Animated Turtle

Hay un lugar en el Norte - Capítulo 3: Aprendiz de ladrón

   Deinal corrió más rápido de lo que nunca había corrido, y no por el temor de ser perseguido, sino por la prisa que sentía al querer alejarse de la fuente de aquel intenso dolor. No le importaba dirigirse hacia las inmundas aguas de otro río, solo quería poner millas de distancia entre él y Gran Rata. Atravesó los campos de labranza en poco tiempo y saltó la valla que los protegía del exterior mientras alguien gritaba que se detuviera. Pero el muchacho no lo iba a hacer.

   Así se adentró de nuevo en el extenso bosquejo de robles, mas no dejó de correr hasta que el corazón le obligó a parar. Y por unos segundos su mente se quedó en blanco, y trató de recuperar el aliento mientras miraba atrás por si alguien le intentaba alcanzar. Tuvo que secarse el sudor de la frente, y poco después se echó a andar, alejándose aún más de aquel poblado donde dejaba tanto. También se alejaba de las tierras de los elfos, pero había decidido que no iría allá. La razón era sencilla: si bien podría tener una vida tranquila entre la Gente del Sol, con ellos jamás podría reunir quinientas mil monedas de oro en poco tiempo. Para lograrlo, Deinal se dio cuenta de que lo mejor sería robar, quitarles aquel dinero a los guardias y a quienes dirigían el reino, que eran quienes más tenían.

   Sin embargo, le preocupaban sus propias destrezas. No era bueno con las palabras y menos cuando mentía, ni tenía habilidades de sigilo o engaño. Sentía que la empresa de reunir tantas monedas iba a ser muy difícil, mas no se quería rendir. Si lo conseguía podría liberar a su madre, vivir con ella aunque fuera en un pueblo miserable. No dejaba de sentir rabia al pensar en el alto precio que tenía que pagar, pues daba por seguro que los mayores nobles podrían gastarse tales cantidades sin siquiera tener la sensación de haber desperdiciado ni una moneda.

   Decidido, intentó acelerar el paso sin desviarse del norte, dispuesto a encontrarse con el río y hallar una forma de cruzarlo para luego seguir su cauce y alcanzar una de las grandes ciudades.

 

   Durante el resto del domingo, Deinal caminó a buen ritmo, y cuando su mente se enfrió comenzó a sentirse preocupado por el guardia al que había atacado. Aunque era muy probable que fuera una persona despreciable, el muchacho se sentía extraño al pensar que quizá lo hubiera matado. Sin embargo, cuando miraba la punta de su espada pensaba que era imposible que hubiera acabado con la vida de nadie, pues la hoja no tenía ni una mancha de sangre. «Tengo que seguir mejorando con la espada», pensó, sintiéndose preocupado. No la había soltado desde que saliera de Gran Rata, y no pensaba hacerlo hasta que tuviera que descansar.

   Caminó entre los troncos de los árboles sin seguir una senda dibujada en el terreno hasta que el Sol se ocultó por completo. Entonces se detuvo al pie de un roble, y cuando oscureció un poco más sintió un poco de frío y lamentó no ser capaz de encender un fuego con sus manos. Dejó el fardo a un lado y se cubrió con la capa que le había dado Elvaría y con la túnica que había traído consigo desde Las Cucarachas. «Así podré soportar las noches por ahora», pensó. No obstante, era consciente de que tarde o temprano necesitaría el calor de las llamas, pues si conseguía cazar algo además tendría que cocinarlo, y sus provisiones no durarían por siempre. «No podré sobrevivir solo con lo que tome prestado»; sonrió al pensar en todo lo que tendría que robar si pretendía seguir siendo libre. Él se consideraba honrado, pero si no había otra manera de salir adelante, lanzaría sus manos hacia todo aquello que pudiera tomar.

   Suspiró, y llevó su mente hacia otros pensamientos y sus manos a la capa que lo cubría, para abrigarse. Y pensando en su madre, que en aquellos momentos dormía en la habitación que compartía con las otras mujeres de la casa de guardias de Gran Rata, también se durmió. 

 

   Temprano en la mañana, aprovechando el frescor de las primeras horas de luz, Deinal practicó un buen rato con el escudo y la espada. Luego desayunó y se puso en marcha. La mañana que se abría ante él era clara, pero el camino era largo, y por dos días anduvo por un paraje que apenas sufrió cambios. A los robles y a los arbustos comunes se les unieron los abedules en la segunda jornada, y después comenzaron a aparecer algunos arbustos más pequeños y espigados e incluso plantas que dejaban ver poco más que una tímida flor. El terreno fue casi siempre llano; de vez en cuando se deformaba hacia abajo o hacia arriba, pero Deinal nunca encontró un gran obstáculo.

   Su mayor dificultad fue el peso de todo lo que pensaba, de los recuerdos recientes que aún quemaban. Por otro lado, también le seguía preocupando su baja destreza con las armas, y por ello no dejaba de practicar por las mañanas. Y siempre que comenzaba, deseaba tener una buena casa con bañera para poder entrenarse y sudar sin la preocupación de la incomodidad. Aun así, su habilidad conseguía mejorar siempre un poco.

   Una destreza que en verdad no lograba mejorar era la de la caza, sobre todo porque no tenía ni una oportunidad (o no la percibía). Parecía que en aquella región no había más animales que los bichos y las aves, y aunque a Deinal le aliviaba que no hubiera osos, lobos u otros depredadores, echaba en falta la presencia de alguna criatura un tanto más pequeña y fácil de capturar. De todos modos, aunque lo lograra, no tenía con qué cocinarla y eso le desanimaba; tendría que sobrevivir con unas provisiones que eran menos tras cada jornada, y soportar hasta encontrar un nuevo asentamiento.

 

   Y tuvo la impresión de que aquello ocurriría cuando halló el cauce del río Mitgur, que se deslizaba lento y ancho hacia el noroeste, donde moría a unas treinta y siete millas de Las Cucarachas. Ese pueblo estaba lejos ya, mas se presentó en la mente de Deinal; él observó las aguas, lamentándose por verlas tan sucias como las del Rurine. Por supuesto, no se iba a echar a nadar, así que empezó a caminar hacia el este con la esperanza de hallar algún puente.

   Por el camino se dio cuenta de que al otro lado del río había menos robles, y parecía que allí gobernaban ahora los abedules; al muchacho le gustaba contemplar los árboles, su compañía estaba siendo lo único hermoso en aquel viaje a través de Pozo Negro. Siguió caminando cerca del Mitgur durante el resto del día, siempre a una distancia que lo mantuviera alejado de su hedor. Por la noche tuvo que hacer frente a unos cuantos mosquitos más de lo común, pero aun así logró dormirse cuando el cansancio se apoderó de su cuerpo.

   Al día siguiente, tras algunas horas de andar, tuvo la suerte de encontrar un puente que cruzar, y se sintió satisfecho con el hallazgo. También sintió que no estaba tan agotado como lo estuvo durante su primer viaje, y a pesar de que no supo si era porque tenía más provisiones o una meta más poderosa, cierta energía destelló en su interior e hizo brillar su mirada.

 

   Así pues, anduvo bastante concentrado y animado desde ese momento, hasta que en cierta hora algo que se movía llamó su atención. Era mucho más grande que los pajarillos que solía ver y que eran la única fauna que él había avistado; de hecho, aquel ser caminaba, y más que un ser era una persona. Muchas yardas más allá, había entre los abedules un hombre que caminaba hacia Deinal. Parecía mayor y no vestía buenos ropajes, pero al muchacho le sorprendió el solo hecho de encontrarse con alguien. Pensó en preguntarle por el asentamiento más cercano, y aunque no habría sido capaz de hablarle si ya lo hubiera tenido al lado, pudo obtener valor durante el tiempo que pasó antes de que estuvieran a menos de cinco pasos. Sin embargo, cuando Deinal aún se hallaba levantando la mirada hacia el desconocido, este le habló.

   —Eh muchacho, ¿qué llevas ahí? —dijo, observándolo.

   —Algunas cosas para el viaje —dijo él, sintiéndose un tanto desconcertado.

   —Dámelas —dijo el hombre, sacando un puñal de su bolsillo, apuntando a Deinal con él mientras se le acercaba más.

   El joven sintió terror y retrocedió unos pasos por instinto, sin dejar de mirar la hoja que le amenazaba. Pensó en salir corriendo, pero también se le ocurrió que debía plantar cara; así pues, con nerviosismo y manos temblorosas, se puso el fardo ante el pecho y sacó rápidamente el escudo y la espada. Después dejó caer sus cosas.

   —¡Atrás! —gritó, sin demostrar mucha seguridad en la voz. El ladrón lo miró sin sentirse amedrentado.

   —Deja de jugar, anda —le dijo—. Si me das tu bolsa no te haré ningún daño. —A Deinal no se le fue el miedo del corazón, pero también sentía rabia. No pudo hacer más que quedarse clavado allí, sosteniendo el escudo y la espada. Unos segundos después dijo:

   —¡No te daré nada! —Como respuesta, el hombre se acercó más a él.

   Deinal se sobresaltó pero fue capaz de empujar su fardo hacia atrás con uno de sus pies. El ladrón se le puso delante con un par de zancadas e intentó apuñalarle sin miramientos, pero el escudo de madera se interpuso. El cuchillo se quedó clavado en su superficie y el extraño no pudo sacarlo a pesar de que tiró de él, y Deinal aprovechó para intentar golpearle con la espada. El ladrón, que no se dio cuenta de que la hoja estaba poco afilada, se echó a un lado saltando y luego comenzó a correr, pues el joven trataba ahora de atacarlo nuevamente.

   Deinal lo persiguió durante unos segundos, hasta que se dio cuenta de que lo mejor era dejarlo marchar. La tensión tardó unos instantes en desaparecer, mas cuando fue consciente de lo que había acontecido se sintió eufórico y miró a su fardo, que seguía donde lo había dejado, intacto.

   —¡Vencí! —dijo, en voz no muy alta. Pero cuando se percató del cuchillo incrustado en su escudo, fue consciente de que la fortuna lo había ayudado. Ahora sintió un pinchazo de preocupación, aunque prefirió no ponerse a pensar y corrió hacia sus cosas.

 

   Cuando las alcanzó se sentó al lado de ellas y puso el escudo en el suelo, sujetándolo con los pies para tratar de desencajar el cuchillo de la madera. Lo consiguió con un poco de esfuerzo, y cuando tuvo la afilada hoja en sus manos supo que no debía tirarla sino quedársela. Podría utilizarla (estaba más afilada que su espada) para diferentes tareas o incluso venderla si se diera la ocasión. Sintió felicidad ante su nuevo botín.

   Como premio, se quedó allí descansando unos minutos, pero cuando empezó a sentir que estaba perdiendo tiempo, se levantó y comenzó a caminar de nuevo. Sin darse cuenta empezó a desviarse hacia el noreste, y siguió el mismo rumbo durante unos dos días en los que no se encontró con ningún otro percance. Deinal repartió muy bien sus provisiones y siempre consumía pocas, por lo que aún le quedaba algo de agua y alguna fruta cuando advirtió la presencia de unas murallas en la lejanía.

   El día era claro, así que no tardó en percatarse de que estaban hechas de madera; sin embargo, su longitud le sorprendió. Se alzaban por tantas yardas que Deinal no podía ver su final entre los abedules que aún poblaban el campo, y creyó que podría estar ante una de las grandes ciudades. Aunque, según lo que había escuchado, estas eran de piedra, así que solo podía sentirse desconcertado. La inquietud también apareció en su corazón pues no quería volver a ser amenazado con el encierro, y a pesar de que había pensado en hacerse pasar por mercader, temía que su mentira no fuera creída pues apenas disponía de mercancía.

 

   Varios minutos después, que pasó en tensión, Deinal se vio ante el muro de firmes tablones que impedían la entrada a la aldea. Tuvo que andar más, recorriendo hacia el norte la escasa sombra de los muros para encontrar una puerta. Allí, como temía, había un guardia con mejores galas que aquellos que patrullaban en Las Cucarachas o en Gran Rata. El muchacho se acercó a él, quien lo advirtió enseguida y lo miró sin mostrar ningún gesto extraño. Deinal estaba preparado para echarse a correr si aquel hombre intentaba obligarlo a entrar, y a pesar de la inquietud que dominaba sus piernas le saludó desde cierta distancia.

   —Hola —dijo—, soy un viajero… mercader. Me gustaría saber si podría entrar en la aldea.

   —Buenos días —dijo el guardia—, le doy la bienvenida a Abedulia. Si puede permitirse la estancia, será bien recibido en nuestra posada.

   —¿Posada? —preguntó Deinal, desconcertado. No esperaba hallar una posada, mas lo peor era que no tenía tanto dinero.

   —Sí, en El beso de queso hallará una buena cama y comida —dijo el guardia—. ¿Desea entrar?

   —Sí, sí —respondió Deinal, apresurado—. ¿Dónde puedo encontrar esa posada?

   —Diríjase hacia el suroeste sin alejarse demasiado de la muralla. No tiene pérdida por ser el edificio más alto —dijo el guardia.

   —De acuerdo, se lo agradezco —dijo el muchacho, aún desconcertado con la situación.

   El guardia asintió y se apartó de la puerta de Abedulia, que estaba abierta. Deinal pudo entonces ver el interior de la aldea, y se sorprendió por lo distinta que era de su hogar, Las Cucarachas. Aquel sitio estaba mucho más limpio y organizado, incluso parecía que tenía otro color más vivo. El joven dio unos cuantos pasos, desconfiado; no podía creer que le hubieran permitido la entrada, que se la permitieran a un desconocido. «Tiene que haber algo más», pensó. «No puede ser que este lugar parezca tan bueno en comparación con el sitio del que vengo».

   Sacudió la cabeza sin dejar de observar los alrededores de Abedulia; apenas había gente en el exterior, solo se encontró con algún guardia y también vio unos pocos gatos callejeros. De pronto recordó la razón por la que había ido allí: robar. Y si bien no estaba seguro de cómo empezar a hacerlo, pensó que lo mejor era comenzar por los edificios más grandes, y El beso de queso parecía ser el ideal. «Pero, ¿cómo pagaré la estancia allí? Estaría bien si pudiera pasar la noche ahí dentro, así podría robarles el oro que otros les hayan pagado».

 

   Aquella idea le pareció buena, y animado aunque un poco temeroso, aceleró el paso en su búsqueda de la posada. Cuando halló un edificio de dos plantas, marrón por la madera con la que estaba construido y con un letrero en su entrada que mostraba una especie de queso con boca y labios pronunciados, supo que había encontrado lo que buscaba. A través de las ventanas pudo atisbar un poco del tranquilo interior, y cuando abrió la puerta fue capaz de observarlo por completo. Jamás había estado en una posada, o mejor dicho, jamás había estado en un lugar tan acogedor.

   Ante él había un salón bien iluminado gracias a las claras ventanas; a su izquierda había una escalera cuyos peldaños se ensombrecían más según ascendían, frente a él se alzaba una larga barra con una puerta detrás, y a la derecha se abría una arcada que parecía llevar a otra estancia desde la que llegaba un ligero aroma a comida. El asombro mantuvo cautivo a Deinal durante unos segundos, hasta que se percató de que alguien se movía cerca de su campo de visión. Un hombre con un delantal negro apareció tras abrir la puerta que había tras el largo mostrador; este señor sacó un trapo de uno de sus bolsillos para secarse las manos y después se pasó los dedos por el poblado bigote que destacaba en su rostro redondo, coronado por una mata de pelo bastante pobre. El muchacho no se movió del umbral del edificio.

   —¿Qué desea, joven? —preguntó aquel hombre, que era el dueño de la posada.

   —Ah, uhm… me gustaría saber cuánto me costaría pasar la noche aquí —dijo Deinal.

   —Oh, ¿solo una noche? Pues le costaría unas cien monedas —dijo el hombre—. Pero déjeme decirle que serían bien pagadas, pues podría usted comer y beber hasta hartarse durante la cena y luego descansar en una de las mejores camas de Abedulia.

   —Ya veo —dijo Deinal, no muy convencido. «¿Cómo voy a pagar eso si solo me quedan cuarenta y cinco monedas?», pensó. Entonces, sin detenerse mucho a meditarlo, se acercó al posadero—. ¿Y no le interesaría un cuchillo? —preguntó.

   —Joven, ¿está usted intentando amenazarme? —preguntó el posadero con recelo, dando un paso atrás mientras posaba una mano sobre el pomo de la puerta que había cruzado antes.

   —No, no —se apresuró a decir Deinal—. Quiero decir que si a cambio de un buen cuchillo para cortar carnes o lo que usted quiera, más quizá unas veinte monedas de oro, me dejaría pasar una noche aquí. Sería un trato justo, ¿no?.

   —Muchacho, hace tiempo que dejaron de usarse los trueques, debería saber que… —el posadero enmudeció cuando Deinal, aunque no había dejado de escucharlo, sacó el cuchillo—. ¡Válgame el cielo! —exclamó—. ¡Pero si es el que me robaron la semana pasada! ¿Dónde lo encontraste?

   —Pues… la verdad es que un hombre intentó apuñalarme con él para robarme —dijo Deinal, sorprendido.

   —Vaya, vaya, lo lamento hijo. Hay mucha gente taimada pululando por este reino, aunque las peores están en los sitios más vistosos, no en los bosques salvajes —dijo el hombre—. Parece que tienes cierta destreza si conseguiste desarmar a ese bellaco y que no te robara.

   —Bueno… —murmuró Deinal, sin intenciones de revelar la verdad—. Entonces, ¿le interesa?

   —¡Faltaría más! —dijo—. Y en honor a tal hazaña, no tendrás que pagarme nada de oro por esta noche. Eso sí, me gustaría tener ya ese cuchillo —añadió, extendiendo las manos hacia Deinal. Este no lo pensó demasiado y le entregó el puñal, y el posadero pareció satisfecho—. Verá, le tengo aprecio por haber estado siempre en mi familia, ¿sabe? De pequeño veía cómo mi padre cortaba las cabezas de las gallinas con él. Qué recuerdos de aquellos tiempos, cuando aún ni siquiera se había levantado este edificio. ¡Pero bueno! No quisiera quitarle tiempo con esas historias de años pasados, vayamos a su habitación. Mi nombre es Jarcho, hijo de Ulgo, el fundador de El beso de queso.

   —Es un honor conocerle, mi nombre es Deinal —dijo él, mientras Jarcho salía de detrás de la barra, y le palmoteaba un hombro después.

 

   Deinal se quedó pensativo durante un par de segundos hasta que comenzó a seguir al dueño de la posada, que ya estaba subiendo los primeros peldaños. Tras recorrer dos hileras de escalones, llegaron a un pasillo no tan bien iluminado como la sala de abajo, pero que disponía de muchas puertas y conectaba con otro pasillo que se extendía a su izquierda.

   Jarcho guió al muchacho hacia el frente y lo llevó hasta la última habitación, cuya llave se sacó del bolsillo del delantal y le entregó a Deinal.

   —Por desgracia llegó usted justo después del almuerzo —dijo el dueño de la posada—. La cena se sirve a las ocho, y hasta entonces puede usted entrar y salir a su antojo del edificio. Pero no monte ningún escándalo y sea limpio.

   —Tranquilo —dijo Deinal, que no pensaba hacer ningún otro mal aparte del robo—. Gracias por traerme hasta aquí.

   —No hay de qué, todo sea por el bien de los huéspedes —dijo Jarcho—. Y ahora, si me disculpa, correré de vuelta al recibidor. ¡No sea que alguien se cuele sin mi permiso!

   Deinal asintió mientras sonreía para despedirse de aquel hombre que, aunque no salió corriendo, anduvo con paso rápido rumbo a las escaleras. El joven se metió en la habitación, y sus ojos volaron solos hacia aquella cama que era la más cómoda que jamás hubiera visto. Cerró la puerta y se dirigió a ella con pasos largos, dejándose caer sobre el colchón; allí, todo el cansancio que había reunido durante el viaje apareció y se abalanzó sobre él, llevándole a cerrar los ojos casi sin que se diera cuenta de ello.

 

   Despertó con lenta calma un buen rato después, y se alarmó al pensar que podría haber dormido demasiado. Corrió hacia la puerta del dormitorio y se asomó al exterior, pero aún no se olía la cena y había algo de luz natural. Volvió al interior de la habitación y a sentarse de nuevo sobre el colchón, y solo entonces observó los alrededores de aquella estancia. Estaba mejor equipada que cualquiera de sus anteriores casas pues tenía hasta un cuarto para el aseo, y en su puerta se fijó Deinal. Fue hasta ella y se asomó al interior, y vio que allí podría incluso darse un buen baño. Lo cierto era que la suciedad y el mal olor que desprendía su cuerpo eran cargas a las que le había sido difícil acostumbrarse, mas no iba a desperdiciar la oportunidad de librarse de todo eso.

   Antes de darse un buen baño, aprovechó para practicar con la espada y el escudo sin preocuparse por sudar. Después se lavó durante un buen rato, y aunque sus ropas eran las mismas, las vestía ahora con más comodidad. Bajó entonces al comedor y se sintió incómodo ante la presencia de tantas personas desconocidas, de las cuales algunas le arrojaron miradas llenas de interrogantes.

   Deinal se sentó en la mesa libre más alejada que había y se quedó un buen rato con la cabeza agachada, pensando; hasta que un muchacho de más o menos su misma edad se acercó a él para preguntarle qué deseaba comer. Tuvo el atrevimiento de preguntar si había carne, y ante la respuesta afirmativa pidió un filete de cerdo con verduras y agua para beber. En cuanto el joven se alejó su estómago comenzó a sentir emoción, pues para alguien como Deinal era casi imposible probar la carne ya que tenía un precio demasiado alto en su aldea, y sus vecinos apenas la podían comprar. Era comida de guardias.

   Mas cuando llegó su cena, él solo pensó en su plato, recordando que todo aquello era por haberse quedado el cuchillo de un ladrón al que espantó gracias a la fortuna. Y con la mente abstraída en el sabor de la comida, se sobresaltó un poco al escuchar una voz que de pronto se alzó por encima de las demás. No lo hacía sola pues le acompañaba un instrumento, y cuando el joven levantó la cabeza se percató de que en medio del salón había un hombre que vestía ropas rojas y moradas y sostenía un laúd en las manos. Al darse cuenta de que se disponía a cantar alguna canción, Deinal volvió a concentrarse en su cena aunque no dejó de escuchar, y estas fueron algunas de las palabras que llegaron a sus oídos:

 

Oídme hablar del reino de las rosas,

ese que brilla aún más que el oro,

ese donde ríen las damas hermosas.

Como una joya centellea

rodeada de un negro lodo,

y quienes la habitan le dicen

como capitanes en lo alto de un barco:

¡Que lo aparten! ¡Que lo quemen! ¡Da mucho asco!

¿Acaso puede arraigar una rosa

en tan despreciable fango?

¡Oh, no! ¡Claro que no! ¿Qué cosas estás preguntando?

Por eso vecinos, reíd,

por eso hermanos, cantad,

pues en la rosa vivís

¡oh sueño, de libertad!

 

   Deinal levantó la mirada por un segundo para contemplar a aquel bardo, pues no creía que pudiera estar cantando tales palabras creyendo que fueran verdad. Y le pareció ver en su rostro cierto atisbo de ironía, y sonrió para sí mismo, porque quienes estaban a su alrededor habían bebido ya tanto que poco les importaba lo que él decía mientras fuera en un canto. En verdad el joven no podía pensar que aquellas letras se hubieran referido al reino, sí quizá a su capital; mas no estaba de humor para pensarlo demasiado, y el juglar pronto empezó a entonar otra canción más alegre.

   Una vez estuvo vacío su plato, Deinal contempló a las personas que había alrededor. No pudo ver ni una mujer joven, y las pocas mayores que había parecían estar acompañando a sus esposos, tan o más ebrias que ellos. De pronto, vio que por su derecha una figura se acercaba rauda hacia él, y cuando movió la cabeza en esa dirección se dio cuenta de que no era otro que Jarcho.

   —¿Ha estado todo a su gusto, joven señor? —preguntó el posadero cuando estuvo al lado de Deinal, inclinándose hacia él.

   —Sí, gracias —dijo él, percibiendo cierto aroma a vino que provenía de las ropas o del aliento de Jarcho, o de los dos sitios—. Creo que pronto me iré a dormir.

   —Estaremos aquí hasta las once de la noche —dijo el hombre—. Pero si prefiere retirarse a descansar, estupendo. Le aseguro que no oirá ni los ruidos más estridentes. Oh, ¿puedo servirle algo más?

   —No, no será necesario. Gracias —dijo Deinal. Jarcho asintió y se marchó, devolviendo con rapidez su mente hacia otros asuntos.

   En realidad Deinal no sentía sueño alguno, pero sí quería retirarse para estar lejos de tanto jolgorio. Aún no llegaba a encontrarse cómodo entre muchedumbres, y menos si estaban formadas por gente desconocida. Así pues, en pocos segundos se puso en pie y se fue del salón sin apenas ser visto.

 

   Ya en su habitación se quedó a solas con sus pensamientos, y en verdad no se oía nada que proviniera del piso inferior. «Ahora solo tengo que esperar», pensó, comenzando a sentirse inquieto. Planeaba quedarse allí hasta que todos se durmieran y así poder llevarse algo de valor. No obstante, la lástima estorbaba a su determinación, y el miedo a ser descubierto la engordaba.

   Mas aún no era tiempo de enfrentar a aquel sentimiento, y durante las horas oscuras que siguieron Deinal pasó el tiempo pensando, tanto en lo que tenía que hacer como en sus recuerdos, en su madre Elvaría y en conseguir el dinero para liberarla. Deseaba poder tenerlo todo ya, pero por mucho que se asomara al exterior de su habitación, parecía que nunca tendría la oportunidad ni de robar en El beso de queso.

   Hasta que sucedió, no supo a qué hora, pues cuando asomó la cabeza al pasillo, todo estaba tan oscuro y tranquilo que parecía que allí no vivía nadie. Deinal se apresuró a recoger sus cosas para salir de la habitación con ellas, y procurando que sus pasos no hicieran que el suelo de madera se quejara, comenzó a caminar despacio hacia la escalera que llevaba al piso de abajo.

 

   Tenía pensado cruzar la puerta que había tras el mostrador donde Jarcho lo había recibido por la mañana; quizá allí hubiera objetos de valor o estuviera la habitación del posadero con las ganancias del local. Llegó hasta la barra de servicio y pasó por debajo del tablón que se apartaba para poder entrar o salir, y aun con el peso de la inquietud que cargaba, observado por las sombras, se aproximó al umbral. Llevó una mano temblorosa al picaporte, lo sujetó como si pudiera romperse y tiró hacia abajo con lentitud, sorprendiéndose de que la puerta cediera después.

   La abrió un poco y se asomó al interior, mas las tinieblas de la noche no le permitieron distinguir mucho. Erguido y casi a tientas se adentró en el cuarto, y sin despegarse de la pared derecha avanzó, adelantando siempre una mano para poder palpar lo que hubiera allí. Hasta que tocó algo blando y cálido.

   —¿Quién eres? —susurró una voz grave. «¡No!», pensó Deinal, alarmado. Se echó hacia atrás para salir de allí y tropezó con algo que provocó fuertes ruidos; una mano lo sujetó del brazo. —¡Vámonos, vámonos! —dijo la misma voz de antes.

   De pronto, Deinal se vio empujado hacia el exterior de la habitación y cuando quiso darse cuenta, pues aquellos segundos pasaron como un torbellino de negrura, estaba fuera del edificio. El corazón le palpitaba con rapidez y se dio la vuelta para intentar verle el rostro a quien fuera que lo había sacado de allí. Vio a un hombre un tanto mayor que él con el pelo castaño un poco largo y descuidado y una barba de igual condición en un rostro casi esquelético. Otro hombre, de cabellos negros y cortos salió detrás de ellos.

   —¿Quién es este tipo? —dijo, mirando a Deinal con recelo.

   —No lo sé, pero el ruido que hizo podría haber despertado a alguien —dijo el otro.

   —Eh… —musitó Deinal, tratando de hablar.

   —Ahora no hay tiempo, alejémonos de aquí —dijo el de pelo negro.

   Deinal se percató de que aquel sujeto aferraba una bolsa algo abultada, aunque no tuvo tiempo de observarla bien. Fue empujado hacia delante y los otros hombres lo rodearon, conduciéndole entre las casas y sin decir nada hacia algún lugar.

 

   Deinal, desconcertado y un tanto inquieto, no tuvo tiempo para pensar demasiado pues pronto lo hicieron pasar a un hogar que desde fuera parecía bastante amplio. Uno de los hombres cerró con cuidado la puerta y entonces la oscuridad se volvió total, hasta que una llama destelló y su luz iluminó el interior de un salón poco amueblado. Había una habitación en la derecha y otra en la izquierda, y Deinal se sorprendió por ello aunque en él reinaba ahora con más poder el temor. El hombre de pelo negro le hizo un ademán para llamar su atención.

   —Ven aquí —dijo, señalando la habitación de la izquierda.

   Deinal fue hasta el umbral de la estancia, casi empujado por el otro hombre, y vio que allí había una mesa junto a algunas sillas. Lo hicieron sentarse en una de ellas y entonces el que lo había llamado dejó caer la bolsa sobre la madera y se sentó frente al muchacho.

   —¿Qué llevas ahí? —le preguntó, mirando su fardo.

   —Nada… —dijo Deinal—. Apenas me quedan provisiones ahí, y solo tengo las cosas de mi viaje.

   —¿Qué hacías intentando colarte en la cocina de la posada? —le preguntó el otro hombre, que estaba de pie a su lado.

   —¿La cocina? Bueno, estaba buscando a Jarcho, el posadero —dijo, queriendo ocultar la verdad.

   —¿Y cómo sabías que su habitación estaba al fondo de la cocina? —preguntó el mismo—. Eres un forastero, y ese viejo no deja entrar a cualquiera ahí dentro.

   —Uhm…

   —Escucha, mozuelo —dijo el de cabellos negros—. Nosotros llevábamos días planeando el robo que nos has estropeado. Por tu culpa no pudimos llevarnos ni la mitad de lo que podríamos haber cogido.

   —¿Sois ladrones? —dijo Deinal, intentando aparentar que no lo había supuesto.

   —Así es, y de los buenos. No como tú —dijo el mismo—. Aunque no somos buenos cuando hay competencia, no sé si me entiendes.

   —Sí, pero… —dijo Deinal, intentando dar con palabras que lo ayudaran a escapar de aquella situación—. ¡Lo siento! Nadie os ha descubierto hoy, ¿verdad? Podría ayudaros la próxima vez.

   —¿Tú? —dijo el ladrón, con una risa. Luego miró a su compañero y se tranquilizó—. Al menos tienes agallas a pesar de tu torpeza. ¿Para qué querías robar?

   —Para una vida mejor —se le ocurrió decir—. No sé hacer otra cosa y no quiero trabajar para esos guardias. Aunque aquí no parecen tan malos. —Los otros hombres rieron ante aquellas palabras.

   —¡No parecen tan malos! —dijo el que más había hablado, dando un golpe sobre la mesa—. Eso es porque no vives aquí, pero yo en tu lugar no me quedaría mucho tiempo. Si no te será caro intentar salir.

   —¿A qué te refieres? —preguntó el muchacho.

   —Estoy diciendo que en este pueblo solo son bien tratados los que pueden contribuir con oro, hasta que lo pierden —dijo—. Entonces solo puedes contribuir de una forma: trabajando. Y es lo que hacemos la mayoría, a cambio de miseria y de que nos traten peor cada vez.

   —Yo vengo de Las Cucarachas —dijo Deinal—. Allí es así siempre.

   —Ah, de origen «noble» —dijo el hombre, estirando un brazo para darle unas palmadas en el hombro al muchacho—. ¿Y cómo has salido de ahí? No me digas que hay libertad para entrar o salir de ese pueblo.

   —No, no la hay —dijo Deinal—. Pero conseguí escaparme, aunque acabé en Gran Rata. Pero también pude escaparme de allí.

   —¡Pero bueno! —dijo el hombre que hasta entonces había estado callado, el de cabellos castaños—. Parece que se te da bien huir. Sin duda aquí tendrás que probar esa habilidad una vez más.

   —Así es —dijo el otro—, y permite que me presente —añadió, levantándose—. Soy Énbrud.

   —Y yo Mardo —dijo el otro.

   —Yo soy Deinal —dijo el muchacho.

   —Bien, Deinal, camarada —dijo Énbrud—, porque ahora te unirás a nosotros. Y cuando consigamos el gran botín nos ayudarás a escapar de Abedulia, ¿de acuerdo? —el muchacho asintió—. Nos has caído bien, así que podrás dormir en esta casa. Hay un colchón libre en la otra habitación, puedes acomodarte en él cuando quieras pues no se hablará de nada más hasta mañana. Aunque debo decir que del oro que conseguimos hoy, no te llevarás nada. Y por la mañana tendrás que trabajar, como todos.

   —Se siente, mozuelo —dijo Mardo, mientras empezaba a caminar hacia la entrada. A Deinal le había abandonado ahora cualquier inquietud referente a su supervivencia, mas no sabía qué ocurriría después del amanecer.

   Oyó cómo la puerta de la casa era cerrada con llave y miró a Mardo, que se la entregó a Énbrud, quien la guardó en un bolsillo. Apartó los ojos enseguida.

   —No queremos que te nos escapes hasta que demos por seguro que podemos confiar en ti —dijo Énbrud—. No es nada personal, muchacho.

   Deinal asintió mientras sonreía y Énbrud volvió a palmearle un hombro. Después salió de la habitación, cruzó el recibidor y entró en el otro cuarto, invitando al muchacho a entrar también poco después.

 

   Tras tumbarse en el colchón que le habían preparado y después de las buenas noches de sus nuevos compañeros, Deinal siguió sintiéndose inquieto. Aunque la situación había llegado a buen término, no era el final que deseaba para su día. «¿Y ahora tendré que trabajar con estos dos hasta que consigan robar lo que quieren?», pensó, con desagrado. Y sus ojos inquietos no pudieron evitar dar una vuelta por las sombras de la habitación. «No voy a hacer eso, me marcho», se dijo en pensamientos. Sin embargo, decidió esperar un rato más.

   Cuando hubo pasado suficiente tiempo para reunir el valor necesario, se sentó y miró a Énbrud y a Mardo. Ambos yacían durmientes, roncando, y Deinal no esperó más, aquel era el momento. Se acercó a Énbrud y vio que tenía entre sus brazos la bolsa de oro, y aunque aquel hombre fuese un ladrón, no se percató de las manos del muchacho, que le arrebataron el botín. «Ahora la llave», pensó Deinal, intentando distinguir algún bolsillo entre las sombras. Movió un poco la cabeza, tratando de no hacer ruido a pesar de la inquietud que le hacía temblar, hasta que un sonido ligero lo alertó. No tardó en darse la vuelta y comprobar que Mardo había despertado y lo miraba.

   Ni un segundo después, Deinal se irguió y echó a correr sin importarle ya el ruido aunque sin dejar su fardo, pero cuando llegó a la puerta de la casa se sintió asustado. «¡No cogí la llave! ¡Mierda!». De todas maneras tiró del picaporte como si lo quisiera arrancar, y la madera cedió y el aire frío del exterior entró a invitarle a salir. Invitación que aceptó al instante a pesar de su sorpresa.

   —¡Eh! ¡¿Qué ocurre?! —exclamó Énbrud.

   Pero nadie le respondió pues Mardo había salido corriendo detrás del muchacho. Énbrud también se levantó y salió en persecución del ladrón, molesto y aún un poco aturdido por el sueño que había tenido que abandonar.

 

   Deinal corría ahora hacia el norte de Abedulia, por donde recordaba que había entrado en la aldea. Pero cuando alcanzó la puerta vio que estaba cerrada, y que no había ningún guardia allí. Sin embargo, sí pudo ver una silla vacía, y suponiendo que el vigilante de turno se había ausentado por una razón u otra, el joven subió a ella de un salto, arrojó su fardo y el oro al otro lado del muro y después lo escaló. Y una vez en el exterior recogió sus cosas y siguió corriendo.

   —¡Espera, tú! —dijo alguien, Mardo, que también había saltado el muro. Énbrud parecía haberse quedado atrás.

   Pero el joven no estaba dispuesto a dejarse alcanzar y aceleró su carrera a través de los campos de labranza que había allí. Saltó la valla que los separaba de la arboleda poco después, y aún perseguido por Mardo se adentró en el extenso bosquejo de abedules. Corrió y corrió sin detenerse, mas los minutos pasaron y Mardo seguía detrás, llamándole y pidiéndole que se parara. No había nadie más en los alrededores.

   —¡Aguarda! ¡Yo también iba a robarle a Énbrud! —fue lo último que dijo Mardo antes de que Deinal se detuviera.

   Pero el muchacho no se paró para escuchar palabras, sino para sacar sus armas y tratar de zanjar el asunto con aquel ladrón.

   —¡Vuelve a Abedulia! —exclamó Deinal, amenazándolo con la espada, jadeando—. No voy a devolverte el oro.

   —No quiero volver —dijo, mientras jadeaba también—. No voy a hacerlo.

   —Pues déjame en paz —dijo el muchacho—. Si no tendré que quitarte de en medio.

   —Espera, solo quería darte las gracias —dijo, con las manos en alto—. ¡Mira! He conseguido salir de esa condenada aldea, y sin pagar oro. Yo… iba a traicionar a Énbrud por una buena razón, no soy tan rufián como él.

   —¿No erais compañeros? —preguntó Deinal, desconfiado—. ¿Qué razón es esa?

   —Solo estaba ayudándole porque no soy capaz de robar yo solo —dijo Mardo—. Hay alguien importante a quien debo encontrar, así que necesitaba dinero para salir de Abedulia. ¿Qué hay de ti, por qué querías robar?

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Traducción y análisis "The sound of silence"

 Hola oscuridad, mi vieja amiga he venido a hablar contigo otra vez pues una visión reptando discreta dejó sus semillas mientras dormía Y la...