En el árido e inhóspito desierto de Uaru Jrosk
vagaban los udhaulu, solitarios o en pequeños grupos, pero todos con un mismo
objetivo: luchar. Unos lo hacían para aumentar su poder y alcanzar metas
secretas, otros solo para sobrevivir saqueando a los vencidos, y algunos por
tener todos los días la sensación que les provocaba asesinar y arriesgar sus
vidas. Allí, en las grises arenas, no había ley alguna; había sido el escenario
de crueles batallas desde el inicio de los tiempos, y todo elvannai que ponía un
pie sobre su cálido suelo era absorbido por una tormenta de violencia, aunque
no lo quisiera.
En
aquel lugar de muerte era difícil hallar quien destacase, pues las luchas eran brutales
y dejaban a diario decenas de elvannai caídos, aunque algunos lograban
sobrevivir con heridas. El mayor peligro del desierto se encontraba en los
grupos de udhaulu, que abusaban de su poder conjunto y de la superioridad
numérica; sin embargo, nunca había muchos integrantes en una misma agrupación, pues
siempre surgía alguna disputa entre «compañeros» que desembocaba en pelea y más muerte.
Por
todo esto, lo más arriesgado era quizá ir en solitario, y muy pocos se atrevían
a viajar de esta manera pues así era más difícil superar a las diferentes
criaturas que también habitaban aquel desolado paraje. Amenazadores animales de
todo tipo trataban de sobrevivir también, y para ello no dudaban en alimentarse
de cualquier criatura viviente, aunque fuera de su misma especie.
Pero aun
con todas aquellas dificultades todavía había quien prefería hacer su camino en
soledad; bien por orgullo, insensatez, o exceso de seguridad, había más de uno
que recorría Uaru Jrosk sin compañía. Tal era el caso de un udhaulu joven, de
cabellos cobrizos y ojos de color rojo. Como todos los de su raza, tenía
cuernos que a él le crecían en los laterales de la cabeza y describían una
curva hacia el interior y arriba; y como era normal en aquel paraje, vestía
ropas dañadas por el ambiente y las peleas, que incluso así cubrían lo
necesario, a pesar de que las cambiaba siempre que tenía la oportunidad, cuando
derrotaba un enemigo sin destrozar su vestimenta o hallaba telas en algún
equipaje. Prefería tapar cuanto pudiera su piel teñida de rojo, aunque se
centraba más que nada en mantenerse alerta para responder con presteza a
cualquier amenaza, y luchar.
Su nombre era Helvet, y vagaba sin objetivos
por aquel inmenso desierto mientras acababa con toda criatura o elvannai que se
cruzase en su camino. Poseía un dominio excepcional sobre el fuego, además de
manejar bien la oscuridad y ser diestro en la lucha cuerpo a cuerpo. Siempre
mostraba arrogancia en su rostro serio y malhumorado, y maldecía e insultaba a
quienes lucharan contra él, pues le enfurecía que creyesen poder tener una oportunidad
de vencerlo, y solo sonreía, de manera cruel, cuando ganaba. Gracias a sus
magníficas habilidades no conocía la derrota, sin embargo, se la presentaba a
quien osara enfrentarle y si alguien provocaba su ira solo obtenía a cambio un
violento ensañamiento, pues Helvet no conocía ni el respeto ni el honor, olvidados
junto a otros valores que en general no existían en los corazones de ningún udhaulu.
Ya no
recordaba cuánto tiempo llevaba viajando ni le importaba, tampoco seguía en su
memoria la cuenta de los elvannai que había hecho caer, y mucho menos la de las
criaturas. Día a día caminaba, peleaba, mataba, descansaba lo necesario y
continuaba. No planeaba alzarse contra ninguna ciudad, aunque podría, ni
pensaba o deseaba llevar otro tipo de vida; hacía justo y solo lo que quería, como
si hubiese nacido para luchar y nada más. Lo único que recordaba de su pasado era
que la villa de la que procedía estaba muy al sur en Tuo Brul’u, y que había
partido hacia el norte hacía ya mucho tiempo, años, aunque ya no sabía cuántos.
Solo podía estar seguro de que jamás había cruzado el Gran Mar, por lo que aún
permanecía en la parte occidental de la Tierra Baja: Um’kodhartur.
Otro
amanecer más le hacía despertar temprano, y dedicó una seria mirada a la luz de
Elzebet. Había descansado en una pequeña cueva que estuvo ocupada por otros dos
udhaulu hasta la noche anterior, cuando Helvet decidió que aquel sería un buen
sitio para dormir. Ninguno yacía ahora con vida, y sus cuerpos llenos de
horribles marcas estaban tirados en la entrada y servían para disuadir a
cualquiera que pensara en adentrarse en aquel agujero. Dejar a los elvannai caídos
en el exterior de una caverna, cerca de su umbral, era una marca para aquellos
que pasaban cerca, pues indicaba que dentro se encontraba quien los había asesinado.
Entrar o no dependía de quien interpretara el aviso, porque tanto el número de
cuerpos como el tipo de heridas que pudieran tener indicaba la fuerza del elvannai
que se encontraba en el interior. Al dejar el refugio, se solía apartar los cadáveres
para señalar que no había nadie. Esto, por supuesto, era usado muchas veces
como trampa, para hacer que udhaulu confiados cayeran de lleno en emboscadas. Pero
a Helvet no le hacían falta ese tipo de trucos, de hecho los despreciaba y se
ensañaba de manera muy violenta con quienes intentaban burlarlo o lo conseguían,
pues aunque pudieran arrinconarlo de algún modo, su fuerza era tal que siempre lograba
liberarse.
Se levantó del rincón en el que se había
acostado sobre sus propias ropas; esa era otra costumbre de los udhaulu que
viajaban por los desiertos, donde ni en las noches más oscuras podían llegar a
sentir frío; por ello acostumbraban a dormir desnudos. Helvet se vistió y tomó
el fardo en el que antes de dormirse había guardado las cosas que necesitaba, y
salió de la cueva para ponerse en marcha. Apartó los cadáveres que había en la
entrada con dos puntapiés y empezó a caminar sacando un trozo de carne cruda de
la bolsa. No le costó nada cocerlo con el calor que bulló desde su propia mano,
y empezó a comérselo mientras andaba sobre la arena gris, pues no le gustaba
perder tiempo ni para alimentarse. Gracias a los udhaulu que había derrotado la
noche anterior, llevaba puesta una camiseta sucia de color marrón claro que no
estaba rota, unos pantalones negros de tela y unas botas oscuras de piel. Los
ropajes que solía llevar toda su raza eran anchos como los suyos, y Helvet cubría
su vestimenta con una túnica negra que más bien parecía un enorme trapo de lo
descuidada que estaba; era la única prenda de su propiedad que conservaba.
Cubrió
su cabeza con el capuchón del manto y anduvo durante un buen rato bajo la
molesta y fuerte luz del día temprano, que a pesar de su brillo, no alteraba el
color apagado de todo lo que existía en Uaru Jrosk. En aquella jornada no
encontró nada más que un arufol, una especie de reptil largo y aplanado que se
alimentaba de carroña; Helvet le dio muerte sin razón alguna.
Al día siguiente continuó su travesía a
través del cálido desierto, evitando zanjas profundas en el suelo y librando
algún combate contra bestias salvajes. Hasta que en la noche distinguió un
peñasco que parecía tener una cueva; cuando estuvo más cerca advirtió que había
tres udhaulu tirados sin vida en la entrada. Sonrió ante la idea de que un rival
fuerte o un grupo se hallaran dentro; podría tener una buena pelea y además
quedarse con el refugio pues ya estaba anocheciendo. Dejó caer la mochila y su
túnica y cruzó el umbral con decisión, envolviendo las manos en llamas hambrientas
que espantaron la oscuridad que lo rodeaba y le permitieron ver el interior de
la caverna. Descubrió a cuatro udhaulu en torno a una pequeña hoguera: tres de
pie y una sentada, a quien le arrojó las llamas con rabia, haciéndola caer de
espaldas y gritar de dolor. Los otros se percataron del ataque y dos de ellos
se lanzaron contra el intruso, mientras la otra se disponía a cubrirlos.
—¡Sois basura, no importa cuántos vengáis!
—gritó Helvet, abriendo sus brazos al mismo tiempo que lanzaba un muro de fuego
contra los otros.
Los
enemigos se cubrieron y evitaron caer, sin embargo, mantuvieron la guardia
demasiado tiempo y Helvet se abalanzó sobre ellos con presteza y los golpeó,
arrojándolos al suelo. Ahora solo quedaba la primera a la que había atacado, quien,
con expresión temerosa, miró al cruel rostro de Helvet, que había derrotado a
sus compañeros antes de que hubiera podido reaccionar.
Helvet advirtió el temor en el rostro de
aquella joven y sonrió, las llamas de su interior crecían en momentos como
aquel, ávidas por consumir a su presa y llenarlo de gozo, pues así sentía que
no había nada que lo pudiera detener. Paso a paso y apretando los puños, cerró
distancias con su enemiga sin apartar la vista de sus ojos, deleitándose con su
expresión de duda y temor. Helvet se acercó tanto que pudo lamer con su
respiración el rostro de la elvannai, que no había hecho más que apoyarse
contra la pared y tratar de sacar alguna idea de su pensamiento tormentoso.
—¿Qué ocurre, no vas a hacer ni decir nada
antes de morir? —le preguntó Helvet, agarrándola de los hombros con fuerza.
—¡Quien va a morir eres tú! —gritó la otra
con un poco de desesperación en la voz, mientras ponía las manos en el cuello
de Helvet con un movimiento fugaz. Este retrocedió e hincó una rodilla, mientras
la que antes se sentía asustada ahora se dejaba llevar por la furia—. ¿Creías
que podías entrar aquí y acabar con todos nosotros? ¡Necio! Ahora pagarás por
lo que has hecho… ¡Con tu vida!
Helvet,
que había cerrado los ojos en una expresión de dolor, los abrió de repente y se
zafó del ahorcamiento con facilidad gracias a su gran fuerza. Agarró las
extremidades de su rival con el mismo movimiento y las retorció, levantándose
con el impulso de la pierna cuya rodilla no había tocado el suelo. Aprovechó esta
maniobra para empujar a la udhaulu contra la pared de piedra. La elvannai
sufrió un duro impacto en la espalda y gritó de dolor, pero más intenso fue su
lamento cuando Helvet la arrojó al suelo con violencia y le rompió un brazo.
—No te preocupes —le dijo Helvet, sonriendo—,
no será lo único que rompa. Gritarás, y mucho, hasta que solo haya silencio… Pero
antes…
Miró a
los otros dos udhaulu que yacían en el suelo, aún con vida pero inmóviles, y se
encargó de arrancarles el último aliento mientras la del brazo roto miraba y maldecía
a Helvet, insultándolo tanto como podía.
—No te impacientes, ya voy a por ti —dijo él.
Se
acercó y pisoteó la cabeza de la elvannai, y lo único que pudo hacer esta fue
gritar más y cubrirse, colocándose boca abajo. Helvet le clavó un pie en la
espalda y la agarró del brazo que no tenía roto, doblando su codo hacia abajo y
tirando para romperle la extremidad, haciendo chillar más aún a su enemiga. Le
dio la vuelta de una patada y se dejó caer sobre ella, clavándole las rodillas
en el pecho. Agarró su cara apretándola sin miramientos y se pegó a ella para
decirle:
—¿Quién crees que va a pagar ahora, eh?
—Mátame ya… miserable… Incluso aquí… hay
límites… —Sus palabras fueron lentas y roncas pues le costaba respirar por la
presión en su pecho.
—Yo no conozco límites —le dijo Helvet con
seriedad, soltándola solo para darle un puñetazo tan violento que le hizo
escupir sangre.
Helvet
se levantó y agarró a uno de los udhaulu muertos y lo sacó de la cueva, y así
hizo con la segunda y el tercero. Luego llevó a la última de sus rivales y la
arrojó sobre los cadáveres de sus compañeros, aunque todavía podía respirar con
dificultad. Apartó la mochila y la túnica que había dejado allí, y extendió los
brazos hacia ellos, cerró los ojos y se concentró; una llama traslúcida comenzó
a destellar entre sus manos. Helvet se mantuvo así hasta que una enorme bola de
fuego tomó forma y empezó a elevarse en el aire, a la par que el udhaulu
levantaba las manos. La llama se hizo aún más intensa y empezó a rugir como un
incendio, chisporroteando y revolviéndose como una bestia enjaulada ansiosa por
salir a la caza.
—Algún día… las Atalven te juzgarán con algo
peor que la muerte —dijo la udhualu moribunda, interrumpiendo a Helvet. Sin
embargo, él no se irritó ni se sintió furioso, se limitó a responder con
seriedad y sin dejar de contemplar la inmensa esfera que ardía tan cerca de él,
iluminando su cara.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo.
Y sin
esperar más bajó los brazos con fuerza, arrojando el fuego contra el suelo. Las
llamas impactaron con gran estruendo sobre los udhaulu caídos, provocando una ráfaga
de aire cálido que sacudió el rostro de Helvet y revolvió sus cabellos y la
arena alrededor. No quedó nada más que cuerpos calcinados que ahora ni se
podían distinguir, y un amplio hoyo rodeando la entrada a la caverna, como la
huella de un animal gigantesco.
Helvet tomó entonces las cosas que había tirado
a sus pies y entró en la cueva; estaba seguro de que había dejado una
advertencia muy clara en el exterior para cualquier udhaulu que se aproximara. Se
acercó a la hoguera que aún permanecía encendida y se sentó en silencio contra
la pared, quedándose inmóvil durante largo rato, contemplando las llamas como
si viera imágenes en ellas. No se preocupó del tiempo pues todavía estaba
anocheciendo, sin embargo, se dejó dormir pronto, como si no quisiera saber
nada más de aquel día.
Con la
oscuridad podían contemplarse miles de luces que brillaban difuminadas por el
polvo, por las cenizas de toda la muerte que se revolvía en las entrañas de
Uaru Jrosk. Sin embargo, por encima de todo aquello, brillaba siempre Elzebet,
imperecedera observadora de las noches en aquella parte del mundo. Los pocos udhaulu
que creían en las Atalven la reverenciaban a ella mucho más que a Eierel, aunque
a Helvet no le interesaba rezar pues tenía cosas más importantes en su
pensamiento que la idea (absurda para él) de que alguien observaba su vida.
En el
amanecer se despertó hambriento, y lo primero que hizo fue buscar su fardo para
sacar un poco de comida. La hoguera continuaba encendida e iluminaba bien la
cueva, permitiendo a Helvet hallar sus cosas enseguida. Sacó un poco de carne
que tenía y descubrió que el resto ya no olía demasiado bien, así que arrojó los
desperdicios al fuego mientras cocía con la otra mano lo que servía. Comió
rápido pues no le faltaban ganas y luego bebió en abundancia porque habían
pasado varias horas desde su último trago.
Con el
bolso vacío de provisiones le preocupó por un instante que los udhaulu que asesinó
en aquella cueva no hubieran dejado nada, aunque tal pensamiento desapareció al
comprobar que había varios fardos en un rincón, demasiado abultados, pensó. Se
acercó a ellos y agarró uno, abriéndolo para mirar su contenido, y vio que
había bastante alimento y algunas cosas más, pero no fue aquello lo que más
llamó su atención. Había otra cosa detrás de los sacos, y era la causa de que
se vieran tan voluminosos, y fue lo mismo que hizo aparecer una expresión de
sorpresa en el rostro de Helvet.
A primera vista Helvet creyó que se trataba
del cadáver de otro udhaulu, pero había algo extraño pues el color de la piel
que tenía a la vista no era rojizo. Como solo veía un sucio par de piernas
apartó algunos fardos más y se sintió confuso al descubrir una criatura similar
a él, que no pertenecía a su raza y, lo que era más, que ni siquiera era un
cuerpo muerto sino una muchacha con los ojos cerrados con fuerza, como si
esperara recibir un fuerte golpe. Helvet intuyó que aquella elvannai era una
náelmar de la Tierra Centro, pues no había cuernos en su cabeza ni alas en su espalda;
no sabía mucho sobre las otras razas de Eïle ni le interesaba conocerlas, pero
de alguna manera estaba al tanto de tales detalles.
La curiosidad despertó en él; si se hubiese
tratado de una udhaulu ya la habría matado. Pero veía a la náelmar tan
diferente y temerosa que quiso conservarla con vida durante un rato; la
tranquilidad que sentía tras la pelea de la noche anterior favoreció tal
pensamiento. Sacó a la elvannai de entre los fardos arrastrándola por un pie y
luego la dejó quieta para contemplarla mejor bajo la luz de las llamas de la
hoguera. Aquella extraña solo llevaba una especie de vestido blanco que
aparentaba ser un sucio trapo cuyo color ya era difícil de distinguir. El
rostro era redondeado, marcado también por la suciedad, con una cabellera de la
que podía adivinarse que era rubia y ondulada, aunque en aquellos momentos
estaba revuelta. Mantenía los ojos cerrados y parecía muy débil, pues
presentaba algunas magulladuras en sus brazos y en sus piernas flacas mientras
se estremecía.
A
Helvet le pareció un botín interesante, así que se dejó caer sobre ella
separando las rodillas, situando la cintura de la náelmar entre sus piernas. Se
agachó sobre ella y tocó su rostro, dejando que su mano bajara con lentitud y
recorriera el cuerpo de la elvannai hasta el estómago, muy despacio. El udhaulu
agarró el cuello del vestido sucio y lo rompió de un fuerte tirón, dejando el
pecho de la náelmar al descubierto.
—Tuar
lhumuq gumdu broar… —dijo en voz baja Helvet. La desconcertada náelmar se atrevió
a abrir los ojos, temblorosa, para mirar al elvannai que tenía encima, y abrió
sus labios resecos con dificultad.
—¿Q… qué…?
—Ah… —suspiró Helvet—. No recordaba que las
otras razas no entienden nuestra lengua. —Puso las manos sobre los pechos de la
náelmar y acercó el rostro a su cuello para lamerlo—. Solo dije que voy a
usarte para mi disfrute. —La náelmar volvió a cerrar los ojos, temerosa e
incómoda, y tragó un poco de saliva con esfuerzo para intentar volver a hablar.
—Ugh… Tú… al menos me salvaste la vida,
gracias. Acepto… que me hagas cuanto quieras… —Helvet se detuvo al oír esas
palabras. Quedó serio y pensativo, y después se levantó con rapidez. Se apartó
del cuerpo de la náelmar y se puso en pie, recogiendo sus cosas.
—Penoso, ¿me das las gracias? Si haces eso
en lugar de gritar y mostrar sufrimiento, no me sirves para nada —dijo,
apretando un puño, enfadado.
—Lo siento pero… Tras todo lo que he pasado…
Eres como una salvación.
—¡Silencio! No me interesa qué te haya
pasado, debería matarte ahora mismo y arrojar tu cadáver sobre los que hay
fuera.
—Mi vida es tuya… Puedes hacer lo que
quieras —le dijo, respirando despacio.
—¡Suficiente! —exclamó el udhaulu con
expresión de asco—. Me marcho. Me gustaría ver cómo te arrastras fuera de esta
cueva y acabas muriendo, pero no voy a perder ni ese mísero espacio de tiempo
observándote.
Tras decir eso dio dos zancadas para llegar
junto a los fardos de la cueva y ver qué se podía llevar. Descubrió que había
muchas cosas que le interesaban aparte de grandes cantidades de comida. Le
molestaba decidir qué cargar y qué dejar cuando había tanto, mas no podía
llevárselo todo a pesar de su fuerza. Entonces se le ocurrió una idea que,
aunque no terminaba de resultarle agradable, decidió aceptar, pues aún tenía la
tentación de probar cierta cosa y quería conservar muchas de las que había
ganado.
—Tú, levanta —le dijo a la náelmar, sin
mirarla—. Te encargarás de llevar parte de las cosas que quiero conservar.
—Apenas —comenzó a decir, intentando
sentarse— puedo levantarme.
—¿Y qué quieres que haga? En pie —le dijo—.
No quiero desaprovechar lo que hay aquí.
La joven logró sentarse a duras penas y
respiró, cansada y mareada. Se sentía muy débil, no solo por el agotamiento y
la falta de alimento, sino por los golpes y los abusos que había sufrido antes.
Le dolía mucho pensar en todo eso, tenía demasiadas heridas por fuera aunque
las más profundas estaban en su interior; y ahora se encontraba con que tenía
que levantarse y cargar objetos pesados por el desierto.
—Necesito comer algo… por favor —se atrevió
a decir, con la cabeza agachada.
—¿Qué? —dijo Helvet molesto, mientras metía
cosas en un bolso—. ¿Quién te crees que eres? Vales menos que un animal de
compañía, no pienso desperdiciar comida en ti.
La náelmar suspiró, sintiendo dolor en su
estómago encogido; hasta que Helvet le arrojó un trozo de carne envuelto en
tela vieja. Estaba crudo, pero no le dio ni la más mínima importancia por las
ganas de comer que tenía.
—Come rápido —dijo el udhaulu. «De todas formas se acabaría
pudriendo si lo llevara y aún tengo que guardar más», pensó.
—Gracias —dijo la náelmar, con la boca
llena—, los otros me daban lo justo para que sobreviviera…
—No me interesa escucharte —dijo Helvet,
callándola.
La náelmar terminó de comer con la mirada
perdida en el suelo, y no se dio cuenta de que Helvet ya había guardado las
cosas y estaba de pie con su bolsa, hasta que le oyó decir:
—Recoge esos tres fardos y camina.
La muchacha se levantó mientras miraba los
bultos que parecían bastante llenos, al tiempo que el udhaulu salía de la cueva
y observaba los alrededores. La náelmar aprovechó el momento para buscar dentro
de los bolsos; estaba sedienta, y necesitaba tomar agua como fuera. Por suerte
no tardó en hallar un frasco lleno y bebió de él con prisa, dejándolo después
donde estaba. Se permitió además ponerse un saco roto encima del vestido, pues
las rasgaduras mostraban demasiada piel de su cuerpo, y no quería sentirse tan
incómoda.
—¿¡A qué estás esperando, basura!? —le gritó
Helvet desde fuera—. ¡Sal ya, o haré que tus huesos queden ahí por siempre!
A Helvet no le gustaba esperar, lo odiaba,
despreciaba ir en compañía y por ello seguía dudando que se le hubiera ocurrido
una buena idea. Pensaba librarse de la náelmar en cuanto le hiciera enfurecer,
o en cuanto se agotara la comida y pudiera cargar las cosas él solo.
No tuvo que esperar mucho más para ver salir
a su nueva acompañante con los tres fardos a cuestas. La miró con desprecio por
la tardanza, y sin decir nada echó a caminar de nuevo sin rumbo, alejándose
hacia el norte de aquella cueva. Avanzar por el desierto no era más que parte
de la rutina diaria de Helvet, una rutina ahora empañada por la presencia de la
otra elvannai, aunque debía soportarla un tiempo pues le interesaba conservar
lo hallado en la cueva, en especial cierto artefacto que no había creído poder
encontrar. Sin embargo, para la cansada náelmar, viajar era fatigoso. Ni
siquiera tenía calzado y la arena le quemaba los pies, sin mencionar lo mucho
que le costaba respirar y que apenas tenía fuerzas para mantenerse erguida a
causa del agotamiento. No tardó en quedarse varios pasos detrás del udhaulu por
todo eso.
A Helvet no le importaba, daba por hecho que
aquella débil escoria debía hacer lo que le había dicho si no quería que sus
cenizas se convirtieran en parte del desierto, y no dudaba que si le hacía
perder demasiado tiempo, le mostraría cuánto odiaba que le hicieran esperar.
Tras algo más de una hora, Helvet avistó dos
udhaulu que se acercaban desde el norte. Él se irguió dejando sus pertenencias
en el suelo y dio algunos pasos al frente ignorando a la náelmar, que yacía
boca abajo varias yardas atrás. Decidió aguardar con aire arrogante, observando
cómo se acercaban cada vez con más rapidez, aclarando sus intenciones.
Cuando los udhaulu estuvieron a pocas yardas
Helvet pudo apreciar que los dos llevaban los típicos ropajes largos del
desierto cubiertos por una túnica, que se quitaron para presentar batalla,
mirándolo desafiantes. La udhaulu enemiga se atrevió a hablar.
—Pobre mequetrefe solitario, parece que se
ha perdido y no sabe regresar a las faldas de su madre —dijo, burlándose de
Helvet.
—Pero lleva una esclava con él —añadió el
otro, mirando a la náelmar—. Tranquila, ahora serás nuestra y te cuidaremos
bien —le dijo, riendo.
La mueca de enfado era muy visible en el
rostro de Helvet, pero se había contenido porque hacía mucho tiempo que no le
molestaban de tal manera. Fue así hasta que no pudo más. Entonces su ira
estalló y se lanzó gritando contra el udhaulu, sin embargo, la otra se cruzó en
su camino y lo detuvo, haciendo que ambos cayeran al suelo a pesar de que
Helvet quedó encima.
Él no tardó en librarse de la enemiga con
una potente llamarada que arrojó hacia abajo y oprimió a su adversaria contra
la arena. Helvet saltó a un lado, observando el cuerpo envuelto en llamas de la
udhaulu, que no consiguió extinguirlas a pesar de que se revolvió cuanto pudo,
gritando de dolor. El daño fue tanto y tan horrible, que no consiguió resistir.
El otro elvannai miraba atónito cómo su compañera era derrotada con rapidez, y
no se le ocurrió manera de enfrentar a su rival, aunque no bajó la guardia.
—Me da pena tu miserable vida, insecto —le
dijo Helvet, incorporándose con rabia.
—Te mostraré quién es el insecto aquí cuando
te aplaste —le dijo, sin apartar la mirada.
Su respuesta no fue más que otra provocación
para Helvet, que se enfureció aún más y atacó arrojando una gran lengua de
fuego que serpenteó arriba y abajo en el aire, moviéndose con rapidez. El otro
se defendió con dificultad utilizando la oscuridad que emanó de sus dos manos,
sin embargo, perdió bastante el equilibrio, y Helvet lo aprovechó. Lanzó contra
él otra lengua de fuego que el udhaulu pudo contrarrestar devolviendo las
llamas que había detenido al comienzo del combate; las llamaradas estallaron en
una explosión ígnea cuando se encontraron. El enemigo no esperó ni un segundo
para extender una sombra hacia Helvet e intentar agarrarlo con ella, pero este
se dio cuenta y desvaneció la oscuridad con un fogonazo que provocó al hacer
chocar las palmas de sus manos.
—¡Inútil, sería menos doloroso si dejaras de
aferrarte a la vida! —gritó Helvet tras el estallido.
—Ven a hacerme caer, si te atreves —dijo el
otro, desafiante.
Helvet no pudo responder al desafío de otra
forma que corriendo hacia su enemigo. Le daba igual que hubiera una trampa, ya
estaba harto de aquel rival y le parecía estúpido que se resistiera de tal
forma. Sin embargo, tal como esperaba, tuvo que detenerse a pocos pasos de
alcanzar al udhaulu, pues todo a su alrededor comenzó a llenarse de tinieblas
que no dejaban ver nada más. Pero él no se dejó amedrentar y le asestó un
puñetazo al elvannai, mas solo atravesó unas sombras intocables. Todo estaba
cada vez más oscuro, y Helvet comenzó a sentir que no podía moverse; miró al
suelo, donde ya ni siquiera podía ver sus pies; estaba atrapado y temía recibir
algún golpe rastrero. Y así fue, pues sintió en la espalda un fuerte impacto
acompañado de fuego, seguido por otro en el estómago y uno más en el costado
izquierdo, que le hizo caer al suelo. La oscuridad se desvaneció poco a poco y
el elvannai de cabellos rojos apareció, alzándose sobre un malherido Helvet
mientras lo miraba con sus oscuros ojos marrones. Se agachó sobre el udhaulu
para acabar con él y echó hacia atrás el brazo derecho sin dejar de mirarle la
garganta.
Inspiró para un dar un golpe potente, pero
Helvet no le permitió ir más allá. Aun con las heridas que tenía se levantó con
gran celeridad, haciendo caer al udhaulu al suelo de espaldas, y apresándolo de
pies y manos con el peso de su cuerpo. La situación había cambiado de un
momento a otro y ahora el enemigo solo podía ver un rostro desfigurado por la
ira en el que asomaba una cruel sonrisa. Unos dientes afilados asomaron entre
los labios de Helvet, y de su boca emanó un aliento caluroso que se convirtió
en fuego con el siguiente soplo y empezó a quemar la cara del otro elvannai.
Este solo podía gritar y sacudir la cabeza, mas no servía de nada.
—¡Te lo dije, basura, te lo advertí! —gritó
Helvet dejando de escupir fuego—. Lamentarás haber luchado para nada, estúpido
—añadió, furioso.
Saltó para colocar las rodillas sobre los
hombros del caído y presionó agarrando sus brazos, torciéndolos con fuerza
hacia dentro y tirando de ellos hasta que oyó el crujir de los huesos. El udhaulu
enemigo intentó zafarse en vano, y cuando sintió el dolor gritó y sacudió la
cabeza con más desespero aún, notando que ya ni siquiera podía mover las
extremidades superiores. Helvet se puso de pie a su lado.
—¡Vamos, levanta ahora y sigue peleando si
puedes! —le gritó.
El otro lo miró desafiante y trató de
ponerse en pie, hincando una rodilla en el suelo arenoso. Pero en cuanto lo
hizo recibió una fuerte patada en la cara y cayó mientras sangraba, y a la
patada le siguió una lluvia de puntapiés que golpearon todo su cuerpo. Helvet
se ensañó especialmente con las piernas de su rival, para asegurarse de que no
pudiera moverlas a su antojo e intentar escapar. Descargó toda su ira en golpes
violentos y desmedidos, dañando al udhaulu sin piedad. Cuando se tranquilizó,
lo levantó agarrándole del cuello y lo sostuvo en vilo.
—Y ahora viene lo mejor, maldito.
Sin embargo, el udhaulu ya no podía decir
nada. Apenas podía respirar y ni siquiera abría los ojos, estaba lleno de
heridas y sangre. Helvet mostró una mirada seria, sin ira; entonces colocó la
otra mano sobre el pecho del elvannai, en el corazón, y atravesó toda la carne
con el fuego que expulsó de su palma, arrebatándole así la vida. Después lo
dejó caer como si fuera un desperdicio y se quedó en silencio mirando al gris
horizonte, sin moverse ni hacer ningún tipo de gesto.
La náelmar había observado todo lo ocurrido,
sin moverse del suelo donde aún yacía. Se sentía cansada, dolorida, confusa por
lo que había sucedido y por la incertidumbre de ignorar qué iba a pasar a
continuación. Bajó la cabeza hasta la arena seca e intentó ordenar sus ideas
mientras el udhaulu permanecía quieto en el mismo lugar, con el viento discreto
moviendo de vez en cuando sus cabellos. La náelmar intentó levantarse apoyando
los brazos en el suelo. Lo consiguió con esfuerzo y respiró durante un instante
para tomar fuerzas e intentar ponerse en pie. Poco a poco se puso de rodillas y
después comenzó a erguirse, tratando de no perder el equilibrio mientras tanto,
aunque le costaba y no dejaba de tambalearse. Cuando lo consiguió se dirigió
como pudo hacia Helvet, a paso lento e inseguro, pues ni siquiera sabía para
qué se estaba acercando a él. Pero no se detuvo a pesar de que le costaba mucho
andar; tras el esfuerzo, logró situarse detrás de él.
—Disculpa… —dijo sin saber qué decir. Helvet
giró la cabeza para mirarla, molesto por la interrupción.
—No te me acerques, basura —le dijo, dándose
la vuelta para asestarle un manotazo en la cara que la tiró al suelo.
Luego volvió a observar el mismo horizonte,
donde su mirada no tardó en extraviarse. Mientras tanto, la náelmar sufría en
el suelo pues la boca le sangraba y la caída había lastimado su cuerpo. Quería
hablar con el udhaulu a pesar de que no sabía cómo abordarlo; tenía la
sensación de que había algo que le inquietaba, algo oculto mucho más allá de la
ira y la arrogancia que mostraba. Creyendo tal cosa no podía evitar desear
saber qué era, y la inquietud por descubrirlo comenzó a propagarse en su
pensamiento. Miró a Helvet desde el suelo sin dejar de notar cierta sensación
en su interior, y aunque por el momento no era capaz de levantarse, no quiso
desistir en su intento de dirigirse a él.
—¿Qué harás… ahora? —preguntó la náelmar.
—¿Por qué no dejas de hablar? —dijo Helvet,
molesto mientras se acercaba a ella. La puso boca arriba empujándola con un
pie—. Levanta.
—Pero no… no puedo moverme.
—¡¿Y se puede saber qué necesitas para ponerte
en pie de una vez?!
—Estoy muy débil —dijo, asustada.
—Eso lo sabría cualquiera, das pena. —Se
quedó mirándola un momento—. Te doy hasta mañana, yo también debo curar lo que
me hizo ese desgraciado, aunque me pese.
—Gracias…
Sin decir nada más, Helvet le dio dos de los
fardos a la aliviada náelmar para que los sostuviera, recogió su mochila, su
túnica y otra de las bolsas y empezó a caminar arrastrando a la muchacha, a
quien llevó agarrándola de un tobillo. El udhaulu creía que estaba siendo
demasiado amable, así que buscó apresurado una cueva o algún agujero en una
roca para pasar el resto del día y la noche. Avanzó sin dejar de mirar a un
lado y a otro con desagrado en el rostro, tratando de aceptar que lo mejor era
que aquella joven le acompañara por un tiempo, aunque fuera una molestia.
Después del mediodía encontró un buen
refugio, una cueva no muy profunda que se hundía en la pared de un gran peñasco
negro. Entró en ella arrastrando a la náelmar, que se quejó al deslizarse sobre
el suelo pedregoso pues no era tan blando como la arena, y le dañó. Helvet se
dio la vuelta y la miró con indiferencia, luego dejó caer el pie que tenía
agarrado y se sentó apoyado en la pared del fondo.
—Por hoy, come y bebe cuanto quieras —le
dijo a la náelmar, sacando algo para sí mismo de la mochila.
—Gr… gracias… —dijo la otra, sonriendo
débilmente.
Luego se sentó como pudo pues le dolía la
espalda por haber sido arrastrada por el desierto, y miró en los fardos que
llevaba consigo. No tuvo vergüenza y sacó el trozo de carne más grande que
encontró, y lo devoró con ganas deteniéndose solo para beber agua. Helvet la
miraba de reojo y con desprecio, lamentando desperdiciar comida en ella. Luego
se levantó y fue hasta la entrada de la cueva, donde se quedó mirando al
exterior.
—Por cierto… Me llamo Lainúa —le dijo la náelmar.
—¿Habría de interesarme? —dijo el udhaulu—.
Solo eres un objeto más, así que como tal, guarda silencio.
—¿Cuál es tu nombre? —se atrevió a
preguntar.
—… Eso no debe importarte, y no hables más
—dijo Helvet, molesto. Luego la miró y se dio cuenta de que ya estaba dormida,
a pesar de que aún era de día.
Aquella pregunta le había parecido tan
estúpida que tuvo que contener las ganas de insultar a la náelmar, pues le
interesaba más que descansara para salir sin demora con la primera luz de la
siguiente jornada. Con una resignación difícil de aceptar, se recostó y comió
algo también, dejándose dormir cuando la noche llegó al mundo. Odiaba
admitirlo, pero las heridas que había recibido contribuyeron a que se sintiera
cansado, y que el sueño pudiera llevárselo hasta un nuevo amanecer.
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