En el
sureste de la región de Sériador, en la Tierra Centro, se alzaba una colina que
albergaba una ciudad que la rodeaba como si llevara puesta una corona; aquella
ciudad, hermosa y galana, había sido llamada Rudharmos por sus fundadores. Desde
los pies de la loma se elevaba una robusta muralla que rodeaba la
circunferencia del monte, y las casas que había tras las paredes de piedra se
agrupaban en hileras que formaban anillos de calles pavimentadas, separadas entre
ellas por distintos niveles de altura. Había un total de cuatro, y el último de
aquellos anillos estaba destinado a los edificios públicos e importantes, como
la sala de reuniones, la academia para los jóvenes o el templo a las Atalven y santuario
de curación.
Cada
línea de edificios se unía a las contiguas gracias a amplias escaleras, que comunicaban
las calles grisáceas en múltiples puntos para facilitar el acceso desde
cualquier lugar; aun así, la subida era siempre muy elevada sin importar el
punto en el que nacieran los peldaños. Los hogares que poblaban aquella gran
ciudad estaban fabricados con bloques de piedra blanca, y se alzaban muy juntos
los unos a los otros dejando solo estrechos callejones entre ellos. Solían
tener un solo piso, y en sus fachadas destacaban los umbrales de las puertas, decorados
con arcos de madera o piedra de diferentes formas y grabados en cada casa,
siempre tallados de manera meticulosa.
La
población de Rudharmos era abundante, náelmar en su totalidad. Bajo la guía de Faerel,
el taelnar o gobernante de Rudharmos,
quien contaba con la ayuda de un consejo que representaba al resto de la ciudad,
todo se había mantenido en orden durante muchos años, pues las decisiones
tomadas eran siempre justas y en beneficio de todos los que vivían sobre aquella
colina. El náelmar poseía un juicio honesto y certero, era bondadoso pero de
porte recio, y muy astuto. Jamás le había engañado ningún elvannai taimado que
viniera del exterior o de su propia ciudad, y muchas veces era capaz de ver más
de lo que cualquiera quisiera mostrar. Su mirada era penetrante, aunque más
sagaz era su razón.
Sin
embargo, la célebre figura del líder de aquella ciudad no era la más nombrada
por quienes la habitaban. Había otra náelmar muy conocida también, quien por
fortuna o por desgracia, no podía andar por las calles sin que la reconocieran,
sin que alguien la mirara aun después de más de veinte años de convivencia tras
las mismas murallas. Veinte años de vida que no apreciaba, por cierto; todos
conocían aquel pensamiento, pues el infortunio que la muchacha sufrió siendo
muy pequeña era un relato cuya narración estaba casi obligada para todo aquel
que no lo conociera. A ella no le gustaba recordarlo, mucho menos que se lo
mencionaran, y siempre que se aventuraba fuera de su casa trataba de ocultar el
rostro sin dejar de observar a un lado y a otro, dedicando miradas cargadas de
recelo a quien se encontrara. Aunque Araenla apenas salía de su hogar el tiempo
necesario para trabajar su parte de las tierras de labranza en el exterior de
Rudharmos, o para visitar al único náelmar en quien podía confiar: su amigo Braelén.
Araenla
solo hablaba con él y dependía para muchas cosas del joven, quien tenía casi su
misma edad. Se habían conocido muchos años atrás; Braelén era el único que no
la repudió tras el desafortunado incidente que torció el rumbo de su vida, tras
el cambio que arruinó su existencia. Por ello lo amaba, pues querer era una palabra que no abarcaba
todo el significado de los sentimientos que le profesaba. Le apreciaba más de
lo que se apreciaba a sí misma, y estaba convencida de que si era el único náelmar
que la toleraba, debía significar que tendrían mucho más que una amistad algún
día; mas no se había atrevido a confesarle ninguno de sus pensamientos.
Día
tras día pensaba en él más que en otras cosas, representaba conversaciones
donde le hablaba de sus sentimientos y Braelén respondía de una u otra manera,
a veces aceptándola, a veces rechazándola; aquello dependía del estado de ánimo
de Araenla, y de las ganas que tuviera de fantasear. Perdía horas incontables
pensando en Braelén: en su sonrisa amable, en su bien perfilado y elegante
rostro, en su cabello castaño claro, en sus ojos del color de un bosque a punto
de desnudar sus árboles ante el frío, y en su portentosa figura cubierta
siempre de bellas ropas. No había nada que desagradara a Araenla, y todo
aquello que para ella era lo más hermoso de su mundo, se completaba y
revalorizaba con una personalidad que la atrapaba por completo. Deseaba hablar
con él a todas horas, desde que despertaba, desde que lo veía, desde que se
despedían; y siempre trataba de encontrar cosas que pudiera contarle, para ver
su reacción e intentar sacarle una sonrisa si podía. También era su refugio
cuando se encontraba mal, pues Braelén siempre se interesaba por lo que le
pasaba y la entendía, la consolaba con palabras y pasaba tiempo a su lado; de
vez en cuando incluso dormían bajo el mismo techo.
Era
todo para Araenla, quien despreciaba cualquier otra cosa de su alrededor. Sin
su amigo no contemplaría razones para continuar, pues la vida en Rudharmos y su
propia existencia le pesaban demasiado. Y aquel peso aumentaba cada día con la
carga de las miradas ajenas, con los comentarios indiscretos, con las burlas de
los menos respetuosos (casi siempre niños). Pero había aprendido a ignorarlos
gracias a Braelén, pues pensar que lo tenía era lo único que la mantenía con
cierta firmeza, aunque aquella idea también la hacía recordar que no había más
que amistad entre los dos, y eso la hacía sentir triste, frustrada. Aun así
podía soportar el paso de los días, amándole en silencio como había estado
haciendo desde hacía unos diez años.
Una
vez más, estaba en la casa de Braelén por la tarde; él se encontraba enfermo y
reposaba en la cama. No era un malestar grave, pero la preocupación de Araenla
era poco menos que obsesiva, como siempre ocurría cuando le sucedía cualquier
cosa mala a su apreciado amigo. Permanecía sentada en un taburete a su lado, y
le miraba con ansiedad sin dejar de golpetear el suelo con un pie o de moverse sin
parar en el sitio.
—No te
preocupes tanto, Araenla —dijo en un susurro Braelén, al cabo de unos minutos.
Sonreía, pero no le gustaba que la náelmar se preocupara de aquella forma por él—.
¿Harías algo por mí?
—Sí —contestó
de inmediato, inclinándose hacia el joven—, ¿qué quieres que haga? —Su amigo
esperaba aquella reacción, por lo que rió suave y levemente cuando ocurrió.
—¿Podrías llevar las hortalizas que tengo en
la mesa del comedor al mercado? Quisiera cambiarlas por algunas frutas.
Araenla
entendió enseguida lo que conllevaría hacer tal cosa: entrar en la zona más
bulliciosa de la ciudad, lugar que siempre evitaba. Odiaba verse rodeada de elvannai,
sentir sus miradas y ver cómo se detenían para observarla y hacían comentarios
entre ellos. Pero no podía negarle nada a Braelén, si tenía que ir hasta allí,
estaba dispuesta a hacerlo con tal de contentarle por mucho que le desagradara
el lugar. Asintió vacilante y se levantó despacio, buscó sin decir nada las
verduras que le había mencionado su amigo.
—¿Son
estas? —preguntó mientras tocaba una hoja de las varias kalnem que había sobre una tela en la mesa.
Tenían un aspecto fresco, sus largas hojas color verde claro lucían sanas,
creciendo desde una gruesa raíz que parecía una rama de árbol. Tenían cierto
sabor dulce.
—Sí,
llévalas al puesto de Vrudela, y cámbialas por lo que más gustes —hizo una
pausa para mirar a su todavía preocupada amiga—. Sé que no te gustará hacer
esto que te pido.
—No tiene importancia, has hecho tanto por mí
que no puedo negarte nada —dijo, sin atreverse a mirarle; perdió por ello una
sonrisa de agradecimiento—. Volveré tan pronto como pueda.
Envolvió las kalnem en la
tela, y cargándolas con el brazo izquierdo salió al exterior, no sin
resignación. Nada más poner un pie fuera se llevó la mano libre a la boca y se
lamió la palma, luego humedeció con insistencia el pelo que cubría el lado
izquierdo de su rostro para ocultar la piel, era una manía un poco impulsiva
que mantenía desde hacía mucho. Su cabello era desaliñado de por sí, largo,
ondulado y oscuro como toda ella, como sus ropajes y su torva forma de andar,
como su mirada desconfiada y la agria expresión de su rostro. Jamás desvelaría lo
que sus mechones pegados tapaban, aunque todos sabían qué había allí si bien
muchos no lo habían visto; mas Araenla no lo mostraría en vida, solo Braelén
tenía permiso para mirar.
«Por Braelén», pensó, antes de comenzar a andar con paso
rápido hacia el norte, apretando los puños. El camino le llevaría varios
minutos, pues la casa de su amigo se encontraba en el suroeste del nivel
inferior de Rudharmos, mientras que el mercado estaba en el noreste de la misma
calle. Anduvo todo el camino con la mirada agachada, abrazando el fardo de las
verduras sin detenerse a observar su alrededor. Solo veía algunos animales y
pies desplazándose a un lado o a otro, o detenidos (cada vez que notaba que
había un elvannai parado, pensaba que la estaba observando), y se sentía
intranquila. Quería llegar cuanto antes al mercado de la ciudad para regresar a
la casa de Braelén, pero al mismo tiempo temía aquel lugar, sabía que se
encontraría demasiado incómoda entre tantos náelmar.
Poco
tiempo después comenzó a sentir cómo crecía el sonido de las voces que
recorrían la calle, y tras unos minutos interminables pudo ver la zona del
mercado. Esta se encontraba a la derecha de la vía, donde se alzaba la muralla
de la ciudad, que se abría formando un semicírculo a lo largo de casi una milla
para crear una plaza donde había varios puestos, y en ellos se exponían todo
tipo de carnes, verduras y objetos variados como telas o muebles de madera. El
ambiente era animado, lleno de conversaciones aquí y allá, decoraciones llamativas
sobre las tiendas, grandes animales y otros más pequeños; y una atmósfera de
vitalidad que no se encontraba en ninguna otra parte de la ciudad, y que se
mantenía incluso en las primeras horas de la noche.
Las horas de oscuridad eran las favoritas de
Araenla y no aquellas donde la luz de Eierel la señalaba en todo momento, como
hacía en aquel fatídico día. La náelmar se detuvo en un rincón de la plaza para
lanzar miradas furtivas en busca de Vrudela, a quien por fortuna (aunque para
ella no significaba nada) ya conocía, pues la había visto en la casa de Braelén
durante algún intercambio con el muchacho. Era una elvannai que superaba por
varios años la centena, afable, dada al buen comer y siempre luciendo un alto y
redondo moño hecho con unos rubios cabellos enmarañados.
Araenla
se sentía cada vez más impaciente pues no daba con ella, el calor y el
nerviosismo ya la invadían, y comenzó a sudar. Por todas partes creía oír
comentarios en contra de ella, aunque en realidad solo la miraban por la
posición extraña que mantenía. Apretó con más fuerza el fardo que cargaba,
olvidando por un momento a quién pertenecía lo que había en él, hasta que vino
a su mente Braelén, como siempre sucedía en momentos desesperados. Araenla
respiró con profundidad, intentó recobrar la calma por él y observó su
alrededor con impaciencia, haciendo un gran esfuerzo para ignorar a los demás.
Así, por fin, halló a la náelmar que buscaba, y se dirigió a ella con rapidez
sin levantar la vista del suelo, tropezando con un cajón que llamó la atención
de su dueño, pues varias frutas quedaron desparramadas a pesar de que Araenla
lo ignoró todo.
—¡Buenas tardes! —dijo Vrudela, cuando la
vio acercarse, echando una mirada al mercader que recogía sus frutas, molesto—.
¿Tú no eres la amiga de Braelén? Nunca te había visto por las calles, muchacha.
—Sí… —dijo la joven en un leve susurro.
Luego tendió la tela sobre un hueco del puesto que tenía enfrente y dejó ver
las kalnem—. Él… quiere que las cambie por alguna fruta.
—Oh, parecen un poco mustias en comparación
a las que suele traerme cuando viene —dijo, echando un vistazo—. ¿Le ocurre
algo?
—Está enfermo —respondió sin mirar el rostro
de la otra, con angustia en el suyo.
—Vaya, espero que no sea grave, aunque es un
muchacho saludable. —Araenla asintió levemente, sin decir nada—. Bueno, ¿te
dijo qué fruta quería exactamente? Aún me quedan algunas que recogí esta misma mañana
—señaló tres cajas de madera con distinto contenido.
Araenla levantó un poco la mirada y contempló los distintos tipos de
fruta con indecisión, pero apremiada por las ansias de marcharse de allí. Braelén
le había dicho que escogiera la que más le gustara, y eso debía hacer a pesar
de que los sabores dulces no le parecían agradables. Comenzó a impacientarse
tras uno o dos minutos, y Vrudela pudo observar cómo la joven se tocaba los
brazos, que tenía cruzados, al tiempo que en sus piernas aparecía un ligero
temblor.
—No te apures muchacha —dijo la náelmar, con
buena intención—. No recogeré el puesto hasta dentro de unas horas.
La
joven echó entonces una mirada fugaz a los ojos de Vrudela, y cuando se
encontró con su mirada se sobresaltó y dio un paso atrás, pero no olvidó qué
había ido a hacer a aquel lugar.
—Esas… —dijo, señalando la caja a su derecha,
con un gesto que no duró mucho tiempo.
La
tendera se encogió de hombros ante la extraña actitud de la muchacha, aunque
entendió que no se sentía cómoda en presencia de tantos elvannai. Como todos,
conocía bien su historia, y sentía respeto por todo lo que había tenido que
pasar. Era un sentimiento que muchos compartían, pero que Araenla, en su
desconfiado recelo, jamás descubriría ya que no daba oportunidades a nadie, a nadie
excepto a Braelén.
Vrudela
terminó de poner las frutas justas (y algunas de regalo) en una tela que luego cerró
con un nudo y entregó a la joven.
—Dale mis saludos a Braelén —dijo,
sonriente—. ¡Cuidaros los dos!
—Sí… —dijo Araenla, sin intenciones de
cumplir con ello. Se dio la vuelta con rapidez y se alejó de allí.
Después de aquello se dirigió con prisa hacia
la casa de su amigo, sin echar a correr pero sí con un paso muy ligero, como si
no quisiera despertar a un monstruo que la acechaba, aunque necesitara escapar.
Ya no soportaba la presencia de tantos náelmar, sentía que todos la miraban,
que todos hablaban ella, y en su cabeza imaginaba qué horribles palabras estaban
utilizando en su contra. Ahogó las ganas de gritar y de lanzarse a la carrera
por no hacer sentir mal a Braelén, que se enteraría y la reprendería otra vez,
como siempre hacía cuando no lograba contenerse. Pensó en su apreciado amigo,
en que estaba enfermo y le había pedido un favor, y trató de olvidar todo lo
demás aferrándose a él, a que tenía que salvarlo de su mal.
Pocos
minutos después irrumpió en la casa de Braelén sin llamar, y cerró la puerta a
sus espaldas como si la persiguiera una multitud de espantosas criaturas
dispuestas a atraparla. El náelmar se sobresaltó pues dormitaba, pero supo
enseguida quién era y qué le ocurría a la apresurada Araenla, y sintió disgusto
y pena.
—Has vuelto pronto —le dijo, como si no
ocurriera nada—. ¿Qué has traído?
—Esto —respondió, aún intranquila, tratando
de darse cuenta de que ya no estaba en la calle. Fue hasta la mesa, donde dejó
el fardo con cuidado y lo abrió, y se quedó mirando las frutas.
—Puedes tomar una ya si quieres —le dijo
Braelén desde la cama.
—¿Tú no quieres?
—Por ahora no. Y si no deseas comer una
ahora, te la puedes llevar a casa junto a algunas más. Te las mereces por
ayudarme.
—¿De verdad? Es… yo… gr- gracias —tartamudeó,
sintiendo un cosquilleo en su interior.
No
tomó ninguna en aquel momento, pero fue a sentarse al lado del enfermo y le
contó todo lo sucedido durante su viaje al puesto de Vrudela (aunque la mayoría
de cosas fueron hechos que creyó que ocurrieron, como los susurros y demás). No
transmitió los saludos de la náelmar, y pronto cambió de tema y se sintió más
tranquila ahora que ya estaba lejos del bullicio de las calles y del mercado,
de los ojos acusadores y de las palabras que se clavaban en ella, como dardos.
Se
quedó en la casa de Braelén unas horas más, hasta que la noche oscureció el
cielo en el exterior y tuvo que encender la lámpara del dormitorio. Se ofreció
a quedarse a dormir, pero Braelén insistió en que no era necesario, en que ya
se encontraba mejor y que ambos necesitarían descansar en soledad. Para Araenla
no era así, ella necesitaba dormir a su lado aunque no se atrevió a decirlo. En
lugar de ello lo respetó y se despidió con desánimo, tomó algunas de las frutas
que le había ofrecido y dejó la casa, cruzando con rapidez la calle para llegar
a su hogar, que por fortuna para ella estaba enfrente y a la derecha. No se encontró
a nadie en el corto camino, y así pudo cruzar el umbral con tranquilidad.
Todo quedaba
oscurecido por la noche, pero ella no solía prender más luces que una vela
situada en mitad del salón principal. Así se sentía cómoda y, de todas formas,
conocía la ubicación de todas las salas y muebles a la perfección, incluyendo
el desorden que reinaba en cada recodo. Su habitación era la única que mantenía
limpia pues allí tenía las cosas más importantes, las cosas que le había
regalado Braelén con el paso de los años, y también algunas que había tomado
sin su permiso. A la derecha de su cama, que estaba situada en la esquina
superior izquierda, había una mesa con varios cajones debajo; todos estaban
llenos de pequeños detalles y de cosas insignificantes, al igual que la parte
superior del mueble. Tenía, entre otras muchas cosas, algún collar hecho a
mano, prendas de ropa, hojas secas y hasta simples piedras; todo puesto en
orden para evitar que se amontonara. Añadió a su especie de colección una de
las frutas, de color anaranjado suave, y se sentó en la cama a contemplarla
bajo la tenue luz del fuego que había encendido y sostenía aún.
Se
levantó minutos después y fue hacia el otro mueble importante para ella: un
escritorio que se hallaba en la misma habitación, que reducía mucho el espacio
del dormitorio. Allí encendió una vela pegada a un plato pequeño y se sentó,
abrió uno de los cajones y sacó un gran libro encuadernado en cuero negro, y comenzó
a pasar páginas empezando desde el final. Nunca lo hacía desde el principio,
pues en las primeras páginas estaban sus primeros lamentos, las letras que allí
había derramado entre lágrimas y dolor después de su horrible accidente. No
quería leer ni una sola de aquellas líneas para evitar rememorar tan negro
suceso, por lo que siempre hacía así. En aquellas hojas depositaba sus
pensamientos, siempre dirigidos a su pena o a su querido Braelén, tal como iba
a ser de nuevo en aquella ocasión. Tomó la pluma que usó la última vez, el
tintero, y comenzó a escribir.
«No soporto verte enfermo, ojalá lo
estuviera yo en tu lugar, ojalá lo estuviera el resto del pueblo, no te lo
mereces, ellos sí. Si mueres, ¿qué haré? ¿A quién le importará más que a mí? Yo
no hago más que molestarte, no creas que no lo noto, pero no puedo más que
desear estar a tu lado, y anhelar lo que no está a mi alcance. Lo quiero todo,
todo lo que tenemos, y tener mucho más. No quiero que volvamos a dormir en casas
diferentes, ni en camas distintas, no, pero no quiero pensar en eso ahora,
sería demasiado placentero, al menos para mí. Llevo tanto amándote que no
podría dormir, pero no sé qué sientes tú, aparte del aprecio que me muestras.
¿Me estás esperando? ¿Estás esperando que me confiese? No puedo saberlo de
ningún modo, pues aunque puedo leer la mente de los demás, que siempre me miran
mal y susurran, no puedo leer la tuya, no puedo ver más allá de tu expresión
por mucho que mire tu cuerpo y rebusque en tus cajones cuando no estás mirando.
Y aunque he visto esa expresión tuya muchísimo tiempo, no me cansaría de
admirarla nunca, porque eres el único que me comprende, que no habla mal de mí,
que deja que esté a su lado. Me gustaría contemplarte mientras duermes,
contemplarte durmiendo por siempre. Solo tú me has ofrecido aprecio en una
ciudad colmada de odio, y quiero dártelo todo a cambio, todo lo que puedo
tener, incluido mi ser aunque esté podrido. Que me tomes aunque mi sabor sea
amargo. Pero esto no es culpa mía, no soy culpable de lo que me sucedió, yo no
quise perder tanto aquella noche, no quise que todos empezaran a mirarme mal,
que se rieran, que me señalaran, que me apartaran, que me despreciaran, que me
empujaran, que me insultaran, que…»
Y siguió describiendo cosas que había sufrido a lo largo de su vida, cosas
comunes y casuales, tal y como si las viviera a diario. Cada vez que describía
una se alteraba más, apretaba con más fuerza la pluma y aceleraba la escritura
al tiempo que su expresión se transformaba en una mueca de desesperación y
rabia, hasta que estalló. Lanzó el libro a un lado con un grito que pareció
rasgar su garganta, y aporreó el escritorio con sus puños, luego con la cabeza,
y no dejó de chillar hasta que los alaridos cedieron ante el llanto; un llanto
desconsolado entre gimoteos, como cada noche solía llorar.
Ni
siquiera el recuerdo de Braelén podía calmarla en momentos como aquel, porque su
obsesión era mayor que su amor por el náelmar. Se culpó a sí misma, se odió por
ser como era. Siempre se atormentaba pensando que si no cargara con el mal que
la afligía todo sería distinto, que podría hacer feliz a su amigo; y no hallaba
una razón para su castigo, no veía ninguna salida para el laberinto tenebroso
donde se encontraba perdida. No quería verla, estaba cegada por sus propias
ideas.
Sin embargo,
lo menos en lo que podía pensar era en perderle, en perder a Braelén. Ya se
encontraba en los límites de la angustia y no sabía qué podría haber más allá,
ni se lo imaginaba, no tenía tiempo ni fuerzas para mirar en tal dirección. Ya
creía que tenía bastante con todo lo que tenía que sufrir, ya creía que era
víctima de suficientes desgracias, y no quería más de las que ya la asfixiaban
desde hacía tanto.
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