Deinal corrió más rápido de lo que nunca había corrido, y no por el temor de ser perseguido, sino por la prisa que sentía al querer alejarse de la fuente de aquel intenso dolor. No le importaba dirigirse hacia las inmundas aguas de otro río, solo quería poner millas de distancia entre él y Gran Rata. Atravesó los campos de labranza en poco tiempo y saltó la valla que los protegía del exterior mientras alguien gritaba que se detuviera. Pero el muchacho no lo iba a hacer.
Así se adentró de
nuevo en el extenso bosquejo de robles, mas no dejó de correr hasta que el
corazón le obligó a parar. Y por unos segundos su mente se quedó en blanco, y
trató de recuperar el aliento mientras miraba atrás por si alguien le intentaba
alcanzar. Tuvo que secarse el sudor de la frente, y poco después se echó a
andar, alejándose aún más de aquel poblado donde dejaba tanto. También se
alejaba de las tierras de los elfos, pero había decidido que no iría allá. La
razón era sencilla: si bien podría tener una vida tranquila entre la Gente del
Sol, con ellos jamás podría reunir quinientas mil monedas de oro en poco tiempo.
Para lograrlo, Deinal se dio cuenta de que lo mejor sería robar, quitarles
aquel dinero a los guardias y a quienes dirigían el reino, que eran quienes más
tenían.
Sin embargo, le
preocupaban sus propias destrezas. No era bueno con las palabras y menos cuando
mentía, ni tenía habilidades de sigilo o engaño. Sentía que la empresa de
reunir tantas monedas iba a ser muy difícil, mas no se quería rendir. Si lo
conseguía podría liberar a su madre, vivir con ella aunque fuera en un pueblo
miserable. No dejaba de sentir rabia al pensar en el alto precio que tenía que
pagar, pues daba por seguro que los mayores nobles podrían gastarse tales cantidades
sin siquiera tener la sensación de haber desperdiciado ni una moneda.
Decidido, intentó
acelerar el paso sin desviarse del norte, dispuesto a encontrarse con el río y
hallar una forma de cruzarlo para luego seguir su cauce y alcanzar una de las
grandes ciudades.
Durante el resto
del domingo, Deinal caminó a buen ritmo, y cuando su mente se enfrió comenzó a
sentirse preocupado por el guardia al que había atacado. Aunque era muy
probable que fuera una persona despreciable, el muchacho se sentía extraño al
pensar que quizá lo hubiera matado. Sin embargo, cuando miraba la punta de su
espada pensaba que era imposible que hubiera acabado con la vida de nadie, pues
la hoja no tenía ni una mancha de sangre. «Tengo que seguir mejorando con la
espada», pensó, sintiéndose preocupado. No la había soltado desde que saliera
de Gran Rata, y no pensaba hacerlo hasta que tuviera que descansar.
Caminó entre los
troncos de los árboles sin seguir una senda dibujada en el terreno hasta que el
Sol se ocultó por completo. Entonces se detuvo al pie de un roble, y cuando
oscureció un poco más sintió un poco de frío y lamentó no ser capaz de encender
un fuego con sus manos. Dejó el fardo a un lado y se cubrió con la capa que le
había dado Elvaría y con la túnica que había traído consigo desde Las
Cucarachas. «Así podré soportar las noches por ahora», pensó. No obstante, era
consciente de que tarde o temprano necesitaría el calor de las llamas, pues si
conseguía cazar algo además tendría que cocinarlo, y sus provisiones no
durarían por siempre. «No podré sobrevivir solo con lo que tome prestado»;
sonrió al pensar en todo lo que tendría que robar si pretendía seguir siendo
libre. Él se consideraba honrado, pero si no había otra manera de salir
adelante, lanzaría sus manos hacia todo aquello que pudiera tomar.
Suspiró, y llevó su
mente hacia otros pensamientos y sus manos a la capa que lo cubría, para
abrigarse. Y pensando en su madre, que en aquellos momentos dormía en la
habitación que compartía con las otras mujeres de la casa de guardias de Gran
Rata, también se durmió.
Temprano en la
mañana, aprovechando el frescor de las primeras horas de luz, Deinal practicó
un buen rato con el escudo y la espada. Luego desayunó y se puso en marcha. La
mañana que se abría ante él era clara, pero el camino era largo, y por dos días
anduvo por un paraje que apenas sufrió cambios. A los robles y a los arbustos
comunes se les unieron los abedules en la segunda jornada, y después comenzaron
a aparecer algunos arbustos más pequeños y espigados e incluso plantas que
dejaban ver poco más que una tímida flor. El terreno fue casi siempre llano; de
vez en cuando se deformaba hacia abajo o hacia arriba, pero Deinal nunca
encontró un gran obstáculo.
Su mayor dificultad
fue el peso de todo lo que pensaba, de los recuerdos recientes que aún
quemaban. Por otro lado, también le seguía preocupando su baja destreza con las
armas, y por ello no dejaba de practicar por las mañanas. Y siempre que
comenzaba, deseaba tener una buena casa con bañera para poder entrenarse y
sudar sin la preocupación de la incomodidad. Aun así, su habilidad conseguía
mejorar siempre un poco.
Una destreza que en
verdad no lograba mejorar era la de la caza, sobre todo porque no tenía ni una
oportunidad (o no la percibía). Parecía que en aquella región no había más
animales que los bichos y las aves, y aunque a Deinal le aliviaba que no
hubiera osos, lobos u otros depredadores, echaba en falta la presencia de
alguna criatura un tanto más pequeña y fácil de capturar. De todos modos,
aunque lo lograra, no tenía con qué cocinarla y eso le desanimaba; tendría que
sobrevivir con unas provisiones que eran menos tras cada jornada, y soportar
hasta encontrar un nuevo asentamiento.
Y tuvo la impresión
de que aquello ocurriría cuando halló el cauce del río Mitgur, que se deslizaba
lento y ancho hacia el noroeste, donde moría a unas treinta y siete millas de
Las Cucarachas. Ese pueblo estaba lejos ya, mas se presentó en la mente de
Deinal; él observó las aguas, lamentándose por verlas tan sucias como las del
Rurine. Por supuesto, no se iba a echar a nadar, así que empezó a caminar hacia
el este con la esperanza de hallar algún puente.
Por el camino se
dio cuenta de que al otro lado del río había menos robles, y parecía que allí
gobernaban ahora los abedules; al muchacho le gustaba contemplar los árboles,
su compañía estaba siendo lo único hermoso en aquel viaje a través de Pozo
Negro. Siguió caminando cerca del Mitgur durante el resto del día, siempre a
una distancia que lo mantuviera alejado de su hedor. Por la noche tuvo que
hacer frente a unos cuantos mosquitos más de lo común, pero aun así logró
dormirse cuando el cansancio se apoderó de su cuerpo.
Al día siguiente,
tras algunas horas de andar, tuvo la suerte de encontrar un puente que cruzar,
y se sintió satisfecho con el hallazgo. También sintió que no estaba tan
agotado como lo estuvo durante su primer viaje, y a pesar de que no supo si era
porque tenía más provisiones o una meta más poderosa, cierta energía destelló
en su interior e hizo brillar su mirada.
Así pues, anduvo
bastante concentrado y animado desde ese momento, hasta que en cierta hora algo
que se movía llamó su atención. Era mucho más grande que los pajarillos que
solía ver y que eran la única fauna que él había avistado; de hecho, aquel ser
caminaba, y más que un ser era una
persona. Muchas yardas más allá, había entre los abedules un hombre que
caminaba hacia Deinal. Parecía mayor y no vestía buenos ropajes, pero al
muchacho le sorprendió el solo hecho de encontrarse con alguien. Pensó en
preguntarle por el asentamiento más cercano, y aunque no habría sido capaz de
hablarle si ya lo hubiera tenido al lado, pudo obtener valor durante el tiempo
que pasó antes de que estuvieran a menos de cinco pasos. Sin embargo, cuando
Deinal aún se hallaba levantando la mirada hacia el desconocido, este le habló.
—Eh muchacho, ¿qué
llevas ahí? —dijo, observándolo.
—Algunas cosas para
el viaje —dijo él, sintiéndose un tanto desconcertado.
—Dámelas —dijo el
hombre, sacando un puñal de su bolsillo, apuntando a Deinal con él mientras se
le acercaba más.
El joven sintió
terror y retrocedió unos pasos por instinto, sin dejar de mirar la hoja que le
amenazaba. Pensó en salir corriendo, pero también se le ocurrió que debía
plantar cara; así pues, con nerviosismo y manos temblorosas, se puso el fardo ante
el pecho y sacó rápidamente el escudo y la espada. Después dejó caer sus cosas.
—¡Atrás! —gritó,
sin demostrar mucha seguridad en la voz. El ladrón lo miró sin sentirse amedrentado.
—Deja de jugar,
anda —le dijo—. Si me das tu bolsa no te haré ningún daño. —A Deinal no se le
fue el miedo del corazón, pero también sentía rabia. No pudo hacer más que
quedarse clavado allí, sosteniendo el escudo y la espada. Unos segundos después
dijo:
—¡No te daré nada!
—Como respuesta, el hombre se acercó más a él.
Deinal se
sobresaltó pero fue capaz de empujar su fardo hacia atrás con uno de sus pies.
El ladrón se le puso delante con un par de zancadas e intentó apuñalarle sin
miramientos, pero el escudo de madera se interpuso. El cuchillo se quedó
clavado en su superficie y el extraño no pudo sacarlo a pesar de que tiró de
él, y Deinal aprovechó para intentar golpearle con la espada. El ladrón, que no
se dio cuenta de que la hoja estaba poco afilada, se echó a un lado saltando y
luego comenzó a correr, pues el joven trataba ahora de atacarlo nuevamente.
Deinal lo persiguió
durante unos segundos, hasta que se dio cuenta de que lo mejor era dejarlo
marchar. La tensión tardó unos instantes en desaparecer, mas cuando fue
consciente de lo que había acontecido se sintió eufórico y miró a su fardo, que
seguía donde lo había dejado, intacto.
—¡Vencí! —dijo, en
voz no muy alta. Pero cuando se percató del cuchillo incrustado en su escudo,
fue consciente de que la fortuna lo había ayudado. Ahora sintió un pinchazo de
preocupación, aunque prefirió no ponerse a pensar y corrió hacia sus cosas.
Cuando las alcanzó
se sentó al lado de ellas y puso el escudo en el suelo, sujetándolo con los
pies para tratar de desencajar el cuchillo de la madera. Lo consiguió con un
poco de esfuerzo, y cuando tuvo la afilada hoja en sus manos supo que no debía
tirarla sino quedársela. Podría utilizarla (estaba más afilada que su espada)
para diferentes tareas o incluso venderla si se diera la ocasión. Sintió
felicidad ante su nuevo botín.
Como premio, se
quedó allí descansando unos minutos, pero cuando empezó a sentir que estaba
perdiendo tiempo, se levantó y comenzó a caminar de nuevo. Sin darse cuenta
empezó a desviarse hacia el noreste, y siguió el mismo rumbo durante unos dos
días en los que no se encontró con ningún otro percance. Deinal repartió muy
bien sus provisiones y siempre consumía pocas, por lo que aún le quedaba algo
de agua y alguna fruta cuando advirtió la presencia de unas murallas en la
lejanía.
El día era claro,
así que no tardó en percatarse de que estaban hechas de madera; sin embargo, su
longitud le sorprendió. Se alzaban por tantas yardas que Deinal no podía ver su
final entre los abedules que aún poblaban el campo, y creyó que podría estar
ante una de las grandes ciudades. Aunque, según lo que había escuchado, estas
eran de piedra, así que solo podía sentirse desconcertado. La inquietud también
apareció en su corazón pues no quería volver a ser amenazado con el encierro, y
a pesar de que había pensado en hacerse pasar por mercader, temía que su
mentira no fuera creída pues apenas disponía de mercancía.
Varios minutos
después, que pasó en tensión, Deinal se vio ante el muro de firmes tablones que
impedían la entrada a la aldea. Tuvo que andar más, recorriendo hacia el norte la
escasa sombra de los muros para encontrar una puerta. Allí, como temía, había
un guardia con mejores galas que aquellos que patrullaban en Las Cucarachas o
en Gran Rata. El muchacho se acercó a él, quien lo advirtió enseguida y lo miró
sin mostrar ningún gesto extraño. Deinal estaba preparado para echarse a correr
si aquel hombre intentaba obligarlo a entrar, y a pesar de la inquietud que
dominaba sus piernas le saludó desde cierta distancia.
—Hola —dijo—, soy
un viajero… mercader. Me gustaría saber si podría entrar en la aldea.
—Buenos días —dijo
el guardia—, le doy la bienvenida a Abedulia. Si puede permitirse la estancia,
será bien recibido en nuestra posada.
—¿Posada? —preguntó
Deinal, desconcertado. No esperaba hallar una posada, mas lo peor era que no
tenía tanto dinero.
—Sí, en El beso de queso hallará una buena cama
y comida —dijo el guardia—. ¿Desea entrar?
—Sí, sí —respondió
Deinal, apresurado—. ¿Dónde puedo encontrar esa posada?
—Diríjase hacia el
suroeste sin alejarse demasiado de la muralla. No tiene pérdida por ser el
edificio más alto —dijo el guardia.
—De acuerdo, se lo
agradezco —dijo el muchacho, aún desconcertado con la situación.
El guardia asintió
y se apartó de la puerta de Abedulia, que estaba abierta. Deinal pudo entonces
ver el interior de la aldea, y se sorprendió por lo distinta que era de su
hogar, Las Cucarachas. Aquel sitio estaba mucho más limpio y organizado,
incluso parecía que tenía otro color más vivo. El joven dio unos cuantos pasos,
desconfiado; no podía creer que le hubieran permitido la entrada, que se la
permitieran a un desconocido. «Tiene que haber algo más», pensó. «No puede ser
que este lugar parezca tan bueno en comparación con el sitio del que vengo».
Sacudió la cabeza
sin dejar de observar los alrededores de Abedulia; apenas había gente en el
exterior, solo se encontró con algún guardia y también vio unos pocos gatos
callejeros. De pronto recordó la razón por la que había ido allí: robar. Y si
bien no estaba seguro de cómo empezar a hacerlo, pensó que lo mejor era
comenzar por los edificios más grandes, y El
beso de queso parecía ser el ideal. «Pero, ¿cómo pagaré la estancia allí?
Estaría bien si pudiera pasar la noche ahí dentro, así podría robarles el oro
que otros les hayan pagado».
Aquella idea le
pareció buena, y animado aunque un poco temeroso, aceleró el paso en su
búsqueda de la posada. Cuando halló un edificio de dos plantas, marrón por la
madera con la que estaba construido y con un letrero en su entrada que mostraba
una especie de queso con boca y labios pronunciados, supo que había encontrado
lo que buscaba. A través de las ventanas pudo atisbar un poco del tranquilo
interior, y cuando abrió la puerta fue capaz de observarlo por completo. Jamás
había estado en una posada, o mejor dicho, jamás había estado en un lugar tan
acogedor.
Ante él había un
salón bien iluminado gracias a las claras ventanas; a su izquierda había una
escalera cuyos peldaños se ensombrecían más según ascendían, frente a él se
alzaba una larga barra con una puerta detrás, y a la derecha se abría una
arcada que parecía llevar a otra estancia desde la que llegaba un ligero aroma
a comida. El asombro mantuvo cautivo a Deinal durante unos segundos, hasta que
se percató de que alguien se movía cerca de su campo de visión. Un hombre con
un delantal negro apareció tras abrir la puerta que había tras el largo
mostrador; este señor sacó un trapo de uno de sus bolsillos para secarse las
manos y después se pasó los dedos por el poblado bigote que destacaba en su
rostro redondo, coronado por una mata de pelo bastante pobre. El muchacho no se
movió del umbral del edificio.
—¿Qué desea, joven?
—preguntó aquel hombre, que era el dueño de la posada.
—Ah, uhm… me
gustaría saber cuánto me costaría pasar la noche aquí —dijo Deinal.
—Oh, ¿solo una
noche? Pues le costaría unas cien monedas —dijo el hombre—. Pero déjeme decirle
que serían bien pagadas, pues podría usted comer y beber hasta hartarse durante
la cena y luego descansar en una de las mejores camas de Abedulia.
—Ya veo —dijo
Deinal, no muy convencido. «¿Cómo voy a pagar eso si solo me quedan cuarenta y
cinco monedas?», pensó. Entonces, sin detenerse mucho a meditarlo, se acercó al
posadero—. ¿Y no le interesaría un cuchillo? —preguntó.
—Joven, ¿está usted
intentando amenazarme? —preguntó el posadero con recelo, dando un paso atrás
mientras posaba una mano sobre el pomo de la puerta que había cruzado antes.
—No, no —se
apresuró a decir Deinal—. Quiero decir que si a cambio de un buen cuchillo para
cortar carnes o lo que usted quiera, más quizá unas veinte monedas de oro, me dejaría
pasar una noche aquí. Sería un trato justo, ¿no?.
—Muchacho, hace
tiempo que dejaron de usarse los trueques, debería saber que… —el posadero
enmudeció cuando Deinal, aunque no había dejado de escucharlo, sacó el
cuchillo—. ¡Válgame el cielo! —exclamó—. ¡Pero si es el que me robaron la
semana pasada! ¿Dónde lo encontraste?
—Pues… la verdad es
que un hombre intentó apuñalarme con él para robarme —dijo Deinal, sorprendido.
—Vaya, vaya, lo
lamento hijo. Hay mucha gente taimada pululando por este reino, aunque las
peores están en los sitios más vistosos, no en los bosques salvajes —dijo el
hombre—. Parece que tienes cierta destreza si conseguiste desarmar a ese
bellaco y que no te robara.
—Bueno… —murmuró
Deinal, sin intenciones de revelar la verdad—. Entonces, ¿le interesa?
—¡Faltaría más!
—dijo—. Y en honor a tal hazaña, no tendrás que pagarme nada de oro por esta
noche. Eso sí, me gustaría tener ya ese cuchillo —añadió, extendiendo las manos
hacia Deinal. Este no lo pensó demasiado y le entregó el puñal, y el posadero
pareció satisfecho—. Verá, le tengo aprecio por haber estado siempre en mi
familia, ¿sabe? De pequeño veía cómo mi padre cortaba las cabezas de las
gallinas con él. Qué recuerdos de aquellos tiempos, cuando aún ni siquiera se
había levantado este edificio. ¡Pero bueno! No quisiera quitarle tiempo con
esas historias de años pasados, vayamos a su habitación. Mi nombre es Jarcho,
hijo de Ulgo, el fundador de El beso de
queso.
—Es un honor
conocerle, mi nombre es Deinal —dijo él, mientras Jarcho salía de detrás de la
barra, y le palmoteaba un hombro después.
Deinal se quedó
pensativo durante un par de segundos hasta que comenzó a seguir al dueño de la
posada, que ya estaba subiendo los primeros peldaños. Tras recorrer dos hileras
de escalones, llegaron a un pasillo no tan bien iluminado como la sala de
abajo, pero que disponía de muchas puertas y conectaba con otro pasillo que se
extendía a su izquierda.
Jarcho guió al
muchacho hacia el frente y lo llevó hasta la última habitación, cuya llave se
sacó del bolsillo del delantal y le entregó a Deinal.
—Por desgracia
llegó usted justo después del almuerzo —dijo el dueño de la posada—. La cena se
sirve a las ocho, y hasta entonces puede usted entrar y salir a su antojo del
edificio. Pero no monte ningún escándalo y sea limpio.
—Tranquilo —dijo
Deinal, que no pensaba hacer ningún otro mal aparte del robo—. Gracias por
traerme hasta aquí.
—No hay de qué,
todo sea por el bien de los huéspedes —dijo Jarcho—. Y ahora, si me disculpa,
correré de vuelta al recibidor. ¡No sea que alguien se cuele sin mi permiso!
Deinal asintió
mientras sonreía para despedirse de aquel hombre que, aunque no salió
corriendo, anduvo con paso rápido rumbo a las escaleras. El joven se metió en
la habitación, y sus ojos volaron solos hacia aquella cama que era la más
cómoda que jamás hubiera visto. Cerró la puerta y se dirigió a ella con pasos
largos, dejándose caer sobre el colchón; allí, todo el cansancio que había
reunido durante el viaje apareció y se abalanzó sobre él, llevándole a cerrar los
ojos casi sin que se diera cuenta de ello.
Despertó con lenta
calma un buen rato después, y se alarmó al pensar que podría haber dormido
demasiado. Corrió hacia la puerta del dormitorio y se asomó al exterior, pero
aún no se olía la cena y había algo de luz natural. Volvió al interior de la
habitación y a sentarse de nuevo sobre el colchón, y solo entonces observó los
alrededores de aquella estancia. Estaba mejor equipada que cualquiera de sus
anteriores casas pues tenía hasta un cuarto para el aseo, y en su puerta se
fijó Deinal. Fue hasta ella y se asomó al interior, y vio que allí podría
incluso darse un buen baño. Lo cierto era que la suciedad y el mal olor que
desprendía su cuerpo eran cargas a las que le había sido difícil acostumbrarse,
mas no iba a desperdiciar la oportunidad de librarse de todo eso.
Antes de darse un
buen baño, aprovechó para practicar con la espada y el escudo sin preocuparse
por sudar. Después se lavó durante un buen rato, y aunque sus ropas eran las
mismas, las vestía ahora con más comodidad. Bajó entonces al comedor y se
sintió incómodo ante la presencia de tantas personas desconocidas, de las
cuales algunas le arrojaron miradas llenas de interrogantes.
Deinal se sentó en
la mesa libre más alejada que había y se quedó un buen rato con la cabeza
agachada, pensando; hasta que un muchacho de más o menos su misma edad se
acercó a él para preguntarle qué deseaba comer. Tuvo el atrevimiento de
preguntar si había carne, y ante la respuesta afirmativa pidió un filete de
cerdo con verduras y agua para beber. En cuanto el joven se alejó su estómago
comenzó a sentir emoción, pues para alguien como Deinal era casi imposible
probar la carne ya que tenía un precio demasiado alto en su aldea, y sus
vecinos apenas la podían comprar. Era comida de guardias.
Mas cuando llegó su
cena, él solo pensó en su plato, recordando que todo aquello era por haberse
quedado el cuchillo de un ladrón al que espantó gracias a la fortuna. Y con la
mente abstraída en el sabor de la comida, se sobresaltó un poco al escuchar una
voz que de pronto se alzó por encima de las demás. No lo hacía sola pues le
acompañaba un instrumento, y cuando el joven levantó la cabeza se percató de
que en medio del salón había un hombre que vestía ropas rojas y moradas y
sostenía un laúd en las manos. Al darse cuenta de que se disponía a cantar
alguna canción, Deinal volvió a concentrarse en su cena aunque no dejó de
escuchar, y estas fueron algunas de las palabras que llegaron a sus oídos:
Oídme hablar del reino de las rosas,
ese que brilla aún más que el oro,
ese donde ríen las damas hermosas.
Como una joya centellea
rodeada de un negro lodo,
y quienes la habitan le dicen
como capitanes en lo alto de un barco:
¡Que lo aparten! ¡Que lo quemen! ¡Da mucho asco!
¿Acaso puede arraigar una rosa
en tan despreciable fango?
¡Oh, no! ¡Claro que no! ¿Qué cosas estás preguntando?
Por eso vecinos, reíd,
por eso hermanos, cantad,
pues en la rosa vivís
¡oh sueño, de libertad!
Deinal levantó la
mirada por un segundo para contemplar a aquel bardo, pues no creía que pudiera
estar cantando tales palabras creyendo que fueran verdad. Y le pareció ver en
su rostro cierto atisbo de ironía, y sonrió para sí mismo, porque quienes
estaban a su alrededor habían bebido ya tanto que poco les importaba lo que él
decía mientras fuera en un canto. En verdad el joven no podía pensar que
aquellas letras se hubieran referido al reino, sí quizá a su capital; mas no
estaba de humor para pensarlo demasiado, y el juglar pronto empezó a entonar
otra canción más alegre.
Una vez estuvo
vacío su plato, Deinal contempló a las personas que había alrededor. No pudo
ver ni una mujer joven, y las pocas mayores que había parecían estar
acompañando a sus esposos, tan o más ebrias que ellos. De pronto, vio que por
su derecha una figura se acercaba rauda hacia él, y cuando movió la cabeza en esa
dirección se dio cuenta de que no era otro que Jarcho.
—¿Ha estado todo a
su gusto, joven señor? —preguntó el posadero cuando estuvo al lado de Deinal,
inclinándose hacia él.
—Sí, gracias —dijo
él, percibiendo cierto aroma a vino que provenía de las ropas o del aliento de
Jarcho, o de los dos sitios—. Creo que pronto me iré a dormir.
—Estaremos aquí
hasta las once de la noche —dijo el hombre—. Pero si prefiere retirarse a
descansar, estupendo. Le aseguro que no oirá ni los ruidos más estridentes. Oh,
¿puedo servirle algo más?
—No, no será
necesario. Gracias —dijo Deinal. Jarcho asintió y se marchó, devolviendo con
rapidez su mente hacia otros asuntos.
En realidad Deinal no sentía sueño alguno,
pero sí quería retirarse para estar lejos de tanto jolgorio. Aún no llegaba a
encontrarse cómodo entre muchedumbres, y menos si estaban formadas por gente
desconocida. Así pues, en pocos segundos se puso en pie y se fue del salón sin
apenas ser visto.
Ya en su habitación
se quedó a solas con sus pensamientos, y en verdad no se oía nada que
proviniera del piso inferior. «Ahora solo tengo que esperar», pensó, comenzando
a sentirse inquieto. Planeaba quedarse allí hasta que todos se durmieran y así
poder llevarse algo de valor. No obstante, la lástima estorbaba a su
determinación, y el miedo a ser descubierto la engordaba.
Mas aún no era
tiempo de enfrentar a aquel sentimiento, y durante las horas oscuras que
siguieron Deinal pasó el tiempo pensando, tanto en lo que tenía que hacer como
en sus recuerdos, en su madre Elvaría y en conseguir el dinero para liberarla.
Deseaba poder tenerlo todo ya, pero por mucho que se asomara al exterior de su
habitación, parecía que nunca tendría la oportunidad ni de robar en El beso de queso.
Hasta que sucedió,
no supo a qué hora, pues cuando asomó la cabeza al pasillo, todo estaba tan
oscuro y tranquilo que parecía que allí no vivía nadie. Deinal se apresuró a
recoger sus cosas para salir de la habitación con ellas, y procurando que sus
pasos no hicieran que el suelo de madera se quejara, comenzó a caminar despacio
hacia la escalera que llevaba al piso de abajo.
Tenía pensado
cruzar la puerta que había tras el mostrador donde Jarcho lo había recibido por
la mañana; quizá allí hubiera objetos de valor o estuviera la habitación del
posadero con las ganancias del local. Llegó hasta la barra de servicio y pasó
por debajo del tablón que se apartaba para poder entrar o salir, y aun con el
peso de la inquietud que cargaba, observado por las sombras, se aproximó al
umbral. Llevó una mano temblorosa al picaporte, lo sujetó como si pudiera
romperse y tiró hacia abajo con lentitud, sorprendiéndose de que la puerta
cediera después.
La abrió un poco y
se asomó al interior, mas las tinieblas de la noche no le permitieron
distinguir mucho. Erguido y casi a tientas se adentró en el cuarto, y sin
despegarse de la pared derecha avanzó, adelantando siempre una mano para poder
palpar lo que hubiera allí. Hasta que tocó algo blando y cálido.
—¿Quién eres?
—susurró una voz grave. «¡No!», pensó Deinal, alarmado. Se echó hacia atrás
para salir de allí y tropezó con algo que provocó fuertes ruidos; una mano lo
sujetó del brazo. —¡Vámonos, vámonos! —dijo la misma voz de antes.
De pronto, Deinal
se vio empujado hacia el exterior de la habitación y cuando quiso darse cuenta,
pues aquellos segundos pasaron como un torbellino de negrura, estaba fuera del
edificio. El corazón le palpitaba con rapidez y se dio la vuelta para intentar
verle el rostro a quien fuera que lo había sacado de allí. Vio a un hombre un
tanto mayor que él con el pelo castaño un poco largo y descuidado y una barba
de igual condición en un rostro casi esquelético. Otro hombre, de cabellos
negros y cortos salió detrás de ellos.
—¿Quién es este
tipo? —dijo, mirando a Deinal con recelo.
—No lo sé, pero el
ruido que hizo podría haber despertado a alguien —dijo el otro.
—Eh… —musitó
Deinal, tratando de hablar.
—Ahora no hay
tiempo, alejémonos de aquí —dijo el de pelo negro.
Deinal se percató
de que aquel sujeto aferraba una bolsa algo abultada, aunque no tuvo tiempo de
observarla bien. Fue empujado hacia delante y los otros hombres lo rodearon,
conduciéndole entre las casas y sin decir nada hacia algún lugar.
Deinal,
desconcertado y un tanto inquieto, no tuvo tiempo para pensar demasiado pues
pronto lo hicieron pasar a un hogar que desde fuera parecía bastante amplio. Uno
de los hombres cerró con cuidado la puerta y entonces la oscuridad se volvió
total, hasta que una llama destelló y su luz iluminó el interior de un salón
poco amueblado. Había una habitación en la derecha y otra en la izquierda, y
Deinal se sorprendió por ello aunque en él reinaba ahora con más poder el
temor. El hombre de pelo negro le hizo un ademán para llamar su atención.
—Ven aquí —dijo,
señalando la habitación de la izquierda.
Deinal fue hasta el
umbral de la estancia, casi empujado por el otro hombre, y vio que allí había
una mesa junto a algunas sillas. Lo hicieron sentarse en una de ellas y
entonces el que lo había llamado dejó caer la bolsa sobre la madera y se sentó
frente al muchacho.
—¿Qué llevas ahí?
—le preguntó, mirando su fardo.
—Nada… —dijo
Deinal—. Apenas me quedan provisiones ahí, y solo tengo las cosas de mi viaje.
—¿Qué hacías
intentando colarte en la cocina de la posada? —le preguntó el otro hombre, que
estaba de pie a su lado.
—¿La cocina? Bueno,
estaba buscando a Jarcho, el posadero —dijo, queriendo ocultar la verdad.
—¿Y cómo sabías que
su habitación estaba al fondo de la cocina? —preguntó el mismo—. Eres un
forastero, y ese viejo no deja entrar a cualquiera ahí dentro.
—Uhm…
—Escucha, mozuelo
—dijo el de cabellos negros—. Nosotros llevábamos días planeando el robo que
nos has estropeado. Por tu culpa no pudimos llevarnos ni la mitad de lo que
podríamos haber cogido.
—¿Sois ladrones?
—dijo Deinal, intentando aparentar que no lo había supuesto.
—Así es, y de los
buenos. No como tú —dijo el mismo—. Aunque no somos buenos cuando hay competencia, no sé si me entiendes.
—Sí, pero… —dijo
Deinal, intentando dar con palabras que lo ayudaran a escapar de aquella
situación—. ¡Lo siento! Nadie os ha descubierto hoy, ¿verdad? Podría ayudaros
la próxima vez.
—¿Tú? —dijo el
ladrón, con una risa. Luego miró a su compañero y se tranquilizó—. Al menos
tienes agallas a pesar de tu torpeza. ¿Para qué querías robar?
—Para una vida
mejor —se le ocurrió decir—. No sé hacer otra cosa y no quiero trabajar para
esos guardias. Aunque aquí no parecen tan malos. —Los otros hombres rieron ante
aquellas palabras.
—¡No parecen tan
malos! —dijo el que más había hablado, dando un golpe sobre la mesa—. Eso es
porque no vives aquí, pero yo en tu lugar no me quedaría mucho tiempo. Si no te
será caro intentar salir.
—¿A qué te
refieres? —preguntó el muchacho.
—Estoy diciendo que
en este pueblo solo son bien tratados los que pueden contribuir con oro, hasta
que lo pierden —dijo—. Entonces solo puedes contribuir de una forma:
trabajando. Y es lo que hacemos la mayoría, a cambio de miseria y de que nos
traten peor cada vez.
—Yo vengo de Las
Cucarachas —dijo Deinal—. Allí es así siempre.
—Ah, de origen «noble»
—dijo el hombre, estirando un brazo para darle unas palmadas en el hombro al
muchacho—. ¿Y cómo has salido de ahí? No me digas que hay libertad para entrar
o salir de ese pueblo.
—No, no la hay
—dijo Deinal—. Pero conseguí escaparme, aunque acabé en Gran Rata. Pero también
pude escaparme de allí.
—¡Pero bueno! —dijo
el hombre que hasta entonces había estado callado, el de cabellos castaños—.
Parece que se te da bien huir. Sin duda aquí tendrás que probar esa habilidad
una vez más.
—Así es —dijo el
otro—, y permite que me presente —añadió, levantándose—. Soy Énbrud.
—Y yo Mardo —dijo
el otro.
—Yo soy Deinal
—dijo el muchacho.
—Bien, Deinal, camarada —dijo Énbrud—, porque ahora te
unirás a nosotros. Y cuando consigamos el gran botín nos ayudarás a escapar de Abedulia,
¿de acuerdo? —el muchacho asintió—. Nos has caído bien, así que podrás dormir
en esta casa. Hay un colchón libre en la otra habitación, puedes acomodarte en
él cuando quieras pues no se hablará de nada más hasta mañana. Aunque debo
decir que del oro que conseguimos hoy, no te llevarás nada. Y por la mañana
tendrás que trabajar, como todos.
—Se siente, mozuelo
—dijo Mardo, mientras empezaba a caminar hacia la entrada. A Deinal le había
abandonado ahora cualquier inquietud referente a su supervivencia, mas no sabía
qué ocurriría después del amanecer.
Oyó cómo la puerta
de la casa era cerrada con llave y miró a Mardo, que se la entregó a Énbrud, quien
la guardó en un bolsillo. Apartó los ojos enseguida.
—No queremos que te
nos escapes hasta que demos por seguro que podemos confiar en ti —dijo Énbrud—.
No es nada personal, muchacho.
Deinal asintió
mientras sonreía y Énbrud volvió a palmearle un hombro. Después salió de la
habitación, cruzó el recibidor y entró en el otro cuarto, invitando al muchacho
a entrar también poco después.
Tras tumbarse en el
colchón que le habían preparado y después de las buenas noches de sus nuevos
compañeros, Deinal siguió sintiéndose inquieto. Aunque la situación había
llegado a buen término, no era el final que deseaba para su día. «¿Y ahora
tendré que trabajar con estos dos hasta que consigan robar lo que quieren?»,
pensó, con desagrado. Y sus ojos inquietos no pudieron evitar dar una vuelta
por las sombras de la habitación. «No voy a hacer eso, me marcho», se dijo en
pensamientos. Sin embargo, decidió esperar un rato más.
Cuando hubo pasado
suficiente tiempo para reunir el valor necesario, se sentó y miró a Énbrud y a Mardo.
Ambos yacían durmientes, roncando, y Deinal no esperó más, aquel era el momento.
Se acercó a Énbrud y vio que tenía entre sus brazos la bolsa de oro, y aunque
aquel hombre fuese un ladrón, no se percató de las manos del muchacho, que le
arrebataron el botín. «Ahora la llave», pensó Deinal, intentando distinguir
algún bolsillo entre las sombras. Movió un poco la cabeza, tratando de no hacer
ruido a pesar de la inquietud que le hacía temblar, hasta que un sonido ligero
lo alertó. No tardó en darse la vuelta y comprobar que Mardo había despertado y
lo miraba.
Ni un segundo
después, Deinal se irguió y echó a correr sin importarle ya el ruido aunque sin
dejar su fardo, pero cuando llegó a la puerta de la casa se sintió asustado. «¡No
cogí la llave! ¡Mierda!». De todas maneras tiró del picaporte como si lo
quisiera arrancar, y la madera cedió y el aire frío del exterior entró a
invitarle a salir. Invitación que aceptó al instante a pesar de su sorpresa.
—¡Eh! ¡¿Qué
ocurre?! —exclamó Énbrud.
Pero nadie le
respondió pues Mardo había salido corriendo detrás del muchacho. Énbrud también
se levantó y salió en persecución del ladrón, molesto y aún un poco aturdido
por el sueño que había tenido que abandonar.
Deinal corría ahora
hacia el norte de Abedulia, por donde recordaba que había entrado en la aldea. Pero
cuando alcanzó la puerta vio que estaba cerrada, y que no había ningún guardia
allí. Sin embargo, sí pudo ver una silla vacía, y suponiendo que el vigilante
de turno se había ausentado por una razón u otra, el joven subió a ella de un
salto, arrojó su fardo y el oro al otro lado del muro y después lo escaló. Y
una vez en el exterior recogió sus cosas y siguió corriendo.
—¡Espera, tú! —dijo
alguien, Mardo, que también había saltado el muro. Énbrud parecía haberse
quedado atrás.
Pero el joven no
estaba dispuesto a dejarse alcanzar y aceleró su carrera a través de los campos
de labranza que había allí. Saltó la valla que los separaba de la arboleda poco
después, y aún perseguido por Mardo se adentró en el extenso bosquejo de
abedules. Corrió y corrió sin detenerse, mas los minutos pasaron y Mardo seguía
detrás, llamándole y pidiéndole que se parara. No había nadie más en los
alrededores.
—¡Aguarda! ¡Yo
también iba a robarle a Énbrud! —fue lo último que dijo Mardo antes de que
Deinal se detuviera.
Pero el muchacho no
se paró para escuchar palabras, sino para sacar sus armas y tratar de zanjar el
asunto con aquel ladrón.
—¡Vuelve a Abedulia!
—exclamó Deinal, amenazándolo con la espada, jadeando—. No voy a devolverte el
oro.
—No quiero volver
—dijo, mientras jadeaba también—. No voy a hacerlo.
—Pues déjame en paz
—dijo el muchacho—. Si no tendré que quitarte de en medio.
—Espera, solo
quería darte las gracias —dijo, con las manos en alto—. ¡Mira! He conseguido
salir de esa condenada aldea, y sin pagar oro. Yo… iba a traicionar a Énbrud
por una buena razón, no soy tan rufián como él.
—¿No erais
compañeros? —preguntó Deinal, desconfiado—. ¿Qué razón es esa?
—Solo estaba
ayudándole porque no soy capaz de robar yo solo —dijo Mardo—. Hay alguien
importante a quien debo encontrar, así que necesitaba dinero para salir de
Abedulia. ¿Qué hay de ti, por qué querías robar?
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