamiento.
—Se lo agradezco, taelnar Faerel. Sin duda
su gobierno es bien visto por las Atalven —hizo otra reverencia.
Ninguno
de los presentes había dejado de mirar a la erïlnet ni se habían perdido ni una
palabra de la conversación, expectantes. Se alegraban de que Velrïm pudiera
permanecer en la ciudad un tiempo, y al mismo tiempo sentían cierto orgullo por
su taelnar, quien no se había dejado impresionar como ellos. Aegheva era la
única ofendida, aunque estaba satisfecha con ser la encargada de buscarle
alojamiento a la erïlnet.
Abandonaron
el gran salón de reuniones, bañado por la luz del mediodía que se doraba al
atravesar las numerosas cristaleras de la habitación. Dejaron atrás la amplia
mesa donde aún permanecía Faerel, en la cabecera, y atravesaron el vestíbulo
contiguo para salir al exterior. Allí Velrïm y la sacerdotisa, quien despidió con
toda la amabilidad que pudo al resto de náelmar que las seguían, se dirigieron
hacia la misma dirección.
—He pensado —decía Aegheva mientras andaban—
que mejor que una posada, es el mismo templo. Si mal no recuerdo hay alguna
habitación libre para su estancia.
—Si cree que está bien que permanezca ahí…
—dijo, dudosa.
—Por supuesto. Faerel me dio el permiso para
elegir el lugar —dijo, satisfecha por estar a punto de salirse con la suya.
En el
interior del salón de reuniones, Faerel mantenía la mirada clavada en la puerta
por la que acababan de salir los visitantes, ensimismada. Casi todos los demás náelmar
habían salido también o se habían dirigido a sus obligaciones en el mismo
edificio, nadie quedaba allí para tratar de descifrar la severa expresión del taelnar,
salvo su propio hijo, que había contemplado toda la escena desde un plano muy
discreto.
—¿Sucede algo, padre? —preguntó tras unos
segundos más, en tono suave.
—Nada que haya sido advertido por ojos
fascinados, solo eso —dijo, reclinándose en su gran silla.
—Entonces hubo algo, ¿verdad?
—¿Qué te pareció nuestra amiga erïlnet? —le
preguntó, sin mirarle.
—Una elvannai maravillosa, amable a la par que
hermosa e intrigante; me gustaría saber más cosas acerca de ella —contestó,
recordándola.
—Nada ocurre, pues. Seguramente puedas
conocerla mejor estos días —se levantó y miró a su hijo a los ojos—. Debo
atender otros asuntos ahora, no descuides tus tareas.
Athemei
asintió, y no apartó la vista de su padre mientras este salía de la habitación.
En sus diecisiete años de vida, apenas había visto cambios en él; su
comportamiento cauteloso y serio no se había torcido ni un ápice durante los
tiempos de su gobierno, a pesar de que sabía cuándo ser amable y a quién
mostrar bondad. Su aspecto tampoco mostraba la huella del paso del tiempo;
aunque ya superaba la centena de años, ni una sola cana asomaba en su oscura
melena o en su vello, ni una sola arruga demacraba su rostro, excepto las que
aparecían en compañía de alguna expresión. Athemei lo quería y respetaba, no
tanto como a su madre a quien también apreciaba y amaba, pero sí con la
devoción de un elvannai admirado por la figura que le guía, por quien es una
meta para él, el ideal de un futuro.
Fuera
de allí, la sacerdotisa y Velrïm no tardaron en llegar al edificio de culto a
las Atalven, pues estaba en el último nivel de la colina al igual que el salón
de reuniones. El templo era la construcción más alta de la ciudad, situado en
el lado más septentrional del anillo empedrado que coronaba Rudharmos. Estaba
unido a la pared rocosa de la montaña, mas no poseía el grisáceo tono de la
piedra en su blanca fachada como el resto de hogares, sino que brillaba,
destellaba leves reflejos de la luz de Eierel en incontables franjas,
repartidas por toda su inmensa y magnífica superficie.
Tras
un vistazo al exterior del templo y algunos comentarios por parte de Aegheva, Velrïm
fue llevaba al interior de la edificación, cuyo esplendor correspondía al
exhibido por fuera. La luminosidad que entraba por los ventanales detallaba con
claridad cada rincón, cada escultura o tapiz, cada mueble o cualquier
ornamentación que había colocada en un lado y en otro, creando una armonía que
deleitaba la contemplación.
Aegheva condujo a la erïlnet hacia la derecha
y cruzaron una puerta que cerró con cuidado.
—Como habrá adivinado, el salón que acabamos
de dejar es donde rezamos, la capilla de nuestro templo.
—Es muy hermosa —dijo Velrïm.
—Me honra que tenga esa opinión —respondió
sonriendo—. Venga por aquí, tras estas escaleras se encuentran los aposentos.
Subieron
muchos peldaños y llegaron a otro piso, menos iluminado y que se dividía en dos
pasillos. Fueron por el derecho, y Aegheva no tardó en encontrar una habitación
libre, tras otro pequeño corredor a la izquierda que daba a una estancia con
dos puertas.
—Puede quedarse en esta, si gusta —le dijo,
indicando la puerta derecha—. Quedó libre hace no mucho tiempo. Es, al igual
que la de enfrente, para sacerdotes de rango alto.
—¿Y esa otra no está habitada? —preguntó la erïlnet,
señalando la que estaba enfrente.
—Solo en ocasiones. Uno de nuestros hermanos
comparte su devoción con el trabajo ordinario, así que a veces pasa algunos
días aquí. Pero su fe es incuestionable —dijo, afirmando con la cabeza.
—Me gustaría conocerle pronto, así como a
todos los que habitan este lugar.
—Espero que así el tiempo se lo permita
—dijo Aegheva, deseando que su invitada se quedase por siempre.
La
sacerdotisa acompañó a Velrïm a su nueva habitación y colocó algunas cosas,
además de ofrecerse ante cualquier necesidad que tuviera. La erïlnet se mostró
humilde, tal como era, y sintiéndose un tanto abrumada lo único que pidió fue
unos minutos de intimidad, para descansar tras su largo viaje. Le fueron
concedidos después de un rato más de charla, y al fin, pudo recostarse en la
cama y en silencio, permitiéndose cerrar los ojos y pensar con tranquilidad.
Tenía mucho por hacer en aquella ciudad.
Horas más tarde, en las afueras de Rudharmos,
Araenla terminó su jornada de labranza. Dejó las herramientas tiradas en
cualquier lugar, como siempre, y se dirigió con prisa a la ciudad, hacia su
casa. Por el camino, mientras se lamía la mano para aplastar el pelo del lado
izquierdo de su cara, miraba con desconfianza a todo elvannai que se
encontraba, pero sentía que no la observaban tanto como de costumbre, que había
otras palabras distintas en sus conversaciones. «Una trampa», pensó. Se estremeció al imaginar qué podrían
estar preparando; quizá quemar su casa, quizá rodearla e insultarla hasta
hacerla llorar, quizá secuestrar a Braelén y alejarlo por siempre de su lado.
No se
sintió tranquila hasta que se encontró en su hogar y con la puerta cerrada,
quería ver a Braelén, había pasado el día pensando en él, mas necesitaba unos
minutos en oscura soledad para sosegarse. Aguardó largo rato sentada en el
suelo, apoyada contra una pared. El profundo silencio llenaba sus oídos y la
negrura del salón ensombrecía su mirada, sus pensamientos y su respiración eran
los únicos ruidos que escuchaba, y el dolor, tanto el de su cabeza como el de
su continua frustración, era lo que con más fuerza podía sentir.
Era
cierto que en ocasiones se hartaba de aquello, aunque estuviera Braelén. En
fugaces momentos se imaginaba intentando tener buenas relaciones con los demás,
tratando de integrarse en la ciudad. Pero aquellas ilusiones se desvanecían al
instante con sus recuerdos, con la fuerza de su desconfianza y el apoyo del
miedo a sufrir más; entonces se sentía confusa. No podía ignorar que el camino
de su vida le había hecho ver cómo eran los demás en realidad: criaturas
crueles sin compasión alguna, con solo palabras ofensivas para quien más había
sufrido. Y se frustraba por ello, por ser incapaz de cambiarlo; se sentía desdichada
y se compadecía a sí misma, pues no hallaba la respuesta a sus porqués, nunca
la había encontrado a pesar de tantos años preguntándoselo una y otra vez.
Maldecía la vida por ello, maldecía a su destino y a las Atalven también, a todos
quienes la rodeaban exceptuando a Braelén, salvo cuando se desesperaba por no
ser capaz de hablarle de sus sentimientos. Las contradicciones no eran extrañas
en ella, se podían ver decenas en todo lo que había escrito en su libro.
Por todo, en lo que más solía pensar era en abandonar,
dejar atrás sus marchitos pensamientos y entregarse al silencio y a la
oscuridad de una eternidad de paz, sin sufrimiento. La sola idea siempre la
tranquilizaba, pero al instante la llenaba de un profundo dolor, y sentía pena,
que el llanto se le quería escapar.
Pero
en aquel momento no dejó que las lágrimas comenzaran a brotar de su ojo una vez
más. Se levantó con rapidez y se volvió hacia la puerta, ya había pasado
suficiente tiempo en soledad, ahora necesitaba ver a Braelén. Salió al exterior
y cruzó la calle con rapidez, paró frente al hogar de su amado compañero y
llamó nerviosa; fue respondida tras unos segundos de silencio, y entró.
—Disculpa, Araenla —dijo su amigo cuando se
encontraron en el salón—. Estaba terminando de darme un baño. —La náelmar
sintió un cosquilleo recorriendo su espalda.
—No quería interrumpir —se disculpó ella.
—No, no. Hoy me entretuve un poco más, por
eso es que me hallaste en el aseo —dijo, sonriendo.
—Ya veo… —también sonreía, pero no sabía qué
más decir.
—Había escuchado un rumor singular y quise
averiguar más de ello.
—¿Qué rumor? —preguntó de inmediato,
temiendo que fuera algo nuevo sobre ella.
—Parece que una erïlnet llegó a media mañana
a la ciudad. Una de esas que tienen alas y habitan en la Tierra Alta.
—Vaya —dijo, tranquilizándose al oír la
noticia. Al instante perdió el interés en ella—. Nunca he visto una de esas.
—Yo tampoco, pero creo que podré conocerla
mañana, pues como sabes, para mí es jornada de culto en el templo —dijo, un
tanto emocionado.
—Tienes razón, podrás verla con tus propios
ojos. —Braelén asintió, sonriente.
Una de
las cosas que Araenla más aborrecía, eran los días que su amigo pasaba en el
templo, pues solía quedarse a dormir allá algunas noches y ella no podía ir a
visitarlo. Despreciaba aquel lugar repleto de efigies de las Atalven y náelmar
que creían en ellas con fervor, aunque, para su desgracia, Braelén era uno de
ellos. Pero era la excepción, la única que aceptaba, y por ello siempre callaba
su opinión sobre las divinidades en su presencia. Mas no podía dejar de
sentirse muy frustrada ante la idea de dejarle marchar a aquel lugar, y más aún,
ante la emoción que demostraba al hablar de la supuesta erïlnet que había
llegado por la mañana. No le gustaba nada pensar en ella, la inquietaba una
agria y oscura sensación.
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