Helvet despertó como siempre cuando la
luz de Eierel brilló en el exterior. Apenas era perceptible en el apagado
desierto mas fue suficiente para él, que la recibió con seriedad. Pero su
expresión se tornó aún más amarga al recordar que estaba acompañado, y que así
habría de ser por un tiempo. No sabía por cuánto, pues antes debía encontrar
algo, algo que solo se hallaba en sí mismo y que todavía no lograba descubrir.
Se
trataba de algo en lo que había pensado desde hacía mucho tiempo, desde el
olvidado día en el que comenzara su viaje. Haberse encontrado con aquella náelmar
tras tanto vagar por el desierto solo había sido un hecho curioso al principio,
mas no tardó en ser para él como una señal, un aviso de que se estaba aproximando
a algo importante de verdad. Era innegable que la situación era nueva para él, por
tanto, seguir aquella senda podría llevarle a lugares que desconocía, pues los
caminos que solía recorrer nunca tenían un final que le satisficiera. Aunque la
compañía de Lainúa fuera una molestia constante, se había hecho a la idea de
soportarla al menos hasta que descubriese todo lo que pudiera encontrar.
Helvet
guardaba en su interior muchas cosas que a nadie jamás había revelado, y en las
que pensaba todas las noches, pues eran demasiado grandes para ignorarlas. Sin
embargo, nunca se dejaba agobiar por tal carga, aunque en aquella mañana se le
escapó el tiempo divagando. No era propio de él, y al darse cuenta de que la
luz era ya la de una mañana madura, despertó con desprecio a su, por desgracia
para él, acompañante.
—¡Tú, levanta ya o te dejo tirada como el
desperdicio que eres! —La empujó con el pie.
Lainúa
despertó sobresaltada por el golpe. Helvet le arrojó un trozo de comida para
que despabilara mientras también tomaba algo. La náelmar no sabía si podría
aguantar el ritmo de aquel udhaulu a través del desierto, aunque estaba
dispuesta a intentarlo. Hacía mucho que no encontraba a alguien que tuviera un
mínimo de consideración con ella, y a pesar de que Helvet la despreciaba, al
menos le había dado una oportunidad a la que poderse aferrar. Además estaba
aquella sensación, aquella cosa que deseaba descubrir, por lejos que tuviera que
llegar siguiendo al udhaulu.
Ambos
se dieron prisa y salieron de la cueva. El día coloreaba los alrededores con el
tono grisáceo de siempre, y el viento se encargaba de difuminarlo todo con su
pintura hecha de arena, emborronando las dunas y las rocas que huían hacia una
lejanía oscura. Hacía un calor que para Helvet no significaba nada, pero que a
la náelmar le resultaba difícil de soportar. Ella era de la Tierra Centro, el
desierto no era su sitio aunque de alguna forma había acabado en él, y desde
que pisara su árido suelo le había costado sobrellevar aquella asfixiante
sensación.
Trató de recordar cosas que la animaran
mientras caminaba detrás del udhaulu cargando dos de los fardos. Lo cierto era
que no había mucho en su memoria más cercana que consiguiera hacerle sentir
bien. Respiraba con dificultad y le incomodaba demasiado la arena movida por el
aire, que azotaba su cuerpo cubierto en sudores causados por el calor; y todo esto
llevando apenas una hora de viaje.
El
mediodía apenas acababa de pasar y Lainúa sentía que ya no podía continuar,
mientras que Helvet seguía como si nada, caminando serio y firme a una
distancia que poco a poco se hacía mayor. La náelmar intentó alcanzarlo
acelerando el paso, sin embargo, esto solo sirvió para que se cansara más. El
pecho le oprimía conteniendo un corazón acelerado y el sudor le caía a gotas, quería
gritarle al udhaulu que necesitaba un descanso pero tenía miedo de hacerlo, pues
Helvet parecía estar siempre enfadado. Por fortuna, este se detuvo sin darse la
vuelta y Lainúa pensó que estaba siendo amable y aguardaba por ella, así que
hizo un último esfuerzo y lo alcanzó como pudo, aliviada de que hubiera notado
su malestar.
—Gracias por esperar…
—¿De qué hablas? Quédate ahí y aguanta esto.
—Le arrojó las bolsas que llevaba—. Y no te metas en medio.
La náelmar comprendió enseguida que hablaban
de cosas diferentes. Cayó al suelo al recibir los fardos y miró a Helvet. Se
dio cuenta de que tenía los ojos clavados en el frente, así que trató de ver si
había algo allí. Apartó de su rostro el sudor que le incomodaba y se echó a un
lado en el suelo para mirar por la izquierda del udhaulu. Forzando la vista
logró distinguir algunas manchas oscuras a cierta distancia, que no lograba diferenciar
bien ya que sus ojos no estaban acostumbrados a tanta arena. Sin embargo, no
las perdió de vista mientras se hacían cada vez más grandes, hasta el punto en
que también pudo percibir ciertos sonidos. Primero oyó varias y alborotadas
pisadas, luego, en cuestión de segundos, gruñidos. Se alteró un poco y se alejó
arrastrándose en el suelo hacia atrás, para que, fuera lo que fueran aquellas
cosas que se acercaban, no dieran con ella.
Helvet
podía ver muy bien lo que se acercaba: una manada de tkudask. Eran una especie
de canes de gran tamaño, con el morro afilado y las orejas puntiagudas. Su
pelaje era gris, plagado de manchas negras; poseían cuatro patas con afiladas
garras al final. La peculiaridad de estos animales eran los cuatros ojos que
tenían en sus grandes cabezas, un par en cada lado, uno debajo de otro. Eran
los cazadores más temidos de Uaru Jrosk después de los udhaulu. Estas criaturas
solían formar grupos inferiores a diez tkudask y atacaban juntos y con
ferocidad a sus presas.
El udhaulu
aguardaba impaciente el encuentro. Sus ojos estaban más que acostumbrados a ver
a través del polvo que flotaba en el aire del desierto, así que pudo contar que
había siete criaturas delante de él; mas no le importaba cuántos fueran, no
estaba dispuesto a que unos seres inferiores tuvieran oportunidad de tocarle
siquiera. Las llamas ardieron en sus brazos mientras centraba la vista en las
bestias, y movió el derecho con rapidez para lanzar una lengua de fuego. El
movimiento fue tan rápido que acabó con uno de los animales. Una segunda criatura
cayó tras el ataque lanzado con el brazo izquierdo; después Helvet describió
una larga línea horizontal en el aire, de cuyo trazo aparecieron más llamas aún.
Estas crearon un muro que detuvo al resto de tkudask, que tuvieron que moverse
de un lado a otro para evitar el daño e intentar llegar hasta el elvannai.
Gruñían y no dejaban de observar, hasta que sin previo aviso las cinco
bestias restantes corrieron hacia Helvet a la vez. Él no tenía intención de
dejarlos avanzar más. Metió las manos en el muro de fuego con un rápido
movimiento y este creció aún más, provocando un estallido que arrojó cientos de
llamas hacia delante. Los tkudask ardieron y se tambalearon hacia un lado y
otro, debilitados, momento que aprovechó el udhaulu para lanzarse contra ellos y
rematarlos con golpes y fuego. Sin embargo, cuando se disponía a acabar con el
último enemigo, este trató de escapar en una desesperada carrera.
Corrió
hacia Lainúa, que había estado observándolo todo desde el lugar donde había
permanecido agazapada. Sintió un frío calor cuando vio al animal acercándose a
ella con tanta rapidez, con la boca abierta mostrando los colmillos y la piel
quemada por el fuego. Sudó ante el miedo que sentía y trató de echarse atrás con
espanto, sin poder reaccionar de otra manera por la velocidad con que la
criatura se acercaba a ella; no podía ni respirar. Pero la bestia tampoco pudo
continuar, un grito agudo fue su última acción, pues Helvet le dio muerte desde
lejos. Un golpe de fuego impactó contra sus cuartos traseros, con tanta fuerza
que lo hizo volar por encima de la asustada náelmar. Ya no quedaba ni un solo tkudask
con vida, y Lainúa se tranquilizó y se puso de pie sin dejar de mirar el
cadáver cercano, temiendo que se fuera a levantar.
—Gracias por salvarme —le dijo a Helvet,
cuando se acercó.
—No dejo vivir a nada que me moleste —dijo él,
dirigiéndose hacia la criatura muerta—. Así que no me incordies más, porque no
te estaba salvando.
A la muchacha se le borró la pequeña sonrisa
que había aparecido en su cara. Observó cómo Helvet se agachaba al lado del tkudask
y sacaba un cuchillo de su mochila. Con un poco de esfuerzo se atrevió a
acercarse al udhaulu para mirar más de cerca y le preguntó:
—¿Qué vas a hacer?
—¿A ti qué te parece? —le contestó, molesto—.
¿De dónde crees que sale la carne? Haz algo útil y arrastra hasta aquí al
resto.
Le
obedeció sin decir nada más. Con un poco de miedo y repulsa agarró al primer
animal y lo llevó como pudo hasta Helvet, y así hizo con los cinco restantes. Luego
vio cómo el udhaulu clavaba el cuchillo y cortaba carne sin remordimiento
alguno mientras salía la sangre. Aquella visión hizo sentir un poco mal a
Lainúa y apartó la vista unos instantes, hasta que fue llamada.
—Guarda estos pedazos en alguna bolsa, envueltos
en tela.
—Sí… —dijo, disponiéndose a cumplir sin
muchas ganas.
Ahora
que no se sentía tan hambrienta veía la carne cruda con otros ojos. Deseaba
pedirle al udhaulu que la próxima vez la cociera un poco, pero sabía que sería
una pérdida de tiempo pues se lo negaría. Guardó los pedazos que Helvet había
cortado en uno de los fardos, y esperó para hacer lo mismo con otros que estaba
sacando. Ya no podían llevar más, por desgracia para ellos, y tuvieron que
abandonar al resto de animales sin ser aprovechados.
Caminaron
sin parar durante el resto de horas de luz, aunque bajaban el ritmo cuando
sacaban algo para comer, ya que Helvet no se detenía ni siquiera para alimentarse.
Las horas se hacían pesadas y largas para Lainúa, quien parecía que nunca se
iba a acostumbrar a andar por el desierto, a pesar de que no le quedaba otro
remedio.
Y así
pasaron varios días muy parecidos entre ellos: agotadores, calurosos, sin color
y fatigosos. Casi siempre había una pelea para Helvet, bien contra bestias o
contra udhaulu solitarios o en grupo. Pero todas las batallas tenían un mismo
resultado para el fiero elvannai: la victoria. Mientras tanto, la náelmar se
limitaba a contemplarlo desde una distancia prudente, mas no fueron pocas las
veces en las que alguien intentó atacarla o insultarla. Aunque el udhaulu nunca
dejaba que la tocaran, más que nada porque le enfurecía que cambiaran de
objetivo durante las luchas; en realidad no le importaba si un ataque alcanzaba
a su compañera de viaje, ya que muchas veces se sentía harto de ella.
En aquellos días de travesía la náelmar no
había dejado de intentar acercarse más a Helvet, sobre todo hablando más de la
cuenta y tomando una confianza que nunca le había ofrecido. Lo cierto era que el
udhaulu había cedido muchas veces sin darse cuenta, y cada vez que recordaba las
ocasiones en las que había respondido a las impertinencias de Lainúa, sentía
ganas de hacerla callar por siempre con un buen golpe que nunca daba.
Habían
transcurrido dos semanas y media desde el día en que la encontrara, y ya se
sentía tan incómodo en su presencia que había comenzado a acelerar el paso
durante las jornadas para extender la distancia entre los dos. Así además cansaba
a la náelmar para que tuviera menos ganas de hablar. Pero la insistencia de
Lainúa también cobraba más fuerza a diario. Con el paso de los días se
acostumbraba a viajar por el desierto, y además había podido cambiar sus ropas
por las de una desafortunada udhaulu que Helvet había asesinado. Ahora vestía
una larga y blanca camisa con capucha, unos pantalones anchos de tela marrón y
además llevaba botas. Con aquellas prendas se sentía más cómoda y limpia, y sus
ánimos tenían más fuerza.
Por el
contrario, Helvet sentía a la náelmar como una carga demasiado pesada. Ya ni
siquiera sabía para qué le había permitido seguir con vida cuando la encontró, ni
le importaba tanto averiguar si viajando con ella podría descubrir ese algo que le inquietaba. Siempre había
viajado solo, y en aquellos momentos estaba casi convencido de que jamás se
acostumbraría a lo contrario, era demasiado insoportable para él y no le
aportaba nada.
Lainúa
caminaba detrás del udhaulu con la vista en el suelo, y no se dio cuenta de la
distancia que se había formado entre los dos hasta que levantó la mirada por un
instante. Intentó apresurarse para alcanzar a Helvet pues sintió que pasaba
algo. Aún no sabía casi nada sobre el elvannai, ni siquiera su nombre; sin
embargo, se sentía cada vez menos inquieta a su lado. La curiosidad por conocerlo
hacía que se arriesgara a preguntarle, a hablarle de cualquier hecho aunque las
palabras causaran desagrado en Helvet. No dejaba de tener la sensación de que
había algo importante en el interior de aquel udhaulu, algo que condicionaba su
carácter serio y agresivo, y que si lograba descubrir podría hacerle cambiar de
algún modo, quizá liberarlo. Poniendo un gran esfuerzo corrió para alcanzarlo
esta vez, y cuando estuvo a poca distancia vio que él se detenía, y aprovechó
para hablarle.
—¿Sucede algo? —le preguntó, un poco preocupada.
—Calla, ¿de acuerdo? No quiero
oírte hablar más por hoy —le respondió, malhumorado.
La muchacha se sintió mal ante la respuesta, aunque en parte se la
esperaba. En las semanas que habían pasado siempre le había contestado bien
(tratándose de Helvet), por lo que ahora pensaba que había dado un paso atrás
en su confianza. Desilusionada, continuó siguiendo a Helvet, que no demoró en
emprender la marcha de nuevo. El resto del día transcurrió silencioso y
tranquilo, no encontraron nada más que arena y dunas en el camino y un refugio
cuando comenzó a atardecer. El udhaulu no se arriesgó a seguir andando a pesar
de que aún había luz, por si acaso no encontrara otro lugar.
Helvet permaneció de pie y con los brazos cruzados en la entrada de la pequeña
caverna que había hallado, mientras la náelmar entraba dentro y se sentaba en
el suelo, cansada, con la triste expresión que había conservado desde la ruda
respuesta que el udhaulu le diera al mediodía. No hizo más que dejar pasar el
tiempo hasta que oscureció, mirando de vez en cuando a Helvet de reojo, quien
no se movía del umbral de la cueva. Cenó despacio esperando que él se uniera, mas
nada ocurrió y al rato se sintió llena. Esperó unos minutos más, sentada
mientras dejaba que le llegara el sueño, ya no mirando de reojo sino clavando la
vista en la espalda de Helvet; ni así lograba distinguir un movimiento en su
figura. Sin darse cuenta se fue dejando caer y pronto se halló acostada en el
suelo, no tenía idea de cuántas horas había pasado esperando algo de Helvet, pero
sentía que ya no podía mantener los ojos abiertos por más tiempo.
El udhaulu solo se sentía tranquilo cuando Lainúa se dormía, y aun así, no
era nada en comparación con la paz que sentía cuando estaba solo. Por eso, había
estado esperando en aquel mismo lugar, para obedecer al impulso de marcharse
que tanto le había golpeado por dentro. Sintió que la náelmar ya estaba dormida,
y se giró para comprobar que era cierto. Entonces agarró dos de los tres fardos
que poseía en aquel momento y salió de la cueva, caminando hacia donde siempre
le habían dicho sus instintos. La tranquilidad de estar solo por fin hizo que
se sintiera de algún modo animado.
Andaba tan sumido en sus planes que no reparó en la sombra que había
enfrente, a varias yardas de distancia. Apenas perceptible en la oscuridad, se
trataba sin duda de un elvannai que caminaba con paso calmado, silencioso. Helvet
no tardó más en darse cuenta de su presencia y se detuvo, clavando los ojos en el
nuevo enemigo mientras se ponía en guardia. Dejó caer las cosas al suelo y sesgó
el aire con la mano derecha, alzando un muro de fuego entre su adversario y él.
Las llamas iluminaron aquella forma oscura desvelando un rostro sombrío que
apenas tenía expresión, y que acompañaba a un cuerpo delgado y pálido para ser el
de una udhaulu. La luz reflejada en sus ojos entreabiertos coloreaba su rojo
iris de naranja oscuro, y se perdía en su negro y muy largo cabello, que en la
frente cubría la base de unos cuernos que formaban un arco. Vestía una camisa
negra sin mangas que solo le llegaba hasta el vientre, y desde la cintura hasta
casi el suelo caía una especie de falda larga hecha jirones, que se revolvían
con la brisa sobre unos pantalones también negros.
También llevaba unas botas cortas, y lo que más llamaba la atención eran
las cintas que se enroscaban en sus brazos sin llegar a caerse, todo del mismo
color negro de su cabello, de la noche más profunda. A Helvet le pareció una udhaulu
extraña, lo que le hizo sentirse molesto y lo impulsó a atacarla sin más; se
preparó para lanzar una bola de fuego.
—¿No es hermosa la noche? —dijo
la extraña, en un tono tranquilo. Helvet se detuvo irritado, solo para
responder a aquellas palabras que consideraba estúpidas.
—Si tanto te gusta, haré una noche
eterna para tu mísera existencia. —Y volvió a preparar el ataque que antes
había interrumpido.
—¿Por qué la ensucias? —le
preguntó la otra sin cambiar el tono ni inquietarse.
—¿De qué tontería estás
hablando?
—¿Por qué ensucias la oscuridad
con tus pequeñas llamas?
—¿¡Te burlas de mí!? ¡Necia!
Lanzó contra ella una bola de fuego cargada de
rabia, pero se apagó antes de que pudiera darse cuenta, al igual que el muro que
había creado antes; de pronto era como si tuviera los ojos cerrados en el
interior de una profunda cueva. Se movió de un lado a otro desconcertado, golpeó
el aire para comprobar que no se había quedado dormido o inconsciente e intentó
hacer arder más fuego, mas todo se perdía en aquella intensa negrura antes de
que apareciera una chispa siquiera.
—¿No es mejor así? ¿No es mejor
la noche? —dijo la voz de la extraña.
—Esto no puede ser… ¡¡No puede
ser!! —gritó Helvet, furioso al ver que nada funcionaba, intentando hacer arder
las llamas con toda su ira y su voluntad. Sin embargo, apenas iban más allá de
su piel—. ¡¿Quién te crees que eres, maldita?! ¡¿Quién?!—Vociferó mientras
miraba a un lado y a otro, dándose cuenta también de que ya no veía ni su
propio cuerpo.
—Soy quien ama la noche —dijo
la otra, tardando en contestar—. Quien solo camina entre sus sombras. Tú
dominas un poco el fuego, y tu cuerpo es fuerte, pero tu poder sobre la
oscuridad es casi nulo.
—¡¿Y eso qué importa?! —Trató
de moverse hacia el lugar del que provenía la voz.
—Es inútil, porque yo nunca he
luchado con mis manos, y apenas hago arder el fuego. ¿No lo ves? Se trata de un
equilibrio.
Helvet, furioso, intentó responderle, pero hasta su voz se ahogó en la
oscuridad, que ahora le asfixiaba. Los ojos le dolían y se vio forzado a
cerrarlos, y ya ni sus brazos ni sus piernas respondían, y solo sentía una
horrible presión en todo el cuerpo. No podía gritar, quería explotar de ira,
mas notaba que sus fuerzas se apagaban, que sus miembros no respondían. Poco a
poco se apagó hasta la voz de su pensar, y se encontró consciente aunque mudo
en mitad de un negro vacío que le oprimía; hasta que al fin se perdió en él.
El rojo amanecer iluminó el desierto unas cuantas horas después. Y al
cabo de un rato despertó Lainúa, que yacía sobre el suelo de una cueva. Abrió
un poco los ojos, sintiéndose igual de mal que en el día anterior y trató de
buscar a Helvet con la mirada. No lo vio, así que se sentó con calma para abarcar
más espacio con la vista y comprobar si solo se encontraba en el exterior. Entonces
se dio cuenta de que faltaban dos bolsas, y solo llegó a ella el temor de haber
sido abandonada. Se sintió asustada, aun así se levantó. Caminó hasta el umbral
de la cueva, donde se asomó con cuidado afuera. Pero el udhaulu tampoco estaba
allí, y por un momento trató de pensar en cuál sería la mejor acción. Pese a
que su impulso era el de adentrarse a toda prisa en las arenas, su miedo a
encontrarse con cualquier criatura viva la persuadió, y la duda le hizo no
saber qué decidir. Parecía que Helvet se había marchado porque así lo quiso, y Lainúa
lo asoció con la actitud que había tenido durante el día anterior. Se sintió
mal por ello, mas no deseaba quedarse sola en un lugar tan hostil, y además, quería
pedirle perdón por haberlo molestado. Se consoló pensando que eso estaría bien
y que luego podría abandonarla si quería; hasta entonces, tenía que salir ahí y
encontrarle.
Tomó el fardo que quedaba y se aventuró
decidida al exterior, corriendo mientras olvidaba lo cansado que era caminar bajo
aquellas condiciones. Iba pensando que no le importaba a dónde tuviera que
llegar, que se las arreglaría para escapar o convencer de alguna forma a quien hallase;
hasta que sucedió un encuentro. Su corazón dio un brinco cuando pudo distinguir
una forma en la distancia, y se paró. Se cubrió la cabeza con la capucha de su
larga camisa e intentó parecer fuerte mientras seguía caminando. Observó de
reojo aquella figura, y entonces se dio cuenta de que era algo inmóvil que
estaba tirado en el suelo, y se alivió al imaginar que sería un animal muerto o
una roca. Quitándole importancia continuó, pero su tranquilidad terminó cuando
logró distinguir lo que había allí sobre el desierto. Era Helvet, que yacía inerte,
aún más que si estuviera durmiendo. La náelmar se alarmó y echó a correr
olvidando toda precaución, dejándose caer de rodillas a su lado.
—Eh… ¡oye! ¿Estás bien?
Disculpa… —dijo, temiendo que despertara furioso.
Sin embargo, su temor no se cumplió, y el udhaulu
no dio respuesta alguna. Lainúa, asustada, no sabía qué hacer, pues ni siquiera
veía que lo hubieran herido, aunque sí notaba que la piel se le había emblanquecido.
Tenía miedo de tocarlo, pero se armó de valor para darle la vuelta y observar
su cara seria, que no reaccionó al contacto. Entonces la náelmar volvió a
dudar, pensando en silencio mientras permanecía de rodillas; hasta que se
levantó. Buscó los otros dos fardos, que estaban tirados juntos allí cerca, y
los trajo consigo. Tomó con los dientes el que había traído desde la cueva y puso
los otros bajo sus axilas, y sin pararse a pensar más agarró a Helvet de los tobillos
y comenzó a arrastrarlo hacia el refugio. Para ella era un gran esfuerzo, y le
costaba muchísimo, pero era lo mejor que en aquel momento se le ocurrió hacer.
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