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Madre de acero - Capítulo 1: La senda que lleva al destino


    Rithian regresó al hogar mientras oscurecía, sin dejar de mirar atrás. Había sido una jornada tranquila e incluso una vecina le regaló unos frutos que ahora llevaba en una cesta. Ella y Brigol tendrían una buena cena, pero pensar en él le traía inquietud. Por eso se apresuró a abrir la puerta de madera de la pequeña casa de piedra, encontrando nada más que una silenciosa oscuridad.

   —¿Brigol? —llamó, pensando que quizá su hijo descansaba o estaba escondiéndose de los demás. No sería la primera vez que tal cosa sucedía, pues era común que el resto de muchachos se burlara de él—. ¿Brigol?

   Encendió un candil antes de cerrar la puerta y dejó la cesta en el suelo para dirigirse a la habitación de su hijo. La puerta estaba abierta y él no se encontraba allí. Brigol no era desobediente y siempre regresaba antes de que oscureciera; además, no solía demorarse mucho tiempo fuera del hogar, por lo que Rithian comenzó a sentirse preocupada y olvidó cualquier otro asunto.

   Salió con el candil a la oscuridad cada vez más densa de Rynes y fue al mercado, donde algunas sombras merodeaban rumbo a las casas o se mantenían erguidas, vigilando. Había unos cuantos faroles encendidos ya, pero ninguno de ellos iluminaba a Brigol. Rithian regresó al hogar a través del ancho camino de tierra, por si su hijo había vuelto. Descubrió que no era así y se desesperó, resolviendo acudir a los guardias.

   Pronto la luz de su candil centelleó en la cota de malla de uno de los vigilantes más cercanos. Se dirigió a él y le preguntó por Brigol.

   —No he visto al muchacho y no puedo abandonar ahora mi puesto para dar la voz —respondió el guardia, no muy interesado en el asunto—. Pero ve a hablar con mis compañeros. Quizá Brigol esté dormido en el bosque o algo.

   —No creo que sea así —repuso Rithian. Estaba demasiado preocupada como para dar las gracias o quedarse a seguir hablando.

   Aun así, halló algo útil en aquellas palabras: el bosque cercano, al que llamaban Mardach. Decidió dirigirse a él y preguntó por Brigol a cada guardia y cualquier otra persona que encontró en el camino. Uno de ellos trató de persuadirla.

   —Vamos, Rithian, seguro que el muchacho regresa pronto, si no está ya en casa. No sería bueno adentrarse en el bosque de noche —le dijo.

   —No hay ningún peligro bajo los árboles de esta parte de Mardach y tengo una luz —dijo Rithian—. Buscaré a Brigol ahí si no está en ninguna otra parte.

   —Está bien —farfulló el guardia, sacudiendo la cabeza—. Pero permite que te acompañe. Estás desarmada.

   Rithian gruñó y dirigió sus pasos hacia los árboles. Aún conservaba muchas de las armas de su padre en casa, pero no había pensado en tomar ninguna de ellas.  

 

   Aun así, no las necesitó en aquella noche, y anduvo entre los árboles en compañía del guardia con la sola inquietud de Brigol, que ya era bastante grande. Pero ni ella ni aquel hombre eran hábiles rastreadores, menos aún en la oscuridad, por lo que no hallaron pista alguna sobre los pasos del muchacho hasta que dieron con una zona de hierbas calcinadas, cerca de un acantilado. Rithian miró alrededor del pasto chamuscado con premura y poco después encontró las heces de un caballo, lo que le pareció extraño. Siguió buscando en las proximidades mientras el guardia descendía a la playa y regresaba, mas no pudo averiguar dónde se había metido Brigol.

   —Sería mejor que regresáramos a la aldea hasta que amanezca —sugirió el guardia—. No encontraremos a nadie bajo esta oscuridad.

   —Pero, ¿cómo voy a dejar a mi hijo a su suerte en la noche? —dijo ella, nerviosa—. ¿Qué harías tú si el tuyo se perdiera?

   —Bueno… Sin duda querría encontrarlo —titubeó—. Pero quizá Brigol esté ahora en Rynes.

   —Regresa tú si lo deseas y vuelve en mi busca si se encuentra allí —dijo Rithian—. Háblale a los demás sobre esta extraña hoguera y pregúntales si algún caballo escapó. Mientras tanto, yo seguiré buscando.

   —Pero no tengo ningún candil para ver el camino…

   —No hay tanta oscuridad —dijo la mujer, y le dio la espalda para seguir buscando a su hijo.

   El guardia suspiró y miró el cielo estrellado, donde algunas nubes flotaban entre el mundo y los astros. Deseaba irse a descansar, pero, de todas maneras, le correspondía vigilar Rynes por la noche y allí se dirigió.

 

   Ya en soledad, Rithian sintió el peso del cansancio y la mordedura de la desesperación. Trataba de pensar que quizá Brigol había regresado al pueblo y no dejaba de mirar hacia el sureste por si algún guardia venía a traerle nuevas. Esto no ocurrió durante las horas que siguió buscando, pues con el paso del tiempo los ojos se le cerraban cada vez más y al final cedió a la fatiga. Se quedó dormida a los pies de un árbol, apresando con los párpados unas lágrimas lentas que los pensamientos más negros habían hecho salir.

   Despertó en algún momento de la mañana porque oyó unos pasos cercanos. Irguió la espalda de un brinco y miró alrededor. La luz del candil aún ardía, tenue; a ella se acercaba un grupo de guardias con sus cotas de malla sin mangas, pantalones y botas oscuras, y mantos verdes a la espalda; el viejo brujo de la aldea los acompañaba. Se habían tomado su tiempo en reaccionar.

   —Te ayudaremos a encontrar a tu hijo —anunció una joven guardia del grupo—. No ha regresado a la aldea.

   —No me hace falta acercarme a esas hierbas quemadas para saber que aquí ha habido una intervención mágica —aseguró el hechicero—. ¡Magia poderosa, por cierto! Algo que ningún poder de Gálithos haría.

   —¡Oh, no! ¿Y qué puede tener que ver eso con mi hijo? —inquirió Rithian, poniéndose de pie con dificultad. Tras cuatro décadas de vida, no era muy saludable sentarse a dormir junto a un árbol.

   —No lo sé. Trataré de encontrar los restos de su alma entre esas cenizas de ahí —señaló el viejo, acercándose a ellas.

   Rithian ahogó una expresión de horror y se dio la vuelta enseguida. Ahora que la luz de Ayhal brillaba, escudriñó con ansia el terreno chamuscado sin encontrar nada a simple vista. Mientras el hechicero cerraba los ojos y extendía los brazos, con la túnica oliva y negra movida por el viento, ella se dedicó a seguir buscando en los alrededores. Tenía la esperanza de que la nueva luz le diera una mejor pista y dos de los cuatro guardias la ayudaron.

   Ayhal dio algunos pasos hacia la media mañana mientras buscaban en vano, hasta que, desesperados, decidieron regresar a Rynes, muy a pesar de Rithian. Pero ella solo necesitaba comer algo para poder continuar. Cuando entró en su casa tropezó con la cesta de la noche anterior, recordando con angustia que no había ido a pescar nada en toda la mañana y que no podría hacer negocios en aquella jornada. Suspiró y comió un poco de fruta, asomándose luego a la habitación de Brigol mientras masticaba una manzana. Poco después, salió otra vez.

   Dirigió sus apresurados pasos al bosque, pero antes de que pudiera siquiera acercarse a los árboles, el guardia que la había ayudado en la noche la llamó desde cierta distancia. Ya no llevaba la cota de malla, sino ropajes cotidianos, y en su rostro se veía el cansancio. Rithian se acercó a él con premura.

   —Mi hijo acaba de contarme algo que quizá podría ayudarnos. Aunque es vergonzoso. Lo lamento —dijo.

   —¿De qué se trata? —le preguntó Rithian, impaciente.

   —Él y otros tres se burlaron de tu muchacho ayer en la playa junto al acantilado, hasta que apareció un forastero que les gritó y arrojó fuego sobre ellos.

   —Pues ojalá les hubiera alcanzado —espetó Rithian, frunciendo el ceño—. Estoy harta de que esos rufianes le hagan daño a mi niño. Qué penosa educación deben darles en sus casas.

   —Lo lamento, Rithian —se disculpó otra vez el hombre, bajando la cabeza de cabellos castaños—, el trabajo de guardia… Pero, bueno, lo importante es que ellos fueron los últimos en ver a Brigol.

   —¿Y qué más te dijo sobre ese viejo?

   —Nada, pues salieron corriendo y no se detuvieron hasta llegar aquí.

   —Maldita sea, ¿y quiénes eran los otros muchachos? —interrogó la mujer, pensativa.

   —Luithas, Cálarag y Meiriach.

   —Sé quiénes son los padres de Meiriach. Iré a hablar con esa alimaña —dijo Rithian, enfadada, antes de darle la espalda y echarse a caminar.

 

   Llegó a la casa de esta familia en pocos minutos y aporreó la puerta sin cuidado. La madre de Meiriach no tardó en recibirla.

   —¿Está aquí tu hija? Deseo hablar con ella.

   —¿Qué maneras son esas? ¿Por qué desearías hablar con mi hija de esa forma? —le preguntó la mujer, mirándola de arriba abajo.

   —Porque fue una de las pocas personas que vio a mi hijo antes de que desapareciera. Después de hacerle burla, por cierto —respondió Rithian.

   La otra frunció el ceño, pero se dio la vuelta y pronto la joven Meiriach apareció a paso lento, asustada. Sin duda, su rostro se asemejaba al de la madre, a pesar de las pecas. Esto desagradaba a Rithian.

   —Sabes por qué he venido, ¿no es así?

   —Lo siento mucho, señora. Luithas dijo que sería gracioso y…

   —No quiero saber nada de eso. Solo háblame del viejo que os atacó —indicó Rithian, cruzándose de brazos.

   —No sé qué podría decir, no lo vi bien. Parecía vestir ropas amarillas y tenía un sombrero, y barba…

   —¿Viste algún caballo?

   —No… Bueno, creí ver algo parecido mientras me daba la vuelta para huir. Pero estaba muy asustada —balbuceó, bajando la cabeza y entrelazando los dedos de las manos.

   —Y más que lo estarás como Brigol no regrese, pues ha desaparecido y no hay rastro de él. Ojalá ese viejo os hubiera llevado a ti o a cualquier otro de los malandrines que te acompañaban en lugar de a mi niño. Nadie os echaría de menos.

   Unas lágrimas comenzaron a resbalar por las mejillas de Meiriach, pero Rithian no las vio pues ya le había dado la espalda. No le habrían importado, de todas maneras. Ahora estaba convencida de que aquel forastero había secuestrado a Brigol y se disponía a denunciar los hechos o hacer cuanto estuviera en su mano para encontrarlo.

   Cuando llegó a la casa de guardia, se encontró con el que la había ayudado en la noche anterior. Estaba ante la puerta abierta del edificio, que era de piedra como cualquier otro, y había cerca un soldado montado a caballo. Echó a cabalgar antes de que Rithian se acercara.

   —He dado la voz al resto de guardias —le dijo cuando la tuvo al lado—. Es lo menos que podía hacer y creo que lo que pasó está claro: el forastero que atacó a los muchachos se llevó a Brigol.

   —Eso lo veo con claridad desde hace rato.

   —Un mensajero se dirige ahora a Tagdha. Pronto lo seguirán otros que se desviarán hacia el resto de aldeas. Nunca se había visto un forastero hostil en Gálithos, pero nos encargaremos de él. Descansa.

   —No —negó Rithian—. Debo encontrar a Brigol.

   —No te preocupes, como he dicho. Las aldeas de Gálithos se encargarán de dar con él. Puedes confiar en nosotros —aseguró el hombre.

   —¿Puedo confiar en el pueblo que lo ha despreciado toda su vida? Soy la única en la que ha podido confiar desde que fue capaz de hablar y por ello debo hacer tanto como pueda en esta hora —repuso ella.

   —Pero, Rithian…

   —No desdeño vuestra ayuda. Pero si Brigol se encuentra en un gran peligro, solo yo osaré afrontarlo, porque nadie más lo quiere como su madre.

   —Un gran amor no es necesario para tales hazañas, pero sí personas que se han preparado para ellas. Descansa, Rithian, y deja que los guardias y exploradores encuentren a tu hijo.

   La cara de la mujer se suavizó un poco, asintió y se despidió del guardia. Entonces caminó hacia su casa, dejando tirada en el suelo la idea de permitir que otros se encargaran de encontrar a Brigol.

 

   Entró en el hogar y suspiró; pensó en las ropas que podría usar para encontrar a Brigol y decidió darse un rápido baño primero, ya que no dejaría la búsqueda en otras manos que no fuesen las suyas. Trenzó su largo cabello negro y lo dejó caer sobre uno de los hombros huesudos. Rithian era delgada, por lo que su ropa no era demasiado amplia. Tenía la piel oscurecida y tocada por el salitre a causa de tantas horas pasadas pescando en el mar. Pero sus ojos castaños no habían perdido el vigor a pesar de las horas de trabajo, y menos en estos momentos en lo que algo tan importante como la vida de su único hijo podía encontrarse en peligro.

   Se puso una camisa blanca envejecida, unos pantalones marrones y unas botas del mismo color, y una capa corta de color negro con capucha, pues en los meses de aomah, los quintos de cada año, solía llover. Después abrió una puerta que solía mantener cerrada: la de la vieja forja de sus padres. Allí, el padre había fabricado armas y armaduras sencillas mientras la madre se dedicaba a otros utensilios, como herraduras y cubiertos. Rithian había sentido interés por continuar con el oficio durante la juventud, pero lo cambió por el amor al mar tras unos años. Aun así, llegó a forjar alguna que otra herradura y unos cuantos cuchillos que ahora guardaba en una caja cubierta de polvo. No obstante, lo que buscaba en aquellos instantes era una espada, por si se cruzaba con el secuestrador de Brigol o cualquier otra amenaza.

   Quiso escoger una de hoja corta, pero no había ninguna funda para ella y al final tomó una larga y fina, de filo peligroso. Luego se la ajustó a un cinturón y echó una última mirada a aquella habitación gris y silenciosa, como si pudiera ver de nuevo a sus padres trabajando entre las mesas y utensilios. Cuando la abandonó, no lo hizo sintiéndose más esperanzada. Cierta soledad había marcado su vida, en especial desde que el padre de Brigol, de quien él heredó los cabellos rojos, desapareciera un día sin previo aviso y antes de que el muchacho cumpliera su primer año. Rithian se había sentido triste y furiosa, y en aquella ocasión sí permitió a los guardias buscar a su esposo mientras ella permanecía en el hogar, a pesar de que no le trajeron más que penuria. Él era de Gáltihos, y no se lo vio nunca más en la región. Era por eso por lo que no volvería a esperar que otros llevaran a cabo una búsqueda importante para ella; le parecía que nadie se esforzaría más. Sacudió la cabeza para olvidar a aquel hombre que tanta alegría y penuria le trajo en el pasado.

 

   Se demoró para tomar un almuerzo frugal y guardar un poco de comida en un fardo, pues ignoraba lo lejos que tendría que ir. En realidad, deseaba no alejarse demasiado de Rynes, pero en su corazón sabía que, si un secuestrador a caballo se había llevado a Brigol, tendría que ser para arrastrarlo muy lejos. Antes de abandonar la casa pensó en las personas a las que podría pedir auxilio y solo conocidos vinieron a su memoria: vecinos y amistades de la juventud que ahora eran saludos casuales, o que se habían marchado a otra aldea. «Tendré que hacerlo sin ayuda, como tantas otras cosas», pensó.

   Anduvo a paso raudo hacia el suroeste. Sabía que allí se encontraba la ruta más conveniente para cualquier jinete, pues había pocos árboles y una senda despejada que se extendía hasta salir de la región. Pensar en abandonar Gálithos la estremeció, y recordar la descripción del viejo extraño no le otorgó calma. Trató de ser discreta en el camino para que ningún guardia la persuadiera de permanecer en Rynes y logró adentrarse en el bosque de Mardach sin que nadie importante la viera. Una vez en la floresta, sería difícil que alguien le siguiera el rastro.

   La aldea de Rynes, con su mercado y sus casas de piedra, techos de ramas, hierbas y lonas, con sus caminos de tierra y sus arbustos verdes y quietos como centinelas, quedó más atrás con cada paso. Rithian andaba tan deprisa como podía, sin prestar mucha atención a los alrededores y pensando en el camino del oeste o en la aldea de Tagdha.

   Nada temió Rithian en aquella región del bosque, que cubría casi toda la extensión de Gálithos, ni siquiera en la noche y antes de dormirse a los pies de un árbol. Había pocos animales en Mardach salvo algunas aves, roedores, insectos y escasos ciervos; ninguno interrumpió su sueño. Aun así, duró poco, y antes de que amaneciera ya deseaba ponerse en marcha de nuevo, por lo que no se demoró ni un segundo cuando el alba llegó. No fue capaz de dejar atrás la arboleda hasta bien entrada la mañana y entonces se detuvo en seco ante el camino, retrocediendo un paso por cautela. No había nadie en la despejada cinta de tierra oscura, pero no quería encontrarse con ninguna persona que la reconociera. Decidió descansar y tomar algo de comida antes de continuar. Lo haría sin alejarse de los troncos de los serbales, para poder ocultarse cuando lo necesitara sin perder de vista el sendero.

   Lo escudriñó después de la comida y advirtió varias huellas de caballo. Demasiadas que iban y venían sin decirle nada acerca de ningún extraño. Antes de que resolviera echarse a caminar una vez más, escuchó el sonido de unos cascos. Regresó con presteza al bosque y se ocultó detrás de un tronco. Sin embargo, antes de que ningún jinete apareciera, Rithian se sobresaltó al sentir una mano sobre un hombro. Se dio la vuelta con el corazón brincando en el pecho, encontrándose con una exploradora de su pueblo.

   —Por fin te encuentro —le dijo la mujer, más joven que ella.

   —¿Qué quieres? —le preguntó. Toda preocupación se había desvanecido en ella.

   La joven exploradora comenzó a hablar, pero entonces el ruido de los cascos creció y se hizo más lento, pues el jinete se había detenido delante de ellas. Era un forastero que vestía una armadura. Tenía los cabellos largos y lisos, la mirada altiva.

   —Excusadme, damas —saludó, mirándolas. Tenía una espada sobre el costado izquierdo y un arco y flechas a la espalda—. ¿Habéis visto a un viejo a caballo? Barbudo y con ropas amarillas.

   —No, no hemos visto a ningún jinete como ese —respondió Rithian, desconcertada ante aquella descripción—. ¿Qué…?

   —Adiós, pues —dijo. Espoleó al caballo, que echó a correr después de un brinco—. Pordioseras —murmuró cuando estuvo a unas yardas.

   Ni Rithian ni la exploradora escucharon el insulto, aunque estaban desconcertadas.

   —¿No acaba de hablar del secuestrador de tu hijo?

   —Así me parece, pero no sé quién era ese jinete.

   —Un forastero. Han entrado demasiados en estos días.

   —No sé por qué estará buscando a ese viejo, pero yo también debo encontrarlo —afirmó Rithian, saltando al camino.

   —¡Espera! —exclamó la otra—. He venido para llevarte de vuelta a Rynes. Es una insensatez que vayas en busca de Brigol, ¡deja que la guardia se encargue!

   —¿Qué harías tú en mi lugar si no fueses guardia ni exploradora y tuvieras un hijo perdido? —le preguntó Rithian, volviéndose para mirarla. Pero ella no supo qué responder—. Ahora déjame, pues nadie podrá persuadirme a no ser que me encadenen y me encierren.

    —Aguarda, te acompañaré —dijo—. Te diriges a Tagdha, ¿no es así? Nuestro mensajero quizá ya haya llegado, pero nos enteraremos de cualquier nueva por nuestra cuenta.

   —Y sin duda ese otro forastero se detendrá allí también —indicó Rithian, volviéndose hacia el sur—. No me demoraré ni un segundo más.

   Se echó a caminar a paso raudo y la exploradora, de cabellos castaños y cuyo nombre era Bridta, la siguió después de partir la rama de un árbol.

 

   Juntas caminaron sin hablar durante largo rato, pues apenas se conocían de haberse visto en alguna que otra ocasión. Además, Rithian deseaba alcanzar cuanto antes la aldea de Tagdha, por lo que miraba a un lado y a otro con la fantasiosa esperanza de encontrar algún caballo sin jinete. No se había atrevido a tomar ninguno en Rynes para evitar levantar sospechas sobre su partida, pero veía ahora que eso habría sido más conveniente.

   Llegó la noche y el camino aún no terminaba, ni se veían las luces tenues de las casas de Tagdha. Cuando se detuvieron, Rithian tuvo la sensación de que jamás encontraría a Brigol y esto fue un golpe doloroso para sus esperanzas. Se dejó caer a los pies de un árbol como si la hubieran abatido con una flecha.

   —Ojalá tuviera un caballo —murmuró.

   —Sin uno, aún necesitaremos más de tres días para llegar a Tagdha —le dijo Bridta—. Pero si todavía insistes en continuar…

   —Lo haría aunque me hubiesen arrancado las piernas.

   —¿Y si por culpa de ese esfuerzo desesperado no llegan a ti nuevas sobre lo que te importa? ¿Y si no estás allí para su regreso?

   —Tal cosa no debería ocurrir. Sería cruel por parte del destino; Athrisona no lo permitiría —dijo Rithian.

   —Te encomiendas a una dama cuya melodía es caprichosa —dijo Bridta—. ¿Cuántas historias y canciones nos hablan de maldades ocultas en la canción del destino?

   —Es la malicia de Feandarus la que pone tales hechos en nuestro hado —replicó Rithian.

   —Y sin esa malicia no habría historias que contar. Pero la tuya debería ser tranquila, aguardando en casa la vuelta de Brigol.

   Rithian perdió la mirada en la oscuridad del suelo, pensativa y apenada. Athrisona, a quien las gentes de Gálithos también llamaban «La Cantora», era la compositora del destino, una canción que ella escribió antes de que el mundo fuera construido. Ahora, y al ritmo de su arpa Laistá, la cantaba sin cambiar ni una sola de las notas. Cada habitante del mundo formaba parte de la canción y su papel en ella estaba decidido desde hacía mucho; a Feandarus se atribuían las malas casualidades, notas disonantes añadidas sin previo aviso.

   Mas no había canciones en las que Rithian ahora pensara. Si no fuera por la oscuridad, se habría puesto en marcha, aunque también sus piernas estaban cansadas. Bridta trataba de encender un fuego y había sacado un trozo de pan de su propio fardo. La otra decidió tomar un trago de agua. Y mientras levantaba la cabeza para beber, advirtió que dos figuras se aproximaban por el bosque. Estaban demasiado cerca y Rithian escupió parte de lo que bebía.

   —No os preocupéis —anunció un hombre de voz tranquila—, somos exploradores de Rynes.

   —¿Más exploradores? —susurró Rithian.

   —No hay por qué temer —le dijo Bridta—. Quizá ahora podamos persuadirte para que regreses.

   —¿Qué? Ya te he dicho que no lo haría —reiteró la otra, levantándose con brusquedad—. ¿No dijiste que…?

   —Si alguna vez tuviera un hijo y lo secuestraran, confiaría sin duda en las gentes de mi pueblo —dijo Bridta, que ya había dejado de intentar encender un fuego.

   —No pretendemos hacerte mal, al contrario —dijo el hombre de antes. Ya estaba al lado de las otras dos, acompañado por un guerrero más bajo que él—. Te rogamos que regreses, por tu bien. No deseamos que sean dos las pérdidas causadas por la aciaga visita de un forastero.

   —Ya que mencionáis a un forastero, hay algo que deberíais saber —apuntó Bridta.

   Les contó a los otros dos el encuentro con el jinete de mirada altiva. Los puños de Rithian, que al principio había apretado con fuerza, aflojaron ahora y dejaron caer los dedos. Quizá fuese por la desesperación, o por la esperanza de encontrar nuevas en Rynes, pero decidió dejar de oponerse.

   —Debemos regresar cuanto antes, pues —dijo el de antes—. El mensajero retornará pronto y quizá se haya cruzado con ese jinete en el camino.

   —¿Qué harás, Rithian? ¿Insistirás en continuar esta persecución de caballos a pie? —le preguntó Bridta.

   —No —respondió ella—. Será mejor que aguarde en casa. Además, he abandonado mi puesto en el mercado.

   —Dicen que los peces que nos traes se han echado en falta hoy —comentó el explorador—. Descansemos ahora, partiremos al amanecer. Los exploradores haremos turnos de guardia.

   Así hicieron, y aunque Rithian dispuso de todas las horas nocturnas para descansar, poco durmió entre pensamientos y lágrimas. No creía que fuese a encontrar nada nuevo acerca de Brigol en Rynes.

 

   Hicieron el camino de regreso a paso ligero, y cada yarda fue pesada para Rithian. Cuando al fin se adentró en Rynes, se separó de los exploradores y corrió a la casa de guardia para enterarse de cualquier nueva. Nadie supo decirle nada, pues el mensajero no había regresado y no habían visto a ningún otro forastero. Aun así, la invitaron a aguardar y ella se dirigió cabizbaja al hogar. Se detuvo frente a la puerta y puso una mano sobre ella como si quisiera sentir su respiración.

   —No volveré a abrirla hasta que Brigol me acompañe o espere dentro —se dijo, y cerró la mano en un puño colmado de determinación.

   Le dio la espalda a la casa y se alejó de ella. Por unos instantes, había estado a punto de ser derrotada por la desesperanza y así seguir los consejos de otros que no eran su propio corazón. Pero ahora estaba decidida a continuar su plan principal: tomar un caballo para abandonar Rynes. Esa era la razón por la que había accedido a hacer lo que los exploradores le habían dicho.

   Así pues, caminó hacia la cuadra, observándola desde la distancia antes de aproximarse. Era la hora de la comida, por lo que los cuidadores del establo se encontrarían almorzando en la casa que había al lado. Los animales no estaban encerrados, sino atados bajo un techo de madera, separados por muros de piedra y robustos pilares. Apenas había corceles en aquel día y Rithian no tuvo que pensarlo demasiado antes de poner los ojos en una yegua gris.

   Se acercó a ella con paso decidido pero tranquilo y la acarició con cautela. Aquellas bestias estaban acostumbradas a la presencia de los humanos, por lo que no se alarmó. Rithian la preparó con toda la premura que pudo permitirse, pues no era experta en montar caballos y quiso pensar que sería similar a mantener el equilibrio en un bote. Aun así, tuvo que hacer un esfuerzo para no caer cuando la yegua comenzó a trotar.

   —Calma, calma, por ahí —le dijo, tironeando de las riendas hacia el norte. Había por allí una senda que llevaba al camino del oeste.

   Trotó en aquella dirección durante unos segundos, hasta que alguien asomó por la ventana de la casa de los amos de los caballos.

   —¡Eh! ¡Ladrona! —exclamó un hombre.

   —¡No soy una ladrona, lo lamento! —dijo Rithian, volviendo el rostro un instante. Mas no pensaba retornar la yegua.

   La habría hecho avanzar más rápido si hubiera sido una experta jinete, pero no se atrevió. No hasta que el dueño del establo salió de la casa y tomó el caballo restante para perseguirla, blandiendo un rastrillo. Por si fuera poco, dio voces hasta que llamó la atención de muchas otras personas, incluyendo guardias.

   —¡Corre! —le gritó Rithian a la yegua, inclinándose para darle una bofetada en el cuello.

   Esto alteró al animal, que sin duda echó a correr. A Rithian le resultó difícil mantenerse sobre la bestia por mucho que apretara las piernas y aferrara las riendas. Aún oía voces, aunque no era capaz de mirar atrás, casi ni de abrir los ojos.

   —¡Deprisa, deprisa! —siguió gritando—. ¡Por ahí no!

   Trató de desviar al animal hacia el norte, en busca del camino que se unía al del oeste, por lo que tiró insistentemente de la rienda derecha. A punto estuvo de caer por ese flanco del animal, pero se enderezó a cambio de un dolor en la espalda. Con una mueca en el rostro, miró atrás y se percató de que el dueño de los caballos ya casi la había alcanzado.

   —¡Detén el caballo ahora mismo! —exclamó, amenazándola con el rastrillo.

   Pero Rithian tuvo que poner toda su atención en el camino, pues la yegua se dirigía hacia un pozo. Saltó por encima del agujero y a la mujer le pareció que el corazón se le paraba, aunque volvió a sentirlo cuando el animal continuó su carrera.

   El corcel perseguidor también saltó por encima del pozo, que no le supuso ninguna dificultad. Varios vecinos contemplaban la escena y los niños pequeños que había aplaudían, creyendo que se trataba de algún juego. También podían escucharse varias voces, pero solo una se entendió por encima de todos los ruidos.

   —¡Deja de perseguirla! ¡Te pagaré por el caballo! —clamó. Y como se trataba del brujo de Rynes, el dueño de la yegua se detuvo, todavía descontento.

   Rithian no hizo tal cosa, por lo que no escuchó las palabras que siguieron. Todo lo que había en su mente era escapar y dominar a la yegua. Parecía que iba a lograr lo primero cuando atisbó el camino que llevaba fuera de Rynes. No había nadie allí ni detrás de ella, aunque algunos ojos la vieron partir. La senda estaba despejada y la bestia parecía conocerla, pues la siguió sin salirse y aparentó haberse calmado. Rithian se atrevió a enderezarse sobre la silla y poco a poco sintió con más intensidad el dolor de espalda. «No estoy hecha para montar a caballo, pero no los alcanzaré nunca sin uno», pensó, contemplando la yegua y los alrededores. «Aun así, me llevan días de ventaja». Los contó, percatándose de que eran tres, y sintió tristeza. Se preguntó qué habría hecho Brigol en aquellos días y noches, qué habría sufrido. Frunció el ceño y trató de acomodarse como pudo, encomendándose a los dioses; la yegua había aminorado el paso. Rithian no le dio otra bofetada, sino que utilizó las piernas y las palabras, como había visto. Debía dominarse a sí misma también si quería ser capaz de encontrar a su hijo algún día.

 

   Fueron tres los que tardó en alcanzar Tagdha; era thárdasa, penúltimo día de la semana, y al siguiente se cumplirían siete desde la desaparición de Brigol. Por eso Rithian miró con ojos ávidos la aldea en la que solo esperaba encontrar nuevas. Atrás dejaba unas jornadas solitarias y pesadas en las que había tenido que vigilar a la yegua para que no escapara, incluso si la ataba a algún árbol, y también había seguido soportando el dolor de espalda. Respiró con cierta tranquilidad cuando fue bien recibida en el poblado y no dudó en preguntar a la primera guardia que vio.

   —Ya le dijimos todo al mensajero de Rynes que partió hace unos días —le respondió la guardia. Rithian lo había oído pasar por el camino a Rynes mientras descansaba oculta en el bosque en una ocasión.

   —Yo soy una exploradora que partió de Rynes antes de que llegaran las nuevas y quisiera saberlas para decidir qué camino tomar —dijo sin vacilar.

   —Pues te diré lo mismo que se le dijo al mensajero: ningún anciano a caballo se ha detenido aquí. Solo acogimos a un forastero arrogante durante algunas horas, dos días después. Se marchó sin revelar nada ni pagar su almuerzo. Es un rufián, pero no tan malvado como para perseguirlo.

   —¿Hacia dónde partió ese hombre?

   —Se fue hacia el sureste, según dijeron algunos. Huyó veloz por el camino.

   —¿Y habéis mandado jinetes en busca de Bri… del muchacho que ese anciano había secuestrado? Pues se os dijo eso, ¿no es así? —inquirió Rithian.

   —Bueno, aún no se ha decidido nada. Pero no me corresponde a mí —contestó la guardia con rapidez.

   Rithian se sintió desalentada, pues no supo hacia dónde ir. Hacia el sureste, sí, pero había muchas cosas en aquella dirección y ninguna otra aldea a excepción de Sédunna, demasiado al este. El camino que podía seguir continuaba hacia ese lugar, aunque también se dividía y salía de Gálithos.

   —Si me lo permites, regresaré a mi vigilancia —le dijo la guardia, mirándola con desconcierto.

   —Tenéis una bruja aquí, ¿no es así? ¿Dónde vive? —preguntó Rithian, recordando algo.

   —En el centro de Tagdha. Recto desde aquí, aunque tendrás que bordear algunas casas. No creo que disponga de tiempo, te lo advierto.

   Eso no importó a Rithian, que montó de nuevo en la yegua y se adentró en la aldea con rapidez.

 

   Tagdha se asemejaba mucho a Rynes en cuanto a la forma de las casas, al igual que todas las aldeas de Gálithos, simples y rudimentarias. La disposición de Tagdha era diferente y esto habría desorientado a Rithian si no hubiera preguntado. Llamó la atención por cabalgar tan rauda por los caminos de tierra, pero ignoró toda voz y pronto llegó a la casa de la bruja. Para su sorpresa, la encontró afuera, bajo el umbral de la puerta. Era una anciana de ojos cansados, pelo canoso y decorado con hojas y ramas delgadas; llevaba una túnica larga y verde. 

   —Quisiera preguntarle algo —le dijo Rithian, saludándola con una inclinación de cabeza. Bajó de la yegua.

   —Deseas oír qué dice la canción sobre aquel al que buscas, ¿no es así? —le preguntó ella.

   —Sí… así es —asintió Rithian, sorprendida otra vez. Pero sonrió. Los brujos eran conocidos, entre otras cosas, por ser capaces de atisbar partes aún no cantadas de la melodía de Athrisona.

   —No encontrarás nada en Gálithos. Las puertas de Brigstond se abrirán.

   —¿Brigstond? Esa es la ciudad más cercana de Árthraros. ¿Debo ir ahí? —inquirió Rithian, pensativa. La bruja asintió y ella sintió premura—. Muchas gracias, era lo que necesitaba saber.

   —Ve con cuidado —indicó la bruja, abriendo los ojos para observarla.

   Rithian la miró a los ojos claros y sintió que se estremecía por un instante, pero se volvió hacia la yegua y echó a cabalgar una vez más, agradecida y desconcertada por la súbita ayuda. Pronto se encontró de vuelta en el camino y cabalgando hacia el sureste.

 

   Pasó dos jornadas así, avanzando tanto como podía, hasta que se detuvo bajo la luz de Ayhal ante la figura de un hombre sentado sobre un peñasco. Él la había saludado y solo por eso detuvo la yegua. Rithian se irguió en la silla y volvió a sentir el persistente dolor de espalda, junto a la inquietud al distinguir a aquel extraño. Se trataba del forastero altivo que vestía una armadura.

   —No te preguntaré si has visto pasar a un anciano jinete —dijo—. Mas preguntaré: ¿lo persigues? Pues deseo darle alcance y no puedo hallarlo en ningún rincón de esta región.

   —Lo persigo —afirmó Rithian, nerviosa.

   —Bien. Bien, quizá podrías servirme —declaró, y bajó del peñasco—. ¿Traes alguna nueva, algo que pueda saber?

   —No, he seguido este camino con la esperanza de hallar algo más adelante —mintió.

   —Pues nada hay que pueda conducirme hacia un lugar seguro —dijo el hombre, acariciando su mentón afeitado—. El nombre de ese jinete es Gorbalicus, y debe ser detenido. Abatido, si opone resistencia. Es crucial para el reino de Árthraros. Y para Gálithos, por supuesto.

   —¿Qué ha hecho ese hombre? —preguntó Rithian, sobresaltada.

   —Pretende desatar un mal que oscurecería todo cuanto conocemos. No se me permite decir más. Así pues, ¿trabajarás para mí? Deja tu guardia de Gálithos, o lo que sea, y lo perseguiremos hasta darle alcance. Se te recompensará.

   —Acepto, pero tendremos que cabalgar con premura, pues —dijo Rithian con lentitud, dudando—. Se dirige a Brigstond.

   —Bien —musitó el guerrero, apretando un puño—. ¡Aprisa, pues! ¡Bregwaran, aquí! —exclamó, llamando a su caballo.

   Rithian bajó la mirada por un momento, consternada al conocer que ese viejo al que perseguía tenía intenciones malvadas. «¿Para qué se habrá llevado a Brigol, pues? No permitiré que lo utilice en sus fechorías», pensó, apretando las riendas. Sin embargo, ante la llamada del caballero altivo, que ya se había puesto en marcha, dejó todo pensamiento atrás y espoleó a la yegua. El camino la llevaría fuera del hogar, y más allá de sus fronteras todo parecía ser oscuridad.

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