La cercanía de aquella aldea fue crucial
para Deinal, pues algo más tarde que temprano, alguien advirtió su presencia. Mas
no fue un elfo quien lo encontró allí tirado, sino un humano, el guardia de un
poblado al que Las Cucarachas no tendría mucho que envidiar. Este lugar solo
era mejor en cuanto a extensión, pero el joven aventurero tardaría algunas
horas en averiguarlo.
Deinal despertó sin
saber ni recordar nada, hasta que poco a poco se percató de que no estaba ya en
su casa ni en los bosques, donde había perdido la consciencia. No obstante, la
oscuridad que lo rodeaba era la de un hogar, y en verdad allá arriba, tras las
sombras que se aclararon en su visión, había un techo. Trató de sentarse, pero
aún le dolía todo el cuerpo y al principio no fue capaz; lo consiguió en el
segundo intento.
Tras mirar a su
alrededor pudo darse cuenta de que se hallaba en una casa de piedra bastante
amplia, y se preguntó si algún elfo lo habría rescatado. En su corazón sintió
la ilusión de verse tan cerca de cumplir esa posibilidad, y a pesar de que no
había nadie allí no se atrevió a llamar. Prefirió pues esperar mientras
observaba lo que había en torno a él: varias más camas de buena calidad, unas
cuatro ventanas con cortinas blancas, un gran armario y dos mesas, con sillas y
unos jarrones sobre ellas. Esperaba más belleza en los hogares de la Gente del
Sol, pero estaba tan acostumbrado a lo feo y a lo simple que también estaba
dispuesto a vivir por siempre en un sitio como aquel.
Aún llevaba puestas las mismas ropas, sus
botas yacían a un lado de la cama y al lado estaba su fardo. Le dolía el
estómago, pero se puso a pensar en el viaje que había hecho y en sus momentos
de debilidad. Y mientras recordaba la peor parte alguien entró en la gran
habitación. Deinal se sobresaltó y se sintió un tanto avergonzado por la
presencia de aquel elfo; si hubiera sido un elfo, pues se trataba de una humana.
El muchacho se sintió ahora muy desconcertado, mas sus ojos no tardaron en
clavarse en la bandeja que traía aquella mujer consigo. Había una jarra de agua
y comida: dos manzanas y un buen trozo de pan blanco.
—Veo que ya has
despertado —dijo la mujer—. Te encontraron de madrugada y decidieron esperar a que
te reanimaras. Te traigo comida por si tienes hambre.
—Sí —musitó Deinal,
extendiendo los brazos para recibir la bandeja. Lo primero que hizo fue beber
agua y después le dio un mordisco al pan—. ¿Dónde estoy? —preguntó después de
tragar.
—En Gran Rata —dijo
la mujer.
—¿Cómo…? —dijo
Deinal, mirándola. Jamás había oído hablar de aquel lugar—. No conocía ese
nombre.
—Pues es el que
tiene este sitio —dijo la mujer, muy poco expresiva—. Y seguramente se te
volverá familiar. Estás en la casa de los guardias, por cierto. Pero no por
mucho tiempo, no creo que permitan que te quedes aquí una noche más, ni que te
metan en su oficio.
Deinal no sabía qué
decir, en su cabeza ahora bullían los pensamientos. «¿He acabado en otra aldea?
Esto es malo. Ni siquiera sé dónde se encuentra. Me perdí durante el camino y a
saber dónde me habré metido. Voy a tener que escapar de aquí también si quiero
llegar a la tierra de los elfos».
—Bueno, si no
tienes nada que decir iré a buscar al capitán de la guardia —dijo la mujer—. Yo
soy una simple servidora y no puedo decidir qué hacer contigo.
—De acuerdo —dijo
Deinal, sin mirarla.
Siguió comiendo
mientras ella salía de la habitación. A pesar de que desconocía el nombre de
Gran Rata, no sonaba nada alentador pues solo los asentamientos desfavorecidos
eran nombrados con palabras repulsivas. No tenía ganas de ver el exterior pues
temía encontrarse en un ambiente demasiado similar al de Las Cucarachas.
Suspiró con amargura antes de coger una de las manzanas; a pesar del mal trago
aún seguía hambriento.
Unos minutos
después entró en la habitación un hombre que no tuvo cuidado al abrir la
puerta. En cuanto puso un pie en la estancia clavó los ojos en Deinal y este se
sintió bastante incómodo, incluso molesto. Aquel tipo se acercó con dos grandes
zancadas a la cama donde yacía el joven.
—Parece que ya
tienes mejor cara —dijo—. Perfecto, podrás levantarte de la cama y andar hasta
tu nueva casa. Lleva vacía un tiempo pero tiene todo lo que te hará falta.
¿Puedes levantarte ya?
—Pero… —dijo Deinal,
sin ser capaz de expresar toda su incomodidad. Aquel hombre ni siquiera se
había presentado y ya le estaba empujando a otro lugar sin dar explicaciones—. No
me hace falta una casa, no quiero estar aquí. —El hombre rió.
—¡Nadie quiere! —exclamó—.
Pero así funcionan las cosas, y en uno de los peores rincones del reino yo
estoy en la mejor posición, así que mando sobre los demás. Y tú vas a empezar a
trabajar mañana mismo, que nunca vienen mal un par de manos nuevas, y además
tendrás que pagar por el hogar que te estamos dando. Por algo permití que te
trajeran cuando te encontraron. Vamos, levanta —dijo, quitándole la bandeja
vacía para ponerla sobre la mesa más cercana.
—Pero esta no es mi
aldea —dijo Deinal, comenzando a desesperarse—. Vengo de Las Cucarachas, al
menos debería regresar ahí.
—No, muchacho. ¿Qué
más da que estés en Las Cucarachas, en Gran Rata o en Los Gusanos? —dijo con
ironía—. Harás lo mismo en cualquiera de esos hermosos sitios, y eso es
trabajar. La diferencia es que aquí los campos son más grandes. Seguro que
estás deseando ir a verlos. —Deinal bajó la mirada, no podía sentirse más
inconforme con la situación—. ¡Venga! Ya has pasado demasiado tiempo en la casa
de guardia sin ser uno. O una mujer —rió.
Aquel hombre, que
no era otro que el capitán de la guardia, insistió tanto que Deinal no tuvo más
remedio que calzarse las botas y salir de allí con su fardo. Tras la puerta del
dormitorio había una pequeña sala y unas escaleras, por las que tuvo que bajar a
pesar de que aún se movía con dificultad. Llegó a un recibidor amplio con
varios muebles y otros cuartos que no tuvo tiempo de observar, pues casi fue
empujado a salir al exterior. Sin una despedida ni ninguna otra palabra, el
capitán de la guardia cerró la puerta después de echarlo y Deinal pudo
contemplar su alrededor, sin saber dónde ir. Pronto, la misma mujer que lo
había atendido antes salió de la casa. Él se giró para mirarla.
—Me envían para que
te lleve hasta tu nuevo hogar —dijo.
—Está bien —dijo
Deinal, sin ánimos. Comenzó a seguirla sin dejar de sentirse descontento.
—Parece que tu nueva
casa será la del viejo Vérful —dijo la mujer, sin detenerse—. Murió hace poco
más de un mes. Le dio no sé qué enfermedad y se quedó ahí dentro tirado hasta
que descubrieron su cuerpo dos días más tarde, olía peor que un perro muerto. Pero
tranquilo, el sitio se limpió después de que se llevaran el cuerpo. Más o menos
—añadió cuando vio el mal rostro del muchacho.
—Muy alentador
—dijo Deinal. No tenía intenciones de hablar más pues lo único que deseaba era
quedarse solo para pensar cómo escapar. Sus ojos no se despegaban ahora del
suelo de tierra.
—Dicen que mañana
tendrás que comenzar a trabajar —dijo la mujer, que no disfrutaba de los
silencios—. Los campos están tras la puerta norte, aunque seguro que mañana
alguien te llevará hasta allí. ¿De dónde vienes, por cierto?
—De Las Cucarachas
—dijo él—. Allí trabajaba a diario también. Imagino que aquí será más de lo
mismo.
—Como en la mayor
parte de este reino —dijo la mujer, con un bufido de inconformidad—. Me llamo Maevia.
Seguro que nos veremos casi todos los días a partir de ahora.
—Espero que no
—dijo Deinal. Maevia calló, y cuando el joven se dio cuenta de los posibles
significados de sus palabras, levantó la cabeza con rapidez—. No lo digo por
nada malo sino… porque no planeo quedarme aquí mucho tiempo.
—Ya, pero dudo que
eso sea lo que ellos planean —dijo,
no muy contenta ahora.
Deinal no tuvo
intenciones de seguir disculpándose y continuó caminando detrás de ella,
pasando entre casas de madera muy similares a las de Las Cucarachas, pero quizá
un poco más amplias, pisando barro húmedo a veces mezclado con estiércol,
contando los objetos tirados que veía entre montones de basura abandonados en
cualquier parte. Apenas había gente cerca pues eran horas de trabajo, y el
muchacho solo pudo ver algún perro famélico descansando sus huesos a la sombra
y moscas pululando alrededor de toda cosa que desprendiera olor.
Pocos minutos
después se detuvieron. Estaban frente a una casa que no destacaba de las demás en
nada, y frente a su puerta, Maevia se giró hacia Deinal.
—Este es tu nuevo
hogar —le dijo—. La puerta está abierta, así que puedes entrar ya.
—Eso haré —dijo él,
dando un paso hacia su umbral—. Gracias por traerme. Ah, y me llamo Deinal.
—Buena suerte en
Gran Rata, Deinal —dijo ella a modo de despedida, pues no tardó en comenzar a
desandar el camino que habían seguido hasta allí.
Deinal la miró por
un segundo antes de adentrarse en su casa. Luego echó el pestillo y observó su
alrededor. Sintió picor en la piel cuando recordó que allí había enfermado y
muerto un hombre, y temió que hubiera insectos o ratas. «Cómo no, si así se
llama el pueblo», pensó. Mas con sus ojos solo pudo ver el escaso mobiliario,
que era casi el mismo que el de su anterior casa con la diferencia de la
distribución y el color de las cosas.
Dejó de pensar en
los muebles y dio un par de zancadas hasta sentarse sobre el colchón de la
cama, que estaba al frente y a su izquierda. Había otra cosa que también le
preocupaba, y cuando puso el fardo en el suelo y lo abrió, lo comprobó. Había
tenido la sensación de que la bolsa pesaba menos desde que la había tomado, y
por mucho que rebuscara, no hallaba en ella la espada, aunque sí conservaba el
escudo. «¡Maldita sea!», pensó, dándole un golpe al colchón. «¡Me la han
quitado! Seguro que fue ese tipejo de la casa de guardia. ¡Maldito cerdo!».
Enfadado, apretó
los puños para retener el deseo de salir corriendo al exterior y tirar la
puerta de la casa de guardia. No serviría para nada, pero no había tanta calma
en su pensamiento como para idear un plan. De pronto, alguien llamó a la
plancha de metal que servía de entrada a su hogar. El muchacho se levantó y abrió
con mala cara, encontrándose a Maevia otra vez.
—Me dijeron que te
trajera esta comida —dijo, tendiéndole un pequeño fardo—. No olvides que mañana
tendrás que empezar a trabajar.
—Ya lo sé. Como si
no fuera suficiente con que me hayan robado —dijo él, sin poder contenerse.
—No eres el primero
al que le quitan algo. Siempre tienen una razón por la que hacerlo —dijo la
mujer, encogiéndose de hombros.
—Ya, me imagino
—dijo Deinal—. Gracias por traerme esto.
Se despidieron, y
aunque el enfado no había desaparecido del corazón de Deinal, ya se sentía un
poco más apaciguado. Regresó al colchón y dejó las cosas a un lado, y luego se
convirtió en una estatua pensativa que permaneció en el mismo sitio durante
horas, debatiendo miles de palabras en su interior. Debía recuperar aquella espada
como fuera, no estaba dispuesto a marcharse sin ella pues la necesitaba para
luchar, para sentir una muy necesaria seguridad. Era suya, y no tenían por qué
arrebatarle algo que era de su propiedad (aunque antes él la hubiera robado);
ya había tenido suficiente con el robo de su libertad durante tantos años.
—Voy a recuperarla
—susurró casi cuando atardecía, clavando en la puerta una mirada decidida que pocas
veces aparecía en su rostro. Era un gesto que tardaría en repetirse menos de lo
que él creía.
No obstante, en
aquel día no hizo nada más que permanecer allí. Más tarde comió otra vez y poco
después le dio un buen uso a la letrina. Y no sin algo de aversión se acostó en
el colchón cuando llegó la noche. Ahora le parecía raro dormir sobre algo
blando en lugar de al aire libre, pero sentía que podría volver a acostumbrarse
a eso con facilidad.
Al día siguiente se
despertó tarde, sintiendo temor al mismo tiempo que indiferencia al pensar en
sus labores; aun así, se dio prisa en prepararse para salir a los campos.
Ningún guardia fue a su casa a buscarlo, mas cuando trató de salir de Gran Rata
el vigía de la puerta lo detuvo y le preguntó su nombre. No obstante, no hubo
inconvenientes por aquella jornada y Deinal pudo incorporarse a los trabajos de
labranza en el exterior.
Mientras se
agachaba y levantaba una y otra vez para arrancar hierbas malas, trataba de
idear una forma de recuperar su espada. Pensó en dejar inconsciente a un
guardia y hacerse pasar por él, pero sabía que lo reconocerían, además no sería
hábil interpretando el papel de un soldado; creyó que entrar corriendo en la
casa y salir de allí con las mismas prisas podría ser más fácil, pero Gran Rata
era más grande que Las Cucarachas y era bastante probable que le dieran
alcance; sobornar a los guardias era imposible; ¿qué más podría hacer? «Como no
entre por la noche mientras todos duermen»… Se sintió nervioso al pensar en
eso, pues podría ser un plan eficaz. Sin embargo, el nerviosismo le duró poco. «Bah,
seguro que cierran la puerta con llave. Así no podré. Estúpidos guardias».
Continuó cavilando
mientras avanzaba de un lado a otro en el campo, sin atender a mucho más que a las
hierbas y a sus pies; hasta que algo llamó su atención. Sintió como si dos
finos dardos se clavaran en su nuca, y agachado como estaba giró la cabeza
hacia un lado. Varias yardas más allá había una mujer mayor mirándolo, y Deinal
se sintió irritado. Desvió los ojos un momento hacia el frente y luego hacia la
otra persona de nuevo, y allí seguía, igual. «¿Qué diantres miras?», pensó,
frunciendo el ceño. Quiso alejarse de allí y le dio la espalda a la mujer, llevándose
consigo el peso de sus pensamientos, que ya no podían cargar con más.
Cuando acabó con
las horas de trabajo aún no tenía claro qué hacer, pero sí que tenía bastante
cansancio. Sin embargo, no le era una sensación tan pesada como la que había
sufrido durante sus peores momentos de viaje. Supuso que de algún modo se había
fortalecido, y deseó poder encontrarse de nuevo recorriendo las tierras
deshabitadas. Una sensación de prisa golpeó su corazón, y dirigió sus pasos
hacia la casa donde ahora vivía para comer algo.
Aún le quedaba
comida de la que le habían entregado en el día anterior, así que aprovechó para
no tener que comprarla en el pueblo. Una vez hubo acabado y bebido, salió de
nuevo al exterior. La luz del atardecer pintaba los alrededores de la aldea con
un color desalentador, mas Deinal debía seguir adelante aun en contra de toda
esperanza. Y su objetivo era ahora la casa de guardia. Cuando llegó a ella tras
dar un par de vueltas, pues no recordaba bien su ubicación, llamó a la puerta
con fuerza. Un guardia asomó pocos segundos después.
—¿Qué quieres?
—preguntó.
—Me han quitado un
objeto, vengo para que me lo devuelvan —dijo Deinal, serio.
—¿Quién ha sido? Si
sabes el nombre del vecino, dímelo y nos encargaremos de ello. El servicio
cuesta cincuenta monedas de oro —dijo el guardia.
—¿Voy a tener que
pagarle al ladrón? Quien me quitó ese objeto fuisteis vosotros, se trataba de
una espada que llevaba en mi fardo —dijo.
—Ah, un momento, tú
eres el muchacho que encontraron tirado cerca del suroeste de la muralla —dijo
el guardia—. Está prohibido que los vecinos exhiban armas, así que confiscamos
tu espada. No podrás recuperarla, por tanto deberías dejar de preocuparte.
—¿No podré
recuperarla? —dijo Deinal, enfadado—. ¿Ni siquiera a cambio de oro?
—Bueno —dijo el
guardia, bajando un poco la voz—, por mil monedas podría hacerte el favor, ya
sabes…
—No, gracias, no
tengo tanto oro —dijo el muchacho, intentando asesinar al guardia con la
mirada.
—Puedes regresar
cuando consigas ahorrarlo. Hasta entonces, no hay nada más que decir sobre el
asunto —dijo el guardia, echándose hacia atrás para cerrar la puerta.
Deinal no se
despidió, sabía que la posibilidad de que le devolvieran el arma era más que
remota, pero debía intentarlo al menos. «Ahora tendré que colarme en esa casa
de algún modo», pensó. La frustración hizo que apretara los puños, pero decidió
moverse para caminar alrededor de Gran Rata y encontrar la mejor salida para su
huida. «Quizá tenga que marcharme dejando la espada atrás», pensó mientras
caminaba. «Si no consigo recuperarla, tendrá que ser así».
Al fin y al cabo,
lo más importante para él era la libertad. Podría encontrar otra arma, aunque
por el momento no podía dejar de pensar en la espada robada. Anduvo hacia el
sur mientras seguía pensando en cómo recuperarla, y mientras pasaba entre dos casas
una voz lo sacó de sus cavilaciones.
—¡Oye, espera! —dijo
una mujer. Deinal se dio la vuelta y descubrió con algo de desagrado y
desconcierto que se trataba de aquella mujer que lo había estado mirando
durante las horas de trabajo. Una sensación de nerviosismo apareció ante la
posibilidad de que quisiera intimar con él; el joven la observó de arriba
abajo, y aunque tenía bastantes años más que él, era hermosa. Tenía los
cabellos negros y el rostro poco arrugado, el pecho abultado y el cuerpo no muy
delgado; nadie que trabajara podía llenar mucho los pantalones, de todas
formas.
—¿Quién eres? —dijo
Deinal cuando la mujer estuvo a pocos pasos de él, sin atreverse a mirarla al
rostro.
—¿De dónde vienes?
—preguntó ella, observándolo.
—De Las Cucarachas
—dijo él, sin saber qué más decir.
—Y… ¿cómo te
llamas? —dijo, sin despegar la vista de él.
—Deinal
—respondió—. Y... ¿tú?
—Elvaría —dijo—. Creo
que… creo que eres mi hijo. —Deinal la miró ahora sin temor, con los ojos muy
abiertos y las cejas levantadas por la sorpresa. ¿Era cierto esto que acababa
de escuchar? Observó el rostro de Elvaría y, ahora que la miraba con esa
posibilidad en la cabeza, encontraba similitudes con su propia cara. O quizá
eran solo producto de su imaginación.
—¿Cómo que mi
madre? —dijo él—. Yo no tengo padres.
—Sí tienes. Bueno,
al menos madre —dijo ella—. O eso creo. Te pareces muchísimo a mi niño. ¿No
recuerdas a tu madre? Cuando mi hijo tenía unos cuatro años me llevaron de Las
Cucarachas, y asesinaron a mi marido, que intentó impedirlo.
—Eso se parece
mucho a lo poco que sé de mi pasado… —dijo Deinal, apoyándose en una pared que
tenía a su derecha. Luego miró a Elvaría otra vez, sin decir nada.
—¿Tu casa de
hallaba en el noreste de la aldea? Allí vivía yo con mi hijo y mi esposo —dijo,
mirándolo.
—Sí… Ahí estaba mi
casa —dijo Deinal. Jamás había cambiado de casa, eso podía recordarlo bien.
Vivió solo desde la infancia, y se encargaban de cuidarlo las mujeres que
seguían órdenes de los guardias. Mientras tanto, estos sumaban el oro que
Deinal tendría que pagarles por el hogar en cuanto pudiera comenzar a trabajar,
por lo que tenía una deuda tan grande como absurda.
—Debes de ser él,
sin duda —dijo Elvaría—. Tuve esa corazonada en cuanto te vi esta mañana, pero
quería estar segura.
Deinal la miró,
ahora a los ojos. Qué más daba que fuera cierto o no, había echado tanto en
falta que alguien le demostrara cariño familiar, que sus ojos se tornaron
llorosos. No pudo decir nada, pero Elvaría respondió adelantándose para
abrazarlo. Pese a la suciedad en los ropajes de ambos, la calidez se hizo como
un abrigo en pleno invierno para Deinal, y no quería destaparse. No ahora que
uno de sus mayores vacíos comenzaba a llenarse, apresurándose en hacer florecer
esperanzas de todo tipo.
—Eres mi hijo, sin
duda —dijo Elvaría, separándose un poco de él pero sin quitarle las manos de
los hombros—. Siento mucho todo lo que hayas tenido que pasar, de verdad. Todo
esto es muy injusto —dijo, agachando un poco la mirada.
—Sí… —dijo él, sin
ser capaz de decir mucho más.
—Lo lamento,
Deinal, pero ahora tengo que irme —dijo—. Debo regresar a la casa de guardia,
trabajo allí junto a Maevia y Sheiry. Nos compraron hace tiempo y debemos
seguir obedeciendo. Espero que volvamos a hablar mañana.
—Claro… —dijo, a
pesar de que su pensamiento gritaba que no se fuera. Ella lo miró y se despidió
con una sonrisa que destelló en mitad de un rostro amargado, desprendiendo
sinceridad. Él no pudo sonreír por toda la pena y el desconcierto que ahora lo
invadían, mas fue capaz de levantar la mano y hacer un gesto.
El silencio que
siguió fue desolador y Deinal no supo dónde ir, por lo que se quedó allí.
Olvidó por completo su plan de observar las salidas de Gran Rata, y en su mente
se preguntaba una y otra vez si aquella era de verdad su madre. Varios minutos
después, no supo cuántos, decidió trasladarse con sus dudas a la casa; mas
cuando estuvo frente a la puerta recordó que ya no tenía comida. Entró y buscó
en su fardo una pequeña bolsa en la que guardaba algunas monedas de oro que había
traído desde Las Cucarachas, y tomó unas pocas para comprar algo de cenar.
En los poblados no
había mercados, sino puestos donde se «intercambiaban» los víveres que recogían
los aldeanos por el oro que ellos mismos ganaban trabajando, aunque de ese oro,
los vecinos se quedaban con poco. Deinal fue y regresó de aquel puesto como si
viviera un sueño, y solo despertaba cuando intentaba ver si Elvaría estaba
cerca. Mas no volvió a encontrarse con ella.
Ya en su colchón,
mascando un puerro, puso en orden todos sus pensamientos. De su temprana
infancia solo recordaba sombras, y lo que estaba claro comenzaba con escenas de
él en soledad. Alguna vez le había preguntado por sus padres a las personas que
lo cuidaron, y lo poco que permanecía en sus recuerdos sobre aquel tiempo
sombrío coincidía con lo que Elvaría le había dicho. Además, su rostro se asemejaba
mucho al de ella, y una cara tan extraña como aquella era difícil de imitar. Deinal
decidió que esa mujer sí era su madre, y con la aceptación de tal idea vino la
frustración de verse separado de ella.
Quiso ir a buscarla
para hablarle pero temió las represalias de salir en la noche, así que al final
se contuvo. En lugar de levantarse, se tumbó en la cama y pensó una vez más,
trató de imaginar cómo había sido su vida en sus primeros años. No recordaba a
su padre, y sintió una profunda pena al ser consciente de que había muerto
defendiendo a su amor. No quería imaginar por qué habían decidido llevársela,
mas sintió un profundo odio por el reino, por todos aquellos que trabajan para
él. Y Deinal no deseaba seguir siendo un esclavo de ellos, continuar perdiendo su
vida sin hacer nada más que seguir la senda que otros le marcaban. Apretó los
puños, «esto no va a seguir así», pensó. Sin embargo, aún tenía que recuperar la
espada. Resopló; por el momento, trataría de descansar y pensar bajo la luz del
día siguiente, pues en aquella noche no podía hacer nada.
Aunque se había
despertado horas antes de que comenzaran las labores, sentía el cuerpo lleno de
energía. Y en cuanto estuvo en las tierras de labranza buscó Elvaría, y la vio
llegar poco más tarde. Ella también lo miró, y a pesar de que ambos quisieron
acercarse y hablarse, camuflaron aquel deseo bajo una sonrisa y un saludo
lejanos.
El resto de horas
pasaron sin relevancia a pesar del cansancio que dejó el gran peso del trabajo.
Deinal solo quería terminar la jornada para acercarse a Elvaría, y en cuanto se
anunció el final de las labores, caminó hacia ella con rapidez.
—Quisiera hablar
contigo —le dijo. Ella lo miró, aunque parecía tener prisa.
—Y yo contigo, pero
este no es buen momento. Tengo que regresar a la casa de guardia con urgencia —dijo
Elvaría.
—Pero… Me gustaría
poder hablar más —dijo él, sin saber cómo expresarse.
—Y a mí también
—dijo ella, bajando la voz—, pero no podrá ser. Pasado mañana no hay que
trabajar. Podremos reunirnos y hablar un rato.
—De acuerdo —dijo
Deinal tras pensarlo unos segundos.
No era lo que él
quería, pero parecía que en verdad no tendría otra opción, pues su madre se
marchó tras despedirse. Deinal caminó cabizbajo hasta su casa, y tras comer
algo, salió al exterior. En aquella tarde sí, dio una vuelta por Gran Rata
observando bien la muralla y las puertas que había, las cuales eran solo dos:
una en el norte y otra en el sureste. «Cuando me marche de aquí lo haré por el
sureste», pensó. «Por el norte hay otro río y tarde o temprano me toparía con
él. No quiero más pantanos». Sin embargo, la idea de escaparse no lo convencía
tanto ahora que tenía una madre. «Ojalá pudiera venir conmigo, ojalá pudiéramos
vivir juntos en otro lugar». Se sintió frustrado ante aquella idea, y no se
alivió ni después de regresar al hogar.
Allí imaginó viajar
con ella, ¿mas cómo harían para sobrevivir los dos? Él en soledad había estado
a punto de morirse, aunque quizá su madre sabría más sobre el exterior. Lo peor
era que no podría decidirse hasta que llegara el domingo, y de solo pensar en la
espera hasta el día, se sentía tan inquieto que quería levantarse y gritar,
golpear cosas para agotarse y no ser capaz de seguir pensando.
«Todo esto es muy injusto», pensó, con
impotencia. Le cerró los ojos al llanto y la frustración, y cubrió su rostro
mientras pensaba en Elvaría, en una realidad con ella que había sido arrancada
de su vida por manos desconocidas a las que no les importaba el sufrimiento de
los demás. Aquella no había sido su propia elección, mas la verdad era que su
derecho a decidir no tenía voz en aquel reino, y no entendía por qué tenía que
ser así. De pronto recordó las tierras de los elfos, olvidadas entre los
últimos sucesos. Ahora debía estar más cerca de ellas, y sin duda podría
alcanzarlas con menos jornadas de viaje que las que necesitó para llegar a Gran
Rata. Por un momento se le iluminó el rostro, y creyó que podría refugiarse en
el hogar de la Gente del Sol si huía con su madre. Lo único que tenía que hacer
era convencerla, lograr que tomara su mano en la huida hacia la libertad. «Tengo
que hacerlo», pensó, frunciendo el ceño. «Tengo que llevármela de aquí,
llevármela lejos». Sus ojos se calmaron, pero no así sus ánimos. Sin embargo,
por el momento solo podía esperar.
Y así hizo, con
mayor dificultad que la de dar un paso cuando el cuerpo no puede más, que la de
pegar un bocado cuando se está a reventar (aunque él nunca había experimentado
tal sensación). Fuera, la oscuridad ya casi había caído con todo su peso sobre
el mundo, y los únicos seres que se movían eran los insectos y los guardias,
criaturas de honor similar. Deinal empezó a sentir un odio profundo hacia los
segundos en aquel día, y si bien se atenuaría en el futuro, en aquella noche
ardía como un incendio hambriento que devoraba un bosque seco puesto allí a su
merced.
Tras una noche de
muchos despertares y poco descanso, Deinal pudo percibir por fin la tenue luz
del Sol. Aún restaba un día hasta el domingo, y quiso poder permitirse
descansar allí hasta entonces, mas los guardias no lo consentirían. Al poco rato
se levantó para afrontar la jornada de trabajo. Y sintió pesar hasta que llegó
el alba del día siguiente, aunque aún no podría hablar con Elvaría. Tuvo que
sentarse en la cama con los pies apoyados en el suelo pues estaba demasiado
inquieto para permanecer tumbado, y se desahogaba golpeteando una y otra vez la
tierra con un pie. Al poco rato se levantó y tomó un poco de desayuno, y salió
al exterior. Le sorprendió no ver a nadie, Gran Rata parecía un lugar distinto.
Sería incluso acogedor si no fuera por las condiciones que sus habitantes
tenían que sufrir, sería un lugar tranquilo si cada vecino pudiera vivir con la
libertad de un pueblo más justo.
Deinal sacudió la
cabeza, él no se quedaría allí; ni por su madre. Caminó hacia el sureste pues
no creía que ella saliera tan temprano en un día de descanso, los aldeanos
siempre los aprovechaban para dormir cuanto podían. Al poco rato se oyó a un
gallo cantar, y como si fuera la señal que indicaba el fin de la tranquilidad,
el muchacho se encontró con un guardia. Ambos se miraron, uno con desprecio en
los ojos y otro con recelo. Deinal no podía insultar o atacar a aquel hombre
aunque lo deseaba, y él no podía increparle de ningún modo pues no estaba
haciendo nada ilegal. A los guardias no les gustaban los domingos porque
sentían que debían seguir haciendo su trabajo pero sin obtener nada a cambio.
Reforzaban la vigilancia en el exterior de las casas y la hostilidad con los
aldeanos, y también se propasaban con mayor frecuencia y muchos se creían en su
derecho de hacer el vago (especialmente los capitanes y sus más allegados).
Pero en aquella
ocasión no sucedió nada y cada uno siguió por su camino. Deinal maldijo al
guardia en el pensamiento y continuó caminando por terreno llano. Arriba en el
cielo había varias nubes que venían del este, pero no parecía que fuese a
llover. El muchacho echaba en falta ver las gotas de agua caer, pues sentía paz
con la hermosa melodía que hacían sonar cuando se encontraban con la tierra y los
tejados. Mas lo único que el muchacho quería hallar en aquel día, era a Elvaría.
Y no la vio hasta
pasado el mediodía, cuando el hambre ya le reclamaba que regresara al hogar.
Deinal se mantuvo fuera de su casa durante todo aquel tiempo, y vio a muchos
guardias patrullar y a algún vecino andando, a niños jugando solos o con
animales. Su madre llegó a él desde el norte de Gran Rata, el joven supuso que
había salido de la casa de guardia.
—Hola Deinal —dijo
ella cuando estuvo frente a él.
—Hola —dijo
solamente.
—Lamento haber tardado tanto —dijo, agachando
un poco el rostro.
—¿Tienes tiempo?
Podríamos ir a mi casa —dijo. Ella asintió, y un segundo después se pusieron en
marcha.
Ya en la casa de
Deinal, él se sentó sobre el colchón de la cama y ofreció la única silla que
había a su madre. No sabía cómo empezar aquella conversación, aunque tenía
muchas cosas que decir y preguntarle.
—¿Cómo has vivido
allá en Las Cucarachas? —preguntó Elvaría, mirándole.
—Bien —dijo él—.
Bueno, trabajando todos los días, comprando comida y demás. Lo típico.
—¿Por qué te
fuiste? —dijo ella.
—Porque no podía
aguantar esa vida —dijo Deinal—. No tenía sentido seguir trabajando para nada,
sin familia ni nadie allí. Estaba harto y me fui.
—¿Cómo pudiste
escapar? —preguntó ella, con una sonrisa algo triste. Deinal se lo contó todo,
desde la elaboración del plan hasta la huida, y después su desventurado viaje. Elvaría
lo miró profundamente—. Eres muy valiente, hijo.
—Gracias —dijo él,
sintiéndose halagado—, pero no creo que sea así. ¿Y qué ha sido de ti?
—No me gusta hablar
de mi principal trabajo —dijo, seria—. Llevo haciéndolo desde que me llevaron
de Las Cucarachas. Me compraron a cambio de oro, y desde hace dieciséis años me
usan para lo que quieren en la casa de guardia. A mí y a aquellas dos.
—Lo siento —dijo
Deinal tras un suspiro, sintiéndose frustrado. El silencio se hizo presente
durante unos segundos.
—¿Cómo te ha ido
con las novias? —preguntó su madre. Deinal rió con ironía.
—Nada —respondió—.
De todas formas siempre se llevan a las más guapas.
—Y dejan a las feas,
¿eh? —dijo ella, sonriendo. Deinal imitó el gesto pero no supo qué más decir,
hasta que se atrevió a hablar de algo en lo que había pensado mucho.
—¿No podemos vivir juntos?
—preguntó, cabizbajo.
—No, Deinal —dijo
ella, con pena—. No puedo vivir en otro sitio, y los guardias no dejarán que te
metas en su casa.
—¿Por qué no? —dijo
él, entristecido—. Eres mi madre, y tú deberías vivir con tu familia. No es
justo que no nos dejen vivir en la misma casa.
—Pero podremos
vernos en los campos todos los días, y hablar cada domingo —dijo ella, evitando
un poco la pregunta de Deinal, pues no tenía otra opción que permanecer en Gran
Rata—. Es más de lo que nunca pensé que tendría.
—También es más de
lo que yo nunca pensé, pero… —dijo, sintiéndose abatido a la vez que frustrado.
—Lo sé, Deinal
—dijo Elvaría, levantándose para ir a sentarse a su lado; le rodeó los hombros
con un brazo—. Este reino no es justo, hay mucha gente mala.
Deinal no pudo
decir nada pues ahora lloraba, y mientras tanto el corazón le gritaba sangrando
rabia. En sus brazos y en su estómago sentía calor, pero sus ojos inundados
derramaban frío sobre las manos que los ocultaban de su madre. Ella lo miraba,
apenada, frustrada por saberse incapaz de consolar a su hijo, al niño que había
creído perdido, que jamás volvería a tener. Aunque, en aquel momento, sí lo
tenía; en aquel espacio de tiempo estaba a su lado, y lo abrazó para intentar
hacerle entender lo que en palabras le llevaría toda una vida expresar. Él se
apoyó en ella, y el fuego de la rabia, alimentado por tantas injusticias, no
tardó en hablar a través de su voz.
—Ven conmigo
—dijo—. Vámonos a las tierras salvajes, lejos de aquí. —Elvaría permaneció
callada unos segundos, pensando en la posibilidad.
—Ya estoy mayor para
ir de aventuras —dijo—. No podría ni escapar corriendo de aquí, me alcanzarían
y tú tendrías más problemas. Es mejor que nos quedemos en la aldea…
—¡No! —dijo él,
abriendo los ojos, ahora secos—. Si nos quedamos aquí, no va a cambiar nada. Tenemos
que irnos, es mejor vivir ahí fuera que atrapados en esta aldea.
—No es tan fácil,
hijo —dijo ella, apenada por no ser capaz de levantarse en aquel momento y echar
a correr con él, de escapar juntos lejos de aquel sitio maldito—. Ya te he
dicho que estoy mayor. Además, no soy capaz de intentar huir, no tengo valor.
—Pues yo no voy a
quedarme aquí —dijo, separándose de su madre para levantarse—. No voy a quedarme
en un pueblo como este, quiero marcharme cuanto antes.
Elvaría sintió una
profunda tristeza ante las palabras de su hijo, y frío en cuanto él se apartó;
mas lo comprendía, y podía sentir también en él una gran fuerza de voluntad,
por lo que contuvo muchas de las palabras que en su mente destellaron. En lugar
de hablar, bajó la cabeza y cerró unos ojos llorosos, y se apresuró a
recomponerse para animar a su única familia en el mundo, para empujarlo hacia
el camino que él deseaba tomar.
—Hazlo entonces,
Deinal —le dijo—. Tú puedes salir de aquí y tener una vida mejor. La tierra de
los elfos está muy cerca, dicen que son gente generosa. No se meten de forma
directa en nuestros asuntos, pero les mueve la piedad aunque los guardias
siempre digan que son malvados. Ve con ellos.
—Ven conmigo —dijo
él, mirándola. Ella negó con la cabeza, y Deinal agachó la suya. No podía
hacerla cambiar de opinión, y el deseo de partir comenzó a hacerse fuerte en su
interior, sobre todo para escapar de aquella frustración. Sin embargo, no podía
marcharse sin más—. Me robaron una espada —dijo—. Creo que está en la casa de
guardia.
—¿La quieres?
—preguntó Elvaría. Deinal asintió—. Puedo cogerla cuando quieras pero, ¿cuándo
te vas a marchar?
—Ya —dijo él. Tuvo
que decir eso para intentar convencer a su madre—. Quiero irme cuanto antes.
Tengo algo de comida y agua reservadas, podría irme ahora mismo.
—Está bien, vamos a
la casa de guardia entonces —dijo Elvaría.
Deinal preparó el
fardo con el que viajó desde Las Cucarachas sin dejar de sentir un dolor
profundo en el corazón, pues estaba contradiciendo a sus deseos y temía que
ella no reaccionara como esperaba. Sin embargo, encerrarse en aquella aldea en
la que también vivía su madre, pero no con ella, sería peor que marcharse.
Tarde o temprano eso le empujaría a cometer una insensatez, y a pesar de la
pena que podía ver en el rostro de Elvaría, tenía que escoger partir.
No obstante, antes
de salir de la casa le dio un abrazo, y se quedaron así varios segundos,
rememorando momentos pasados, olvidando tanto por decir. La puerta que se abrió
después puso fin a todo contacto.
Caminaron en
silencio hasta la casa de guardia, y allí Elvaría le dijo a Deinal que
esperara. Ella no tardó mucho en regresar con la espada envuelta en una tela
oscura, que le tendió a su hijo.
—Esto es una capa
que tomé del armario de los guardias —dijo—. Es para ti. Aunque no tengo nada
mío para regalarte, quiero que tengas algo para que te acuerdes de mí; además
estamos en otoño y después llegará el largo invierno y hará mucho frío. Dentro
también hay algunas frutas y verduras de buena calidad.
—Gracias, madre
—dijo Deinal, mirándola con pena; parecía que ella no se iba a mover de Gran
Rata. Luego se arrodilló y puso el fardo en el suelo para guardar las nuevas
provisiones en él. También sacó el escudo y se puso la capa (que tenía también una
capucha) con ayuda de su madre. Luego se irguió y se ajustó el escudo al brazo
izquierdo.
—Pareces todo un
caballero —le dijo Elvaría, sonriendo—. Ojalá hubiéramos tenido más tiempo. —Lo
miró por unos segundos con melancolía—. Abrígate bien.
—Eso haré —dijo
Deinal, apenado. Pero tuvo que apartar aquel sentimiento pues aún no era el
momento de decir adiós—. ¿Dónde está el capitán de la guardia?
—Adentro, durmiendo
—dijo ella—. Aprovecha y márchate, esconde esa espada y sal de aquí como
puedas.
—Todavía no —dijo
él—. Quiero verlo. ¡Sal, capitán de la guardia! ¡Sal de ahí! —gritó de pronto,
asomándose con rapidez al interior de la casa. Su madre intentó empujarlo
fuera.
—No grites —dijo—.
Te oirá y te meterás en problemas. ¡Corre! —Deinal la observó con una extraña
mirada y desobedeció, pues gritó una y otra vez hasta que vino un guardia que
no era el capitán.
—¿Qué sucede? ¿Por
qué estás gritando en mitad de un domingo? —preguntó, molesto.
—Quiero ver al
capitán de la guardia. Tengo mucho oro que ofrecerle —mintió.
—Deinal, por favor
—susurró su madre.
—¿Mucho oro, tú?
—dijo el guardia, dudoso—. Bueno, más vale que no mientas. —Comenzó a subir las
escaleras en busca del capitán.
—¿Estás loco?
—preguntó Elvaría—. ¿Qué estás haciendo?
—Solo intento
averiguar para qué voy a escapar de este pueblo —dijo él, retrocediendo un paso
para alejarse del umbral de la puerta. Elvaría no comprendía nada, pero se
sentía inquieta.
Tras unos minutos
de tensión, el capitán de la guardia bajó hasta la puerta con ropajes normales
y cara de mal humor. Miró a Elvaría como si no tuviera que estar allí, y luego
al muchacho que llevaba puesta una capa de soldado.
—¿Qué…? —comenzó a
decir.
—¿Cuánto oro me
costaría comprarla? —dijo Deinal, señalando a su madre. Esta se sorprendió.
—¿Cómo? ¿Comprar a Elvaría?
—preguntó el hombre, riendo. No estaba dispuesto a dársela a nadie después de
sus buenos servicios.
—Hablo en serio
—dijo Deinal, decidido—. Di una cifra de oro, la que quieras, y te la daré a
cambio de ella.
—¿Quién te crees
que eres? —dijo, sin dejar de reír—. ¡Un pordiosero como tú jamás lograría reunir
ni quinientas monedas de oro! ¿Puedes conseguir quinientas mil? ¡Entonces será
toda tuya! —volvió a reír—. Ni todos los pordioseros de esta aldea juntos
podrían reunir tal cantidad.
Para Deinal aquello
fue suficiente, miró a su madre y así se despidió, sin decir palabras, pues la
volvería a ver, aunque anheló con todo su corazón acercarse a ella para
abrazarla una vez más.
—¡Eh! ¿Dónde te
crees que vas? —dijo el capitán de la guardia—. ¡Está prohibido exhibir armas! ¡Y
has robado una capa! ¡Guardias, a él! —gritó, asomándose al interior de la
casa.
Deinal suspiró, era
el momento de echarse a correr. Sin dedicarle ni un gesto a su madre, por no
cargarla con más pesares, puso rumbo a toda prisa hacia el norte, esperando no
equivocarse en su decisión. Era la puerta más cercana, aunque por ser domingo
quizá hubiera más vigilancia. «Te echaré mucho de menos, te echaré mucho de
menos», pensó, recordando a Elvaría; sus ojos volvieron a tornarse llorosos y
el ahogo se intentó apoderar de su corazón, mas ahora debía escapar.
Logró echar a un
lado tales sentimientos por un momento, y corrió con todas sus fuerzas hacia la
puerta que daba a las tierras del norte. Un guardia comenzaba a perseguirlo
desde la casa en aquellos momentos, pero el único al que vio fue al de la
puerta de Gran Rata, al que custodiaba la salida a su libertad.
—¡Aparta! —le gritó
Deinal, levantando la espada sin estar muy seguro de lo que iba a hacer,
dejándose llevar. El guardia tampoco sabía bien qué hacer pues nunca había tenido
que blandir un arma en serio.
Deinal tampoco,
pero en aquel momento estaba tan furioso que sin dejar de correr apuñaló al
guardia en un costado, y a punto estuvo de caer de bruces sobre él. Y mientras
el hombre gritaba por el dolor, aunque su piel no había sido atravesada (tan
poco filo tenía la espada, aunque el hombre tenía puesta su cota de malla) el
muchacho corría de vuelta a la libertad, arrastrando también una gran dolencia.
Atrás dejaba uno de
sus mayores anhelos, algo que había dado por perdido: una familia en la que
apenas se pudo regocijar. Mas ahora sabía que existía, que en algún lugar de
aquel sucio reino había una sonrisa que por él brillaría al verle llegar; y
volvería a verla una vez más, pues quinientas mil monedas de oro eran un objetivo
enorme, pero un objetivo real.
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