Antes que el nacimiento de los más valerosos elvannai
tuviera lugar en Eïle, antes que muchas hazañas impensables se convirtieran en
historias reales, mucho antes que tantas cosas, una semilla oscura comenzó a
germinar. Extendería sus lúgubres ramas por sobre toda la Tierra Centro, y poco
a poco infectaría las demás; nutriría con dolor sus frías raíces, traería la
penuria con sus frutas malsanas. Su sombra perseguiría a todo aquel que fuera
en su contra, no conocería piedad ni bondad alguna, iría tras su ambición
contra todo lo que osara enfrentarla; incluso en contra de quienes estaban más
allá.
Fue la
primera vida que el sueño de aquella elvannai se llevó.
Pero,
como todo, este mal tuvo un comienzo, una etapa de fragilidad en la que cualquier
ser nacido está indefenso; aquella trama de oscuridad tuvo su inicio dos mil
quinientos dieciséis años después de la formación de Eïle. En Sériador, la
tierra occidental del hogar al que los náelmar llamaron Enárzentel, se engendró
aquella semilla, cebándose con ideas abandonadas por la razón.
—¡Venid, venid! —exclamaba una náelmar del
pueblo—. ¡La hija de Fénael nos trae una bendición! ¡Su solo nacimiento es un
buen presagio!
La llamada apenas pasó inadvertida, pues Lómvirud
era un pueblo pequeño y aquel alumbramiento era un acontecimiento que todos
habían estado esperando. Los náelmar de la aldea abandonaron sus quehaceres y
labores con regocijo, acudieron a la casa de Fénael y aguardaron en el
exterior, pues el umbral ya estaba ocupado por amistades de la mencionada, que
esperaban con expectación. Pronto se echaron atrás un paso y la puerta se
abrió, y todos quedaron maravillados cuando asomó el livhare (esta era la
palabra que se usaba para definir a aquel que por amor compartiría su vida con
una elvannai. La contraparte era livhara) de Fénael, cargando a la nacida en
brazos; siempre les causaba aquella impresión. No se acostumbraban a convivir
con tan hermosa criatura, nunca, en los dos años que llevaba allí, habían
comprendido por qué había escogido tal lugar, por qué había elegido a Fénael
para compartir su vida. Aunque todos lo habían celebrado en su momento con una
gran fiesta y alegría, en el fondo de cada corazón, una envidia, carente de
malicia, aún yacía. Mas nunca sería tal que contra su vecina les empujara a
hacer ningún mal, ni contra su amado, a quien ya consideraban uno más, otro vecino
que trabajaba como cualquiera, que vivía día a día su misma rutina. La única
diferencia eran sus alas; su especie, vista como bendita, la de los erïlnet. Llegó
tiempo atrás a Lómvirud en viaje de exploración, se presentó como Fielin y
nunca más abandonó el pueblo, viviendo primero en el albergue hasta poco
después de que el romance apareciera.
Y el día que todos vivían ahora era motivo
especial de alegría. Fénael había quedado encinta hacía unos meses, y aquella
mañana por fin dio a luz tras un apacible, aunque doloroso parto. Los vecinos
habían esperado aquel momento con expectación, curiosos por conocer cómo sería
la descendiente de una náelmar y un erïlnet; y en efecto se maravillaron, pues
la niña poseía tanto los rasgos de una especie como de otra, y parecía aún más
hermosa que el mismo Fielin.
—¿Qué nombre le vais a poner? —le preguntó una
aldeana a Fielin.
—Aún no lo sabemos, vecina. Pensaremos pronto
en uno —respondió, radiante. Poco después su livhara también se asomó al exterior,
agarrándose a la puerta—. Mi querida, quizá sería mejor que permanecieras un
rato más en la cama —le dijo el erïlnet, preocupado.
—Ya
estoy mejor. Pude escuchar la pregunta de nuestra amiga, y algo se me ocurrió.
Podríamos llamarla Naroltiel, que es una manera de mezclar las palabras «luz
del cielo» en nuestra lengua.
—Es un
nombre hermoso, y me parece apropiado —dijo con una sonrisa, mirando a su hija.
—Así
es. Además, también es en honor a ti, luz para mí venida de los cielos —le dijo,
con un tanto de timidez por toda la expectación que había alrededor. Fielin la
miró y se acercó, arrimándose a ella, dejándola tomar a la pequeña niña en
brazos.
—¡Bueno!
Creo que ya es hora de que todos regresemos a nuestras labores —dijo en alto
una de las náelmar presentes, buena amiga de Fénael desde hacía mucho tiempo—.
Sin duda tendremos años para disfrutar viendo crecer a vuestra pequeña, pero
ahora es tiempo de permitirla reposar. Mi bendición es para ella —dijo, con una
leve reverencia. Todos los presentes la imitaron en las palabras o en el gesto,
incluso en las dos cosas. Entonces se retiraron y la puerta de la feliz pareja
se cerró, resguardando tras ella una enorme felicidad y un grandísimo amor.
Fuera, los náelmar de Lómvirud conversaban
sobre lo acontecido, haciendo comentarios de todo tipo y desvelando sus
conjeturas; conversaciones como esta se tenían por todo el lugar:
—Creí que la niña tendría alas, y saldría
volando en cuanto naciera —decía un joven.
—Eso es absurdo —le decía otra—. Por muy
benditas que estén los erïlnet, no creo que vuelen desde el nacimiento. Además,
no es del todo una erïlnet, es… es una mezcla de dos razas.
—¿Una náelmar-erïlnet? ¿O quizá
erïlnet-náelmar?
—Lo primero, sin duda. Con todo mi respeto al
hermoso Fielin, fue nuestra vecina Fénael quien la llevó en el vientre durante
tantos días, y quien la parió con todo el dolor.
—Eso es
cierto, pero no deja de maravillarme la apariencia que tiene.
—¿Qué apariencia? Es muy parecida a una niña
náelmar. Es más, yo me la imaginaba tal cual, y tal cual salió.
—¿No viste sus ojos? Son… coloreados, como los
de Fielin. Y su piel es mucho más clara, estoy convencido de ello.
—¿Qué? ¿Sus ojos? ¿En qué momento los abrió?
Maldita yo, que andaría distraída pensando en otras cosas.
—Fue por un instante, pero muchos lo pudieron
ver. Extraños ojos por cierto, pero son bellos.
—Quiero verlos, no puedo ser la única que se
lo haya perdido. Volvamos a la casa de Fénael —dijo, dándose la vuelta,
resuelta a satisfacer su curiosidad.
—No seas entrometida y déjalas descansar. Ya
habrá tiempo de admirar a la pequeña. ¡Consuélate cuidando nuestra tierra!
—Qué mejor cosa habré de hacer —suspiró—. En
fin, vayamos. Al menos voy a desear no haber sido la única que no estaba
mirando.
Los dos náelmar regresaron a sus trabajos, y
como todos, llevaron en su pensamiento y en su voz a la recién nacida
Naroltiel, y aquel día se marcó especial por su llegada.
El ocaso tiñó entonces de dorado las paredes
de madera de las humildes casas de aquel poblado. La aldea era un lugar
apacible, amparada al sur de una de tantas curvas del río Esvinend, que corría
incesante hacia el norte uniendo Emnaertel con el mar de Sihavan, que se
extendía lejos al oeste. Al otro lado del río se alzaba el bosquejo de Nidhnal,
donde los náelmar iban a cazar de cuando en cuando, aunque nunca les empujaba una
necesidad excesiva de hacerlo. Las tierras que rodeaban el pueblo eran muy
fértiles debido a la abundancia de agua, y gracias a ello ni siquiera
necesitaban pozos para mantenerla almacenada. En lugar de ello, había una gran
fuente construida con piedras en el centro de la aldea (donde había una plaza
circular), que siempre estaba llena gracias a un caudal que la unía con el río,
y que se cerraba cuando se llenaba. Así no debían acercarse al Esvinend siempre
que necesitaran regar o beber, y los animales de la villa también satisfacían
allí su sed (comúnmente hestab y dundven, unos animales de tamaño mediano que
alertaban a los náelmar de cualquier peligro con sus sonoros ladridos; tenían
cuatro patas acabadas en rechonchos dedos con garras, colas alargadas y
prensiles y grandes ojos en las cabezas redondeadas y orejudas. Solían ser
marrones o anaranjados).
Aquel día, desde las caras de los alegres
vecinos hasta la última roca del lugar, pasando por cada casa y cada oscuro
rincón, cada herramienta abandonada, cada animal que paseaba, quedaría marcado
como el inicio de acontecimientos que habrían de cambiar por siempre el mundo,
al son de una única voluntad.
Sin
embargo, desde el nacimiento de la pequeña los años desfilaron apacibles, como el
pasar de las páginas de una idílica historia. Naroltiel crecía rodeada de
felicidad, y esta era otorgada por el buen cuidado de su familia, por la bondad
de sus vecinos y por la amistad de los otros niños. Día a día jugaba en las
tierras de Lómvirud sin preocupaciones, aprendía cosas nuevas de sus padres y de
los aldeanos, descubría poco a poco el mundo que la rodeaba.
Cada octavo día del evelfil de cada año,
celebraban una fiesta en honor a su nacimiento, tal como le hacían a todos los
otros niños del pueblo. Para Naroltiel era un día especialmente feliz, pues la
colmaban de atenciones y la obsequiaban con regalos, y le concedían permiso
para dedicarse al ocio cuanto quisiera.
Y aquel era justo uno de esos felices días, el
de su décimo aniversario. Todos en la aldea preparaban la fiesta con alegría, y
ella miraba por la ventana cómo sus vecinos iban y venían, sintiendo la inmensa
felicidad de haber crecido en tan bondadoso lugar.
—Hija —la
llamó Fielin, acercándose a ella—, sé que has estado esperando este día con
mucho ánimo, y bendito sea. Eres la alegría para nuestra casa, y espero que
este presente la haga brillar aún más en ti —dijo, tendiéndole un objeto
cubierto por blancas telas.
—¡Papá! —exclamó la niña, alegre. No podía
dejar de mirar el regalo—. Te lo agradezco muchísimo, siempre me gustan
vuestros regalos. —Su padre le entregó el presente y la pequeña lo desenvolvió
con ganas, descubriendo un libro de cubierta hermosa, azul y de bordes
plateados.
—Hice
que lo trajeran desde Silie Ïnsi, el lugar donde nací. Tiene muchas historias e
imágenes de sus tierras. Espero que te guste —le dijo con una sonrisa.
—¡Me encanta! —respondió, feliz—. Me gusta
mucho leer desde que me enseñasteis, ¡gracias! —dijo, antes de abrazar a su padre.
Los dos se quedaron allí, cerca de la ventana,
en un sillón que tenían dispuesto de espaldas al cristal; el erïlnet le habló
un rato sobre el libro, le mostró algunas páginas y su hija se sintió ansiosa
por poderlo mirar más. Poco después llegó Fénael a la casa, y trajo consigo
otro presente para la pequeña, que lo recibió con sorpresa y felicidad; se
trataba de un instrumento que se utilizaba para hacer música, una náneth como
la llamaban allí en la Tierra Centro. Era un objeto con un cuerpo ovalado de
madera, y dos astas planas que se extendían desde su parte superior; desde
ellas hasta la zona inferior había seis hilos sujetos con tensión, muy finos y
duros, elevados por unos pequeños soportes.
—Con
esto podrás aprender a crear canciones —le dijo Fénael a su hija, que se sentía
maravillada—. Pero te enseñaré mañana, hoy es día para el regocijo y para
compartir las horas con los vecinos.
—¡Muchísimas gracias mamá! —dijo, tomando el
instrumento entre sus manos. No se pudo contener e hizo sonar una tímida nota,
tal como había observado hacer a otros elvannai—.
Me gusta mucho, estoy deseando aprender.
—Hoy
también aprenderás algo más —le dijo Fielin, sonriendo.
—¿Sí? ¿Qué será? —preguntó con curiosidad,
mirándolo.
—Esto —respondió el padre, abriendo una de
sus manos. En ella brilló una luz, y cuando la niña se acercó a mirarla, casi
tocándola con su nariz, una brisa acarició sus cabellos de zafiro.
—¿Qué es eso? ¿Por qué hay una luz en tu mano?
—preguntó, asombrada.
—Es una
de las energías que usamos nosotros, los erïlnet. Y tú también podrás
manejarla, pues eres hija mía y siempre he sentido que ese don yace también en
ti.
—Pero… —La niña no sabía qué decir, siempre
había sido consciente de que Fielin era diferente, aunque desconocía que
tuviera ese tipo de poder. Ya había aprendido lo más básico del agua y la
tierra de su madre y sus vecinos, mas desconocía que pudiera crear luces
también.
—Es sencillo, querida —le dijo Fénael—. Yo no
podría enseñarte, pero será como la primera vez que moviste un poco de agua, o
creaste un pequeño agujero en la tierra, ¿lo recuerdas? —Naroltiel asintió, en
verdad no hacía mucho que había comenzado a comprender aquellas dos energías, y
ahora se suponía que había una tercera.
—También puedes probar a provocar algo de
viento —le dijo Fielin—. Es más sencillo. —Le hizo otra demostración, revolviéndole
con otra brisa los abundantes cabellos, y se rió con la expresión de la niña.
—¿Yo puedo hacer eso? —preguntó ella, un tanto
incrédula.
—Así es, solo necesitas concentración.
Inténtalo —le dijo.
Y de esta manera pasaron un rato más juntos,
Fénael observando cómo su livhare enseñaba a Naroltiel a controlar aquellas
energías, y a la niña esforzándose por cumplir tal petición, aunque le costaba
desviar la mirada de los regalos, a los que deseaba poder prestarles toda su
atención.
Poco después alguien llamó a la puerta: una vecina,
que los llamaba a la fiesta. Todavía no estaba todo dispuesto, pero querían que
la pequeña y su familia fueran partícipes del resto de la preparación. Los
padres de Fénael también estaban allí, dos ancianos que habían venido de una
villa cercana y ya conocían a su nieta, a quien le dieron más regalos y la
llenaron de emoción. Naroltiel se reunió entonces con otros niños, y les habló
entusiasmada de las cosas que había recibido y les mostró, creando un tanto de
intriga, las nuevas energías que ahora podía manejar. Todos quedaron fascinados
y desearon poder imitarla, y jugaron a que eran erïlnet corriendo y saltando de
aquí para allá, dejando pasar las horas.
La fiesta comenzó en el atardecer, hubo dulce
comida en abundancia y música para el deleite, juegos, bailes y diversión para
todos, bendiciones para la pequeña y agradecimientos para los demás. Fue un día
que Naroltiel no olvidaría, que atesoraría junto a las otras celebraciones, y
cuando todo se hubo recogido y el silencio se hizo en la noche, apenas sentía ganas
de descansar, aunque yacía muy contenta en la comodidad de su cama. Al final se
durmió tras mitigar sus pensamientos y la ilusión que le hacía pasar tiempo con
sus regalos, y llegó al día siguiente levantándose temprano.
Pocas horas después de la salida de Eierel en
el mundo, sonaron golpes en la puerta de la familia como leve llamada. Era algún
vecino, y Fielin acudió a recibirlo.
—Buen día, Fielin —dijo una muchacha, cuando el
erïlnet abrió.
—Buen día, me alegra verte tan temprano —le
saludó. Aquella joven era buena amiga de su hija, aunque era diez años mayor.
Sin embargo, a los padres de Naroltiel les agradaba que mantuviera aquella
amistad; Elennimel (que así se llamaba la muchacha) le había enseñado a la niña
muchas cosas que ellos no pudieron mostrarle por falta de tiempo.
—¿Está Naroltiel en pie ya? Quisiera darle el
presente que no tuve terminado ayer.
—Está levantada desde hace rato, no ha podido
evitar las ganas de probar sus cosas nuevas —dijo con una risita—. Pasa, seguro
que se alegrará al verte. —Elennimel entró y dejaron la puerta abierta,
permitiendo que también cruzara el umbral la suave y agradable brisa de aquella
mañana de nalve. Fielin llamó a la pequeña y esta no tardó en salir de su
habitación, echando a correr hacia la recién llegada en cuanto la distinguió.
—¡Elennimel! ¡Qué temprano has venido! —exclamó,
contenta.
—Quería darte pronto mi regalo. Aunque ya
podrás imaginar qué es —dijo, sonriendo mientras rebuscaba en un fardo que
llevaba colgado al hombro.
—Pero no puedo saber cómo será de verdad —dijo
la pequeña. Su rostro se alegró aún más en cuanto su amiga le tendió un objeto
envuelto en telas. Ya sabía qué clase de presente sería, pero no podía esperar a
ver la forma que tendría. Era una figura tallada en madera de un kalthvir de
los bosques, tan realista, con las largas astas que se extendían por su cuello
y grácil lomo, que parecía respirar; tal era la habilidad de Elennimel con
aquellas obras.
—Espero que te guste —le dijo su amiga.
—¡Me encanta! Esperaba con muchas ganas tu
regalo. ¡Otro animal para la colección! —dijo sonriendo, pues cada año había
recibido uno distinto de manos de la muchacha. Entonces se quedó mirando la
figura un momento, pensativa, y volvió a hablarle a Elennimel—. Pero esta
criatura nunca la he visto. ¿Dónde está?
—En el bosque más allá del río. Un día podría
mostrártela —le dijo.
—¡Sí! Quiero verla pronto. ¿Mañana, papá? —le
preguntó a Fielin.
—No lo sé hija. Tendrás que preguntárselo a
Fénael también.
—Oh, no
se preocupe —le dijo Elennimel—. Entiendo su preocupación; que sea cuando crean
conveniente. Sin embargo, el bosque de Nidhnal es seguro, al menos hasta donde
nos habríamos de adentrar.
—Lo sé, y sé que cuidarías de Naroltiel; pero
nunca ha estado en ese sitio. Aunque quizá sea hora de que salga un poco del pueblo
—dijo, pensativo—. En cualquier caso, habremos de decidir los dos.
—¡Yo quiero ir! —exclamó la niña sin temor—.
No pasará nada, vamos a estar cerca de casa.
—No
tanto, hija.
—Así es —dijo Elennimel—. Primero hay que caminar
cerca de una hora hacia el norte.
—No importa, no voy a cansarme por eso —dijo
la niña.
—Ya veremos, ya veremos —dijo Fielin—. Mañana,
¿verdad? Ven por la mañana si no te es molestia, y te diremos si le permitimos
ir —dijo, dirigiéndose a la joven.
—De acuerdo, vendré un poco más tarde que
hoy. No importa si hay que posponer esta excursión, de todas formas, se ha
ideado de forma un tanto apresurada —dijo, con una risa.
—Cierto es —dijo Fielin—, pero así piensa esta
pequeña, y no se olvidará e insistirá hasta que pueda ir. Es muy caprichosa —añadió,
riendo también.
—¡Yo no
soy caprichosa! —dijo la pequeña. Los elvannai mayores rieron ante aquella
afirmación.
—Bien, entonces regresaré mañana —dijo Elennimel,
sonriendo aún —. Tened un día hermoso. Quizá nos veamos más tarde, Naroltiel.
—Sí, saldré a jugar tras el almuerzo, ¡nos
vemos! —se despidió. Fielin también le dedicó unas palabras a la muchacha, y
esta partió.
Mientras caminaba, mucho más inquieta de lo
que aparentaba, Elennimel revolvía en su interior las mismas ideas que había estado
pensando durante diez años. Aunque no eran las mismas con exactitud; sentía premura
por comenzar sus planes, y para ello deseaba conocer algunos detalles cuanto
antes. Sin embargo, no eran planes destinados a ser apreciados por muchos elvannai,
no al menos en los primeros pasos, sí quizá en su final. Si alcanzaba lo que
deseaba, sería una bendición para Eïle, para todas las razas; entonces la
alabarían, entonces se sentiría satisfecha por haber alcanzado su difícil meta
y aceptaría cualquier responsabilidad. Pero antes debía dar el primer paso,
antes debía atreverse a…
—Siempre
acabo pensando en esto —se dijo, dirigiéndose hacia el exterior del pueblo—.
Nunca había soñado con algo más que vivir aquí tranquila, pero desde entonces,
esto… Es demasiado para dejarlo escapar. Alguien tendría que hacer algo con
ello.
«¿Si una
náelmar y un erïlnet tienen un hijo, como será?» Aquella había sido su primera
duda, que compartía con toda la vecindad. «¿Tendrá el aspecto de ambos, podrá
volar?» Vino después, así como pensaron muchos. «¿Y poseerá el poder de ambas
especies, podrá manipular la tierra y el agua, el aire y la luz?» A pocos más
les concernía esto, pero a ella, que se había dedicado más que los demás a usar
tales poderes, le parecía algo importante, algo vital; y lo había confirmado un
día atrás. Podía. Naroltiel, hija de una náelmar y un erïlnet, era capaz de
controlar las energías características de esos dos elvannai; aquello le había
hecho soñar, había liberado pensamientos marcados como fantasías, declarándolos
posible realidad. «Si todos tuviéramos control sobre cuatro energías al menos,
las cosas irían a mejor, más allá de los límites a los que nos hemos acomodado»,
era una de las creencias que habían arraigado con fuerza en ella. Estaba
convencida de que había una manera, una forma de aprender a controlar aire y
luz, también fuego y oscuridad, y que así, tendría tal poder que podría
traspasar las fronteras de su mundo, sin importar lo amplias que fueran. ¿Y
para qué? Para crear una especie nueva con la libertad de poseer cuatro
elementos, más fuerte, que pudiera aprovechar Eïle como no lo hacían los demás
habitantes. Era consciente de que Tierra Centro aún era joven, que había mucho
más por descubrir esperando tras los horizontes, y tenía la convicción de que aquellos
lugares eran para esa nueva especie, la cual podría expandirse por las Tres Tierras
con igualdad.
Pero antes de ver cumplidos aquellos sueños
de gloria, debía recorrer un largo camino, experimentar; y el primer paso era
Naroltiel. Había intentado acercarse a ella desde que nació, tenía que ganar su
confianza para averiguar más de su don; y lo había logrado, y había visto lo
que solo en su imaginación tenía dibujado. Ahora todo estaba dispuesto y a su
alcance, solo necesitaba aguardar un día más.
En la mañana siguiente se puso en pie muy
temprano, apenas durmió repasando una y otra vez lo que habría de hacer, aunque
no sentía cansancio. Pocas horas después abandonó su casa, donde vivían también
sus padres, y fue a la de Naroltiel con nerviosismo, cargando el mismo fardo
donde el día anterior le había llevado un regalo, pero guardando esta vez
objetos que a la niña no harían feliz.
Cuando llegó al hogar de la pequeña aguardó
unos segundos, respiró para olvidarse de todo cuanto la rodeaba y luego llamó.
No tardó en ser recibida por Fénael.
—Buen día —dijo la muchacha, un tanto apresurada.
—Buen día, Elennimel. Ya me han dicho a qué
has venido hoy, de hecho, me lo han repetido decenas de veces —rió.
—¿Sí? —rio también—. Bien, bueno… —No le
salían las palabras. No había pensado en cómo se sentiría si no permitían a la
pequeña salir. Sería una amarga decepción, una condena a esperar más.
—No creo que tarde mucho más en salir. Corrió
a prepararse en cuanto oyó la puerta —dijo, mirando al interior de la casa—.
Sabemos que cuidarás bien de Naroltiel y que no hay muchos peligros allá. Ya es
hora de que vaya descubriendo los alrededores.
—Sí, no le vendrá mal —dijo, tratando de
recuperar la compostura—. Espero que podamos encontrar al animal que le regalé
ayer, aunque no iremos muy lejos.
—De acuerdo, no os perdáis tampoco. Y os
pediré que regreséis antes del atardecer, ¿está bien?
—Por supuesto —respondió mientras se oían unos
rápidos pasos golpeteando el suelo del hogar. Casi al instante se abrió la
puerta de golpe y asomó la pequeña. Cuando Elennimel la vio sintió los nervios
con más agudeza, pero pudo sonreír y saludarla como si todo fuera a ser una
expedición normal, como si la única intención de las dos fuera ver un tranquilo
animal.
Se despidieron entonces de la mamá de
Naroltiel y comenzaron a caminar. A cada paso, Elennimel se tranquilizaba
alejando la mente de su plan, y podía contestar a las muchas preguntas de la
pequeña y charlar, aunque no podía evitar que todo le pareciera tan real como
un incierto sueño.
Dejaron atrás el pueblo y se encaminaron hacia
el río siguiendo el caudal artificial que lo unía con la fuente de la plaza. Fue
un camino sin incidentes bajo la cálida luz de la mañana. Hallaron pocos vecinos
haciendo el camino a la inversa, y a todos la niña saludaba jovial, mientras
que Elennimel apenas les dedicaba un gesto. Pero no era su intención, pues a
pesar de su aspecto quizá un tanto sombrío, destacando las facciones de su cara
y sus prolongados y negros cabellos, nunca evitaba conversar con sus vecinos ni
tenía costumbres que levantaran malos rumores. Siempre había sido una
trabajadora más: humilde, bien dispuesta, amable… aunque era solo a la voz de
su pensamiento a quien seguía de verdad, y a esta, nadie más la podía escuchar.
Siendo una simple náelmar de un pueblo, ¿podría cambiar Eïle como pensaba? Estaba
a poco tiempo de averiguarlo.
Cuando se acercaron al río, cuyas orillas
estaban unidas por un amplio puente de madera, la pequeña se apresuró a alcanzarlo.
Estaba sorprendida porque nunca lo había visto de cerca, y se sentía como bajo
un encanto mirando las aguas correr, fluyendo claras e incesantes hacia el este,
dejando ver el fondo rocoso del lecho y algún que otro pez.
—Al fin hemos llegado —le dijo Elennimel,
situándose a su lado.
—Sí, es muy bonito. ¡Se puede ver incluso el
fondo!
—Así es, el Esvinend es un río hermoso. Sé que
hay más aquí en Enárzentel, pero nunca los he visto.
—No recordaba cómo se llamaba —dijo Naroltiel—.
¿Y algún día me llevarás a ver los otros ríos?
—No lo sé, están muy lejos. Pero sí que podría
enseñarte a nadar.
—¿De verdad? Eso me gustaría mucho —dijo,
ilusionada.
—Es divertido —le dijo con una sonrisa—. Pero
será mejor que hoy busquemos al escurridizo kalthvir. Ven, crucemos al otro
lado por el puente.
Naroltiel miró por unos segundos más el río
antes de volver a ponerse en marcha. Cruzaron a la otra orilla a través del
puente, que medía más de cincuenta yardas; dieron unos pasos más y pudieron
adentrarse en el claro bosquejo de Nidhnal. Allí los árboles, edimtrer todos,
de brillantes hojas y unos dos metros de altura, estaban bien separados unos de
otros; las bondades de la tierra en aquel lugar les permitían alzarse anchos y
fuertes, con impecables cortezas y hojas de un verde muy claro. También había
muchos arbustos en flor, y estas eran blancas y de pétalos revueltos, dándoles
formas abstractas y una belleza singular.
Además
de las dos náelmar que andaban observando los alrededores, no había otra
criatura que algún insecto ocasional, y de cuando en cuando algún ave que a lo
lejos se oía cantar. La niña estaba ansiosa por ver un kalthvir, esperando
verlo saltar tras un árbol con sus delgadas patas y la cabeza afilada y gris
inclinada al frente, y solo por eso callaba, no fuera a espantar al animal. Elennimel
en cambio apenas podía contener su inquietud, el momento se acercaba, y sus
próximas acciones debían ser precavidas; sería muy cuestionada si alguien se
enterase de lo que estaba por hacer.
Las horas pasaron hasta el mediodía y la
búsqueda de la criatura había sido en vano. Naroltiel se sentía un tanto
decepcionada, pero estaba pasando un día agradable y en aquel instante lo que
más le preocupaba era el hambre.
—Elenn —llamó
a la náelmar—, ¿cuándo comeremos?
—Cuando quieras, traje algunas cosas para eso
—dijo, ensimismada.
—¿Sí? Pues me gustaría comer ya, ¡tengo
hambre!
—Entonces comamos. Podríamos pararnos a la
sombra de aquel edimtrer —dijo, señalando a uno bastante grande—; cualquier
sitio aquí estará bien.
—Bien, ¡vayamos allí pues!
Naroltiel corrió hasta la sombra del árbol, y
allí se dejó caer, sonriente. La muchacha la miró con algo de lástima en su
expresión, pero se acercó a ella y tras sentarse a su lado, acomodó el fardo y
extrajo de él dos envoltorios hechos de tela.
—Ten,
son northan frescas tomadas temprano en la mañana.
—¡Gracias! —dijo, tomando encantada la comida,
una fruta de color rojo, dulce y blanda que cabía en su pequeña mano.
Las dos comieron varios trozos de aquella fruta
en silencio, un silencio que para Elennimel era tenso, expectante, unos minutos
desesperantes. Entonces ocurrió lo que esperaba: Naroltiel cayó de lado sin
decir nada, los ojos cerrados y el cuerpo debilitado; el envoltorio que
sostenía resbaló de sus manos.
Elennimel recogió de inmediato las cosas y las
guardó, tomó a la pequeña y la alejó de aquel árbol, llevándola en brazos hacia
el interior del bosquejo. Una vez se hubo apartado del lugar donde se habían
parado la tendió en el suelo, posó las manos sobre la fina capa de hierba
buscando la tierra e hizo de esta manera que se alzaran unas paredes de piedra,
tal como había aprendido una vez. Creó así una estrecha cámara donde se encerró
a oscuras con la niña, dejó con prisa su fardo a un lado, y buscó a la pequeña
con las manos para despojarla de sus ropas a tientas. Fue una labor que le
costó más de lo esperado pues tuvo que tener cuidado, ya que no deseaba
dañarla. Luego extrajo de su bolsa un tarro que contenía agua y la derramó gota
a gota sobre el vientre de Naroltiel, sin echarla toda; abrió las manos a pocas
pulgadas de la piel de la joven, cerró los ojos y se concentró, tratando de
silenciar sus sentidos pues era la energía de los elementos lo que necesitaba percibir.
Esta serie de acciones no eran otra cosa que
una antigua manera de sanar que los náelmar conocían. El agua se unía con la
piel y se impregnaba con la esencia del elvannai, luego se evaporaba,
llevándose consigo muestras de la fuerza de aquella criatura, y eran aquellas
muestras lo que Elennimel trataba de leer. Por desgracia era un arte en extremo
complicado, requería de la mayor concentración que fuera posible y sobraba
cualquier estorbo que no fuera piel. El silencio y una profunda comprensión de
los elementos eran los factores requeridos, y la muchacha creía haber logrado
un buen entendimiento de las energías en poco tiempo. En aquel instante no
quiso rememorar el lugar donde había alcanzado tales conocimientos; no quería
pensar en nada, ni siquiera en los logros que podría alcanzar si funcionaba o
si descubría algo que le fuera de utilidad.
Los minutos se le escurrieron con celeridad;
tuvo que volver a dejar caer agua sobre Naroltiel, rompiendo su concentración,
y tuvo que repetirlo varias veces sin saber cómo pasaba el tiempo en el
exterior. Ya tenía las piernas un poco entumecidas y le costaba mantener la
posición, pero cada vez alcanzaba mayor profundidad en su lectura. Entonces, no
supo cuántos minutos después de su última parada, oyó que Naroltiel se quejaba,
y sobresaltada ante la reacción de la niña, abrió los ojos y retrocedió.
—¿Dónde…? —musitó la pequeña, somnolienta.
Sentía frío y no veía más que oscuridad, pero no tenía fuerzas para preocuparse.
Entonces una sombra aún más negra que aquella oscuridad apareció ante sus ojos,
descendió hasta su cara y la oprimió, y después no supo nada más.
Elennimel había sido rápida en hallarle
solución al apuro. Tomando con presteza la tela que envolvía la fruta que le había
dado a la pequeña, le cubrió el rostro y así la durmió. Y no era que aquel
tejido estuviera hecho con algún tipo de maldición, era la esencia que poseía,
la esencia de una peligrosa flor. La náelmar la había buscado durante años para
sus propósitos, mas muy pocos elvannai conocían su ubicación, y la gran mayoría
se lo reservaba; le había costado muchísimo obtener la información, pero había
comprobado que sus efectos eran potentes. Lo eran tanto que, si hubiera
impregnado la comida con la esencia, podría haber sido mortal; por eso solo
había rociado la tela, para que la fruta absorbiera un poco y la niña se
durmiera.
Continuó su búsqueda sin esperar por nada más.
Derramó agua otra vez sobre Naroltiel y recuperó la concentración, aguardó que
se evaporara y entonces leyó, alcanzó a vislumbrar los trazos de energía que
había estado buscando. Y sucedió después de unos segundos, unos segundos tras
los que su corazón latió muy deprisa; y de pronto otro se detuvo. Elennimel
dejó de percibir energía alguna y no supo la razón; aproximó aún más sus manos
por si fuera culpa de una mala percepción, mas no era así. Abrió los ojos,
desconcertada, y puso una mano sobre Naroltiel; la quietud que sintió la
perturbó. Tomó el cuello de la niña con suavidad y no sintió movimiento alguno,
se acercó a su pecho y todo era silencio allí también; todo se había detenido,
ya no manaba sangre de aquel pequeño manantial.
—Maldición —susurró Elennimel, desesperada. Se
echó hacia atrás, inquieta, queriendo moverse de un lado a otro sin espacio
para ello.
«¿Qué
hago ahora, qué hago?», pensó. Aquello no entraba en sus planes, no tenía
intención de matarla. Fingiría que se había desmayado y la devolvería a su casa
con tranquilidad, eso era todo lo que debía pasar, ¿pero ahora? «Si regreso con
ella muerta… ¿qué voy a decir? Tendría que hacerla pedazos para fingir un
accidente creíble». La miró en la oscuridad, no era capaz de hacer eso. «Y si
regreso sin ella…», siguió pensando, «no, no seré capaz de soportar a los
demás. Demasiada tristeza, demasiada…». Tuvo que hacer un esfuerzo para
contener sus lágrimas, ahora era menester hallar una solución. Entonces recordó
lo que había descubierto, los susurros de energía que le habían dicho lo que
ella quería oír; una remota esperanza la reconfortó. «Al menos se puede lograr,
puedo alcanzarlo… aunque no será fácil, mucho habré de dejar atrás». Llevó los
ojos hacia la pequeña una vez más. «Tú serás lo primero. Perdóname, Naroltiel».
Deshizo una pared del refugio con la intención
de salir, pero la oscuridad de la noche hizo que se detuviera un instante, pues
se sintió sorprendida. No se había percatado del paso de las horas allí dentro,
y temió que los padres de la niña hubieran salido en su busca. No perdió más
tiempo y partió, corrió hacia las sombras del bosque, tan claras como su
porvenir, tan negras como su culpa.
Pocas horas más tarde, náelmar de la aldea
encontraron aquel lugar. Fielin andaba a la cabeza de un grupo de vecinos,
incluyendo a los padres de Elennimel, manteniendo una luz; su livhara caminaba junto
a él. Todos estaban preocupados porque las muchachas no habían regresado, y partieron
poco después del atardecer hacia el bosquejo, y ya llevaban largo rato en él. Las
pequeñas paredes, inusuales sin duda, fueron la primera pista que encontraron
en toda la expedición, y enseguida creyeron que las desaparecidas podrían estar
allí.
Sin embargo, cuando alumbraron el interior del
pequeño refugio y solo vieron a Naroltiel tumbada y sin ropa, sus padres se
alarmaron y Fénael se abalanzó a su lado, tomándola en brazos en cuanto la
alcanzó.
—No —susurró
cuando sintió lo fría que estaba, que ya no tenía respiración—. Hija…
Naroltiel… no… —murmuró, con el rostro horrorizado.
Fielin y los demás se acercaron corriendo en
cuanto notaron la reacción de la náelmar. El erïlnet se arrodilló allí también,
temiendo lo que menos deseaba.
—¿Naroltiel?
—la llamó, tocándola—. No respira… ¿Está…? —murmuró, mirando a su livhara. Como
respuesta solo obtuvo lágrimas, y lágrimas de dolor lloró él también—.
Naroltiel… Mi niña —musitó mientras lloraba, temblando de pena.
Los otros náelmar se acercaron entristecidos
por la escena; aunque en los corazones de los padres de Elennimel aún había
preocupación, y esperanza por hallar a su hija, de la que no había rastro
alguno.
Mas, aunque algunos aldeanos se quedaron y continuaron
buscándola en el bosque, regresaron muchas horas después con no más que desconcierto
y mucha tristeza, sentimientos que se unieron a la penuria de los padres de
Naroltiel. A partir de aquella fecha hubo muchos días grises en Lómvirud, los
tres náelmar y el erïlnet nunca pudieron volver a sonreír en paz, no fueron
capaces de sobrellevar sus pérdidas, cuyo porqué ignoraban. Y nunca hallaron
respuestas, aunque no fueron pocas las veces que regresaron a Nidhnal en busca
de Elennimel, durante muchos años.
Naroltiel fue enterrada con tristeza en un
campo cercano donde descansaban otros vecinos. Su lecho era pequeño, el más
pequeño que jamás se hubiera hecho, pero había sido excavado con extrema
dificultad, con más peso que el del cansancio.
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