Animated Turtle

Libro del caos, primera parte - 3. Dedos fríos




   Ignoraba cuánto tiempo había pasado desde que perdiera el sentido, o en qué hora se encontraba, pues todo era oscuridad. Estaba tumbada sobre el duro suelo, o eso suponía; también estaba bien atada, y sus manos cubiertas por algún tipo de tejido rugoso y desagradable, estiradas bajo su espalda. La presión de las cuerdas que la sostenían era grande, le era difícil respirar aquel gélido y húmedo aire, y notaba dolor en muchas partes del cuerpo. No alcanzaba a escuchar nada, y mucho menos podía ver; el aire olía a pieles de animal mojadas, y le inundaba el temor de saber que no podía hacer nada.
   «Solo puedo mover los ojos y la boca, pero no me servirán de nada», pensó. «Ahora mismo… no quiero gritar, no quiero que venga esa criatura». Pero aunque no alzara la voz, sabía que pronto o más tarde vendría. Sin duda aquella cosa podía ver hasta en la densa oscuridad que a ella la velaba, y no se perdería en el interior de la montaña por intrincados que fueran sus túneles y cavernas.
   Elennimel cerró los ojos con fuerza, no quería imaginar el aspecto de aquella bestia, no quería vivir su regreso. Que volviera solo significaría otro paso más hacia el final de su existir, pues de un modo u otro, acabaría con su vida; no importaba si la mataba en aquel instante, si la encerraba por siempre o la dejaba morir de hambre; la privaría de su libertad y eso significaría el fin; la náelmar estaba perdiendo sus esperanzas.
   «En el fondo lo merezco», pensó. «Por mentir, por matarla». La imagen de Naroltiel vino a su pensamiento entonces, y se sintió apenada. Por un segundo tuvo tranquilidad, pero el silencio que la ensordecía no tardó en desesperarla. «Si he de morir que sea ya. No soporto esta oscuridad y no poder hacer nada».
   La impotencia de verse incapacitada alimentó su desesperación como un leño a una hoguera, aunque el calor que sentía era real. Otra vez trató de sacudirse sin resultado alguno, ni siquiera consiguió mover un dedo. Sus quejidos resonaron como gritos en aquel lugar, y de vez en cuando se paraba a escuchar por si en respuesta venía la bestia. Pero nada sucedía, todo era igual; no se movía y continuaba en soledad, los minutos o las horas se marchaban, y no supo el tiempo que pasó intentando escapar. 
 
   En cierto momento se sintió cansada y se detuvo, trató de dormitar, pero estaba demasiado incómoda para lograrlo todavía. Entonces escuchó un leve murmullo, el suave roce de algo con la piedra no muy lejos de ella, a su izquierda. Llevó la vista en aquella dirección aunque fuera en vano, mas lo que no podían ver sus ojos lo sentía el corazón, pues este se aceleró por la inquietud que le infundía la presencia que se aproximaba. De pronto sintió algo que se colocaba a su lado, rozándole un brazo.
   —¿Eres tú? —preguntó, entre la rabia y el temor. No hubo respuesta.
   Intentó, desesperada, mover el rostro hacia el lado contrario, mas no consiguió alejarse. Su respiración se tornó apresurada, y entonces, para su amarga sorpresa, algo oprimió su cara. No sabía lo que era pero pronto se imaginó asfixiada. No gritó para conservar el poco aire que tenía y apretó los labios, aunque de nada le sirvió; aquella cosa, que por cierto olía mal y era viscosa, no se apartó. Por fortuna, se retiró tras unos segundos de forcejeo y Elennimel respiró con una gran bocanada, interrumpiéndola cuando escuchó una voz.
   —Tú… —dijo la misma voz áspera y lenta que le había hablado cuando intentó escapar—. Comida.
   «¿Eso era comida?», pensó la náelmar, disgustada. Sin embargo, antes de que pudiera pensar nada más, sus labios volvieron a ser presionados. Trató de gritar sin abrir demasiado la boca, no sentía tanta hambre como para comerse aquello, y no se encontraba precisamente en una situación de comodidad. El forcejeo volvió a cesar tras unos instantes.
   —¡No! —gritó Elennimel—. ¡No quiero esa basura! ¡Quiero saber dónde estoy! ¡Quiero saber quién eres!
   Silencio. Por un segundo oyó una ronca respiración, pero luego no hubo nada más, incluso la criatura se retiró. Aquello no ayudó a que Elennimel se aliviara; por alguna razón parecía que la bestia iba a retenerla allí, y eso le parecía peor que una muerte inmediata. Gritó con desespero durante un buen rato; no hubo ninguna respuesta venida de la oscuridad, lo que la frustró. Al final se agotó y desistió; fue entonces cuando la impotencia llegó a su corazón con gran fuerza, desvelando su fragilidad, una debilidad superior a los temores de la infancia. Comenzó a extrañar la tranquilidad de su pueblo, la rutinaria y apacible vida en Lómvirud, a su familia. Vislumbró en su memoria su poblado teñido en nostalgia, las casas de madera, los náelmar paseando; aldeanos trabajando en las afueras y animales yendo de aquí para allá. Si hubiera dejado en simple curiosidad la idea que un día tuvo, si hubiera quedado en una fantasía y nada más, aún estaría allá a salvo, seguiría teniendo una existencia normal. Por el contrario, había escogido seguir su sueño y hasta allí la había llevado; ahora le parecía absurdo, tan lejano que jamás lo podría alcanzar, no desde la desfavorable situación en la que se encontraba. Y eso que aún estaba en el primer tramo del camino, su casa todavía estaba cerca; pero pretendía ir más allá de su tierra, quería derrotar a criaturas muy poderosas y liderar a cuantos elvannai pudiera, para cambiar Eïle a su manera. Sin embargo, no tenía fuerza ni para escapar de unas ataduras, ¿cómo podría ir más allá así? Se sintió perdida por completo, inútil, desesperanzada.    

   De pronto se dio cuenta de que había perdido el sentido en algún momento, y ahora despertaba. Continuaba en el mismo lugar, a oscuras y oprimida por unas cuerdas que la asfixiaban, desconcertada por la negrura de alrededor. No sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente o dormitando, y no había pensado mucho en ello cuando un sonido la sobresaltó. Era una desagradable y ronca respiración a su lado, tan cercana que podría haber tocado a su dueña con una mano, si las hubiera podido mover.
   —¡Vete! —gritó, intentando sacudirse en vano—. ¡Libérame y déjame ir! ¡Déjame ir! —dijo, desesperada. Pero no hubo más respuesta que un repulsivo gorgojeo, y Elennimel insistió con más fuerza en la voz, lo único que le quedaba. Gritó hasta que le dolió la garganta, y solo cuando hubo callado pudo escuchar unas roncas y pausadas palabras.
   —Libre… no —dijo—, nunca. Ella… Nosotros esperamos. Tú aquí… atada mientras tan… to. —Tras cada sílaba la criatura se acercaba más a la náelmar, y Elennimel ya podía sentir un cálido y maloliente aliento rozando su cara. Le repugnaba aquella voz, pero lo que había dicho la inquietó incluso más: «¿nosotros?». Parecía que aquella criatura no estaba sola bajo la montaña.  
   —¡Fuera, aléjate de mí! —le gritó, intentando no respirar el mismo aire que venía de ella. Poco después dejó de sentir aquel hálito hediondo, y un extraño gruñido la asustó. Sin embargo, no ocurrió nada, aquel ser se alejó y Elennimel quedó inquieta; no gritaría de tan mala gana la próxima vez.

   De nuevo en soledad, rodeada de un negro silencio; la fatiga ya le hacía mella al igual que el hambre y la necesidad de beber, pero no le iba a pedir alimento a aquel ser; aunque supuso que llegado cierto punto, tendría que comer a la fuerza. No comprendía para qué la retenían en aquel lugar, quién sería «ella», la que mencionó la criatura; una especie de líder, pensó, la más fuerte del grupo de monstruos que vivían bajo Oredénlor.
   De pronto sintió una aguda presión en el pecho, su respiración se aceleró. En su mente solo hubo espacio para pensamientos negativos, para imaginarse negras manos que la torturaban y la arrastraban a una sombra que la consumía; y lejos, a una distancia inalcanzable, el mundo exterior. Nunca volvería a ver un verde horizonte, un cielo estrellado; nunca volvería a sentir la fresca brisa o a contemplar las aguas de un río pasar, estaba condenada a la oscuridad.
   «No, no», pensó una y otra vez con desesperación, inmóvil a sabiendas de que sacudirse no servía para nada. Su frente y sus manos se llenaron de sudor, y este le produjo un calor con el que evocó las orillas del río Esvinend, donde en ocasiones se bañaba en la época de hórledi. Entonces, su desesperación desembocó de súbito en una brillante esperanza, en una posibilidad que entre tanta negrura no había alcanzado a vislumbrar. «¡Eso es!», exclamó en sus pensamientos, casi diciéndolo con palabras. «¡El sudor! El sudor es agua. Quizá pueda moverlo».
   Con prisa pero concentrada, se esforzó en sentir la humedad que inundaba sus manos; no era tanta como si las hubiera metido en agua, pero se dio cuenta de que incluso así, podía manipularla. Esto le alegró pues suponía una leve y valiosa oportunidad para escapar, aunque antes debía pensar con cuidado qué hacer. Estaba en un entorno desconocido, a oscuras y con la presencia de al menos una criatura que se movía por allí con total soltura. La desventaja para ella era terrible. Incluso si lograba liberarse de las cuerdas lo tendría muy difícil para lograr marcharse de allí sin que la arrastraran de nuevo a las tinieblas.
   «Podría sentir la tierra», pensó. «Pero me llevará un tiempo… Primero tendré que liberar solo mis manos, y cuando haya visto el camino, lo demás». Hizo una pausa en sus pensamientos. «Maldición, si solo fuera más hábil…».
   Su lamento se debía a su escaso control sobre el agua, pues los náelmar que la comprendían mejor eran capaces de generarla sin necesitar una fuente ajena; ella no podía hacerlo aún. Pero el sudor le bastaría, conocía un truco avanzado que había aprendido tiempo atrás, durante una de las frías nevadas que habían congelado las aguas del Esvinend, convirtiéndolas en hielo.  
   Por desgracia el sudor se le había secado ya. Comenzó a sacudirse con fuerza y a pensar en cosas que la desesperaban, esforzándose ante la esperanza de verse liberada. Pronto, la humedad regresó a sus manos, y se aseguró de que fuera mayor que antes. Sin perder ni un instante más, la trasladó a la tela que las envolvía, y con un esfuerzo mayor, congeló las ataduras. Hizo una pequeña pausa para respirar con calma; luego sintió otra vez el hielo, y poco a poco lo quebró. Sus manos quedaron libres en pocos minutos, ocultas bajo el resto de su cuerpo.
   «Lo conseguí», pensó, animada. «Pero lo que sigue será más difícil, habré de tomar aliento otra vez».

   Y descansó otra vez, imaginando cómo sería el exterior que la aguardaba. Se alejaría cuanto pudiera del agujero por el que saliera, trataría de abandonar lo antes posible la montaña y seguir otro plan; no podría soportar la presencia de Oredénlor.
   Unos minutos después, comenzó a rastrear a ciegas. Las palmas de sus manos ya estaban en contacto con la piedra, y todo lo que debía hacer era seguir su esencia, leyendo cada cambio en su estructura hasta dar con una conexión al exterior. De esta manera empezó enviando su energía hacia la derecha, pues sabía que por la izquierda vendría la horrenda criatura, y suponía que no habría salida alguna en esa dirección. Permaneció varios minutos concentrada, vislumbrando en su pensamiento oscuros pasadizos que se inclinaban hacia arriba, que giraban a un lado y a otro y se conectaban con caminos o cavernas que terminaban en nada. De pronto se sobresaltó, algo tocó su cara y temió que la hubieran descubierto.  
   —¿Qué… qué quieres? ¡¿Otra vez?! —exclamó. Una áspera respiración fue la primera respuesta.
   —Come —dijo el ser, entre cortados suspiros. No esperó a que la náelmar le respondiera, y volvió a oprimirle los labios con la misma cosa asquerosa que había utilizado horas atrás.  
   «¡No!», pensó Elennimel. «Es repugnante… Pero necesito comer. Tengo que intentarlo». Sin ánimo alguno y procurando no percibir sabores, dio un mordisco mientras pensaba en cosas que fueran deliciosas, mas le resultó inútil. No sabía si aquello era una fruta, una planta o algún animal, pero en cuanto apretó lo que fuera aquel «alimento» con sus dientes sintió toda su viscosa textura, y un indescriptible y vomitivo mal sabor. Apenas pudo tragar más de un bocado.
   —¡No más! —gritó, deseando poder limpiarse la boca. Pero la criatura no la escuchó, al menos durante un momento. Unos segundos después dejó caer agua sobre los labios de la náelmar, y esta bebió la que pudo, aunque parecía que estaba enlodada.
   Se quedó sola otra vez, pero el mal sabor no se le iba y le costó recuperar la concentración. «Debo seguir», se dijo en pensamientos. «No puedo permanecer más tiempo aquí».

   Comenzó su labor de nuevo. Aunque tuvo que empezar desde el principio, le fue sencillo sentir lo que ya había recorrido; sin embargo, un agudo dolor la interrumpió esta vez, parecía que algo punzante golpeaba su estómago por dentro. Lo peor era que no podía encogerse para mitigar aquella sensación, ni mucho menos llevarse las manos al vientre. No podía hacer nada, y poco a poco la sensación aumentaba, provocándole un gran malestar. «Maldición», pensó. «No debí comer esa basura… ¡Maldita!».
   Pasó un largo rato sufriendo, nadie podría haber dicho cuántos minutos; pronto comenzó a agonizar, y tuvo que hacer enormes esfuerzos para no vomitar, pues no podía girar el rostro hacia un lado. «Necesito liberarme ya», pensó. «No importa qué venga después, no importa».
   Y con más esfuerzo aún se concentró en el sudor, que en aquellos momentos era abundante y la cubría de la cabeza a los pies. Lo trasladó sin dificultad a las cuerdas igual que había hecho antes; sin embargo, le fue difícil helarlo todo, aunque al final lo consiguió. Quebró sus ataduras y se giró con tanta rapidez como pudo, alzando su cuerpo con las manos apoyadas en el suelo; en aquel momento agradeció la oscuridad, pues no quería verse en una posición tan humillante.  
   Se dio cuenta de lo entumecidos que tenía los brazos, ya que estuvo a punto de caerse de bruces. Sin embargo, se dio prisa para evitar el golpe y logró sentarse, sintiéndose aliviada, aunque aún latían en su cuerpo resquicios de dolor. «Debo marcharme», pensó. «Si me descubre se acabó, no puedo volver a ser capturada».
   Giró el rostro hacia la derecha, la dirección por la que había sentido el comienzo del camino. Seguiría aquella senda hasta donde había descubierto, y a partir de entonces dependería de su suerte, aunque hasta el momento no parecía haber sido muy favorecedora.

   Comenzó entonces a arrastrarse con prisa, a pesar de que le dolían todas las partes del cuerpo. Sin embargo, no tardó en ponerse de pie: el sentirse perseguida tuvo ese poder; las piernas le respondieron aunque le pesaban como piedras, y a duras penas logró alzar un brazo para tocar la pared y usarla como guía. Todavía le dolía el vientre, mas eso no la detuvo, la necesidad de verse libre era imperiosa, y su concentración no se desviaba del camino ni de lo que pudiera haber detrás.
   Así, tan rápido como se lo permitía el cuerpo, Elennimel recorrió en silencio las cuevas y pasadizos que había sentido antes. Iba totalmente a ciegas, con los ojos muy abiertos en vano, escuchando que nada aparte de sus pasos perturbara el silencio.
   Y cuando al fin alcanzó el último punto que había vislumbrado, le pareció que habían pasado horas; mas no quiso tomarse un descanso para averiguar qué había a continuación, lo descubriría andando. Por fortuna tuvo una sola senda durante largo rato. Más tarde halló una bifurcación en la que se dejó llevar por su sentido común, pues escogió el camino que ascendía. La esperanza la llenó cuando creyó sentir que el aire se hacía cada vez más fresco, y así aceleró su paso. La sensación de frescor no se perdía mientras andaba, al contrario, se hacía más clara; continuó así aun a ciegas durante un buen trecho, con prisa, dejando el dolor de sus piernas atrás. No podía relajarse ahora que estaba cercano el final, debía olvidar sus dolores y pensar en la libertad que la esperaba más adelante, en el cautiverio que aún la amenazaba atrás.
   Anduvo durante varios minutos más casi al borde del agotamiento, ignorando varios túneles que se abrían a los lados, continuando siempre recto. Por fin creyó percibir que la oscuridad de aquellas cuevas cedía colores a la luz, le parecía poder distinguirse las manos e incluso los pies. De pronto tuvo una inquietante sensación e intentó acelerar más la marcha, fue un temor similar al que había sentido cuando halló la cueva donde había dormido por última vez. «Esa criatura debe estar cerca», pensó; «viene a por mí, no puedo permitir que me capture otra vez». Comenzó a correr con pasos torpes, apretando los dientes para no gritar por el dolor que mordía sus piernas, que todavía estaban débiles. No obstante, el pavor que revolvía sus entrañas era mejor aliciente que la esperanza de libertad.
   Aunque deseaba más que nada salir de allí, no fue capaz de seguir un ritmo constante, lo que la hacía sentirse intranquila. Podía percibir la presencia de la criatura lejos, siguiéndola con precisión en las sombras, buscándola para arrastrarla de vuelta a la oscuridad. Corrió con todas las fuerzas que pudo sacar de la nada. Ya no necesitaba las manos para guiarse, podía ver el camino con la poca claridad que había. La luz ganaba presencia a medida que avanzaba, pero así también lo hacía el temor; quería mirar a su espalda por si allí estaba aquel ser, mas no podía perder ni un segundo en detenerse. Siguió corriendo aun en contra de toda su fatiga, fustigándose con los miedos que se harían reales si era alcanzada por aquella cosa repulsiva. No volvería a ver el mundo exterior, no podría moverse como querría, tendría que comer aquella porquería hasta que muriera… y quién sabe qué más. «Pero eso no será así», pensó, renovando sus fuerzas para un último impulso. Y así alcanzó una grieta que daba al exterior; el cielo estaba un poco oscuro, debía estar atardeciendo.

   El corazón se le agitaba de tal manera que hasta le dolía respirar, y no hacía falta mencionar el dolor de sus temblorosas piernas. Pero logró dar el primer paso al exterior; la lluvia que caía la recibió y el aire fresco la envolvió, dándole un hálito reconfortante. Sin embargo, no tenía tiempo para detenerse todavía, el temor seguía acechando; entonces creyó distinguir una figura que cobraba forma bajo el umbral de la caverna, y con un brinco apresurado se lanzó a correr ladera abajo. Sin prestar atención alguna al terreno saltó rocas y arbustos negándose a mirar atrás; la criatura estaba allí, a menos de una yarda de ella. Podía oírla gruñir, distinguía palabras en una lengua extraña entonadas con voz áspera y desagradable, y el ruido que hacían los pies de la bestia se mezclaba con el de sus propios pasos. Nunca había sentido tanto pánico y apuro. Corrió sin tener cuidado de lastimarse, ignorando cualquier dolor; siguió corriendo como un animal asustado hasta que oyó un fuerte sonido a sus espaldas, seguido por el de algo que se deslizaba sobre el suelo pedregoso. La sensación de terror desapareció de pronto y, en parte por cansancio, en parte resignada a no poder ir más lejos, se detuvo y se giró.
   Lo que vio allí la sorprendió; la criatura se había desplomado sin explicación alguna, yacía de cara al suelo y no se movía ni un palmo, ni siquiera parecía que pudiera respirar. «¿Estará muerta?», pensó Elennimel. Pero no era tan incauta como para acercarse a comprobarlo.     
   Prefirió quedarse donde estaba, recobrando el aliento; desde allí podía ver muy bien a aquel ser. No sintió más que repulsa y un tanto de intriga; el cuerpo de la criatura era similar al de los elvannai, salvo por su baja estatura y los anchos hombros, además de la piel gris. No tenías ropas, y en muchos puntos de su cuerpo parecía que la piel estaba agrietada, dejando ver una sustancia que a la luz brillaba como si de un denso líquido se tratase. Tenía la espalda, los brazos y las piernas abultadas, la cabeza abombada y unos cuantos mechones de pelo ralo y blanquecino como melena. Toda una grotesca y deforme imagen de lo que para lo joven era un elvannai. «¿Cómo puede existir algo así?», pensó. Se sentó sobre una roca y respiró a grandes bocanadas, sin quitarle ojo de encima al cadáver. «Como sea, he de alejarme de aquí. Se supone que esa cosa no estaba sola».

   Miró a su alrededor, no reconocía el área en el que se encontraba. Sin embargo, aún no podía moverse para avanzar, aunque no estaba dispuesta a acampar en aquel lugar. Debía encontrar un sitio sin cuevas primero; de pronto interrumpió sus pensamientos, recordó algo que para ella era importante.
   —Mis notas —murmuró, sintiendo apuro. «¿Dónde estará mi bolsa?», pensó. «Quizá se haya quedado en la caverna, pero si esta criatura se la llevó…». Guió la mirada hacia la grieta en la piedra por la que había salido, la sola idea de volver allí la estremeció.
   Lo primero que pensó fue en rendirse, en dar su libro por perdido para siempre; no tenía coraje ni fuerzas para adentrarse otra vez en aquella oscuridad; al fin y al cabo, las cosas que había apuntado también estaban en su memoria, nunca las iba a olvidar. Agachó la cabeza resignada, no del todo satisfecha con el plan. «Lo primero será recuperar energías», pensó. «Luego pensaré cómo seguir, por ahora necesito descansar».
   Suspiró. La lluvia que bañaba Oredénlor no cesaba, mas ninguna gota de agua le hablaba del tiempo que había pasado atrapada; se sentía desconcertada por ello. Alzó las dos manos juntas para beber, y no pudo evitar el desagradable recuerdo de su última bebida. La inesperada situación de cautiverio que había vivido marcaría por siempre con negrura sus pesadillas, supondría una cicatriz que nunca dejaría de recordarle lo débil que había sido. Aquel día, sentada bajo una lluvia incesante, uno de sus deseos se transformó en obsesión; una obsesión que la arrastraría en contra de muchas cosas, que haría su camino solitario: la obsesión de poder.

   La noche no supuso descanso alguno para ella, pues se mantuvo en vigilia, nerviosa y atemorizada. Ni siquiera fue capaz de levantar un refugio en condiciones, no podía encerrarse entre cuatro pequeñas paredes de piedra; por tanto, se ocultó tan bien como pudo entre rocas y arbustos, y se guareció alzando muros que no la cercaron. Cualquier criatura hubiera podido llegar hasta ella, pero la náelmar no durmió, por lo que habría estado prevenida, aunque agotada. Elennimel necesitaba la bendición del sueño, sin embargo, se forzó a ponerse en pie cuando amaneció, sin demorarse con sus pensamientos.
   Había decidido recuperar sus pertenencias, y para ello buscó primero un lugar alto desde el que observar los alrededores en busca de un paisaje familiar. La tarea le llevó horas, y aunque andar bajo la luz de Eierel la reconfortaba, el cansancio pesaba demasiado como para permitirle disfrutar de la sensación. Mas consiguió avistar un lugar que estaba en sus recuerdos, y a paso lento se dirigió hacia el suroeste, donde había unos peñascos bajo cuya sombra había caminado en algún momento. Sin embargo, estaban más lejos de lo que habría deseado, y no pudo alcanzarlos en aquella jornada con su cuerpo tan debilitado, por lo que tuvo que detenerse a descansar.
   Pasó la noche en vilo, y un poco antes del amanecer, se puso en marcha de nuevo; no quería esperar más o caería dormida. Alcanzó los peñascos unas horas después, y desde los pies de estos encontró una senda dirigida hacia el este que conducía hasta la cueva donde podría haber perdido sus cosas. Poco después se halló frente a la gris ladera, y más allá vio la grieta en la pared aguardando por ella. Se detuvo a contemplarla por unos segundos, incluso desde lejos le infundía temor y creía que vería salir de ella a alguno de aquellos seres; y titubeó.
   Debía recuperar sus anotaciones, además sería una muestra de valor para sí misma. Llevó la vista al suelo y comenzó el ascenso, respirando con dificultad; cada paso era pesado aunque no se detuvo por ello. Tardó varios minutos en alcanzar las proximidades del agujero, mas no se atrevió a ponerse frente a la entrada; se acercó por la derecha pegándose a la pared. Ya podía ver las primeras yardas de la caverna; la luz iba más allá, pero sabía que no la iluminaba por completo. Si una de aquellas bestias aguardaba en las sombras, Elennimel no podría advertir su presencia a tiempo y estaría en desventaja; además, apenas tenía fuerzas. Sin embargo, no quería aceptar ninguna otra opción, aunque tuviera que arriesgarse a caer cautiva de nuevo. Se deslizó un paso más hacia la entrada, escuchando con atención; no oyó nada extraño, mas el temor le impedía avanzar. En aquellos momentos ni siquiera sentía el cansancio, pues el terror lo nublaba.
   «Debo entrar», pensó. «Debo hacerlo con presteza, tomar mis cosas y salir. Pero si me encuentro con uno de esos, tendré que luchar. No habría otra salida», se dijo en el pensamiento, acercándose más a la cueva. Al final se decidió y cruzó el umbral, agazapada y tan rápido como le permitieron sus piernas, sin separarse de la pared. El interior de la caverna era negro, poco podía distinguir allí dentro; el silencio era acechante, y Elennimel contuvo la respiración y abrió los ojos cuanto podía. De pronto dio un salto hacia la oscuridad y corrió, abandonando todo sigilo, dejándose llevar por la premura del temor; sentía que aquellas criaturas vendrían a por ella, que las había alertado y no tardarían en llegar. Buscó apresurada en el suelo su bolsa, mirando en todos los rincones con ansiedad; no quería bajar la guardia en ningún momento. Tanteó el suelo con prisa arrastrando las manos, dio una vuelta casi completa al interior de la cueva, y al final lo encontró, abandonado en un recoveco. Entonces se sintió observada, creyó que unas manos se le venían encima y corrió tras agacharse, como si evitara un puñetazo. Salió de aquella guarida sin atreverse a mirar a sus espaldas, sin comprobar aún qué guardaba su fardo. Solo se detuvo en el exterior, ya sin aliento; creía que podría hacer frente a aquella bestia si salía, pues tenía que demostrarse a sí misma que tenía poder; mas nada asomó. Ni siquiera se oían ruidos de pasos y entonces, desconcertada, asomó la cabeza al pasadizo de piedra, y no vio nada salir de las sombras.
   «Tuvo que ser mi imaginación», pensó, sin atreverse a mencionar la palabra temor, por orgullo. Bajó la mirada y se quedó observando el suelo por unos segundos, espantada. Allí había huellas muy similares a las suyas, aunque un tanto mayores y más toscas, como si fueran de una criatura parecida pero más pesada. Pensó de inmediato en aquel ser de piel gris e imaginó que, como había creído, otros de la misma especie la habían esperado allí. Le faltó el aire por un segundo y después se echó atrás, alejándose de la amenazadora caverna.

   Cuando hubo puesto muchas yardas entre ella y la cueva, miró por fin el interior del fardo que había recuperado. Aunque por el camino ya había notado los objetos que tenía dentro, quería verlo por sí misma, y así se encontró lo que imaginaba: todas sus cosas tal y como las había dejado. Parecía que aquella criatura no se había interesado por sus pertenencias, y estaba aliviada por ello; esperaba no tener que lidiar nunca más con aquellos seres. Se echó la bolsa al hombro y miró hacia el norte lejano, aunque podía ver poco más que grandes riscos.
   «Ya no tengo asunto alguno en esta maldita montaña», pensó, entrecerrando los ojos a causa de la luz. Sabía que aquello no era cierto, pues había planeado pasar muchos días más allí para fortalecerse. Sin embargo, los últimos acontecimientos habían infundido en ella un temor y una inquietud imposibles de superar, a no ser que abandonara Oredénlor. Por tanto, no dudó en decidir su siguiente paso.  
   Caminó hacia el oeste con rapidez, aunque el cansancio volvió a invadirla pronto, con más fuerza esta vez. Comenzó a tambalearse con frecuencia, y cada vez que le sucedía debía apoyarse en las piedras que sobresalían a lo largo del camino. Andaba por un terreno irregular, deformado por grandes rocas y cortas hondonadas llenas de arbustos y brotes de plantas. Estaba agotada, muy cansada, y no podía evitar pararse a cerrar los ojos de cuando en cuando, aunque se impedía a sí misma dormir. Le costaba respirar, sentía la garganta agarrotada y los brazos y las piernas débiles, pero estaba empeñada en continuar. Aun así, y aunque soportó unas horas más de lento y pesado avance, al final no pudo resistir; cayó de rodillas junto a un peñasco ahuecado, y luego apoyó su cabeza contra la pared. Su mente trató de aferrarse a la consciencia dándose ánimos, apremiándose a avanzar, mas no sirvió de nada; sus ojos ya se habían rendido y su pensamiento los siguió.

   Tras despertar sintió que nada en ella había cambiado, aunque comenzaba a oscurecer alrededor. Así no podría seguir avanzando y se maldijo, pues para colmo ahora le dolían más las piernas por la mala posición en la que había dormido. Se sentó, apoyada en la misma pared donde había reposado. «Ojalá no hubiera despertado hasta el día siguiente», pensó. «Así habría ignorado lo que sucediera; ahora tendré que permanecer alerta durante horas».
   Y así hizo, contemplando con nerviosismo la oscuridad, aguzando cuanto podía sus sentidos para ganar toda la ventaja que pudiera alcanzar. Tras la pesada noche sin descanso llegó un amanecer en el que tendría que gastar unas energías que ya no poseía. Se puso en pie, decidida pero con torpeza, emprendiendo de nuevo la lenta marcha. Caminó por una ligera pendiente con la luz casi de frente, molestando su mirada, incomodando un paso que de por sí era complicado.
   Pasaron algunas horas en las que recorrió un terreno pedregoso que la obligó a subirse a varias piedras, a saltar de una a otra con esfuerzo y pisar el suelo con precaución. Pero al fin alcanzó el punto que tenía en mente, un precipicio de final lejano, una de las fronteras de aquella montaña con la pradera. «Apenas se ve el suelo», pensó Elennimel, mirando hacia abajo. La brisa allí era bastante más fuerte, y lamía su rostro sin cesar. «No me queda otra opción, no puedo pasar más tiempo en este lugar». 
   Se dio la vuelta y contempló el rocoso paisaje de Oredénlor, la gran punta que nunca llegó a conquistar, y que ahora parecía más lejana que nunca, inalcanzable. La resignación era lo único que le quedaba; en aquel lugar no podía descansar, y si no descansaba no podría hacerse más fuerte para sentirse segura y sobrepasar sus temores. Suspiró; miró hacia el precipicio otra vez, con los ojos medio cerrados, escudriñando el prado verde y lejano.
   —Lo haré —se dijo, apretando los puños, clavando la mirada en el suelo que tenía a sus pies.

   Entonces se agachó con lentitud, ajustando mientras tanto el fardo a uno de sus hombros para que no se desprendiera de ella. Lo que estaba a punto de hacer habría sido sencillo si tuviera fuerzas; de hecho, era algo que habría podido utilizar durante todo el trayecto hacia donde estaba ahora, pero había tenido que evitarlo por el agotamiento. Sin embargo, ahora requería fuerzas para algo más que alzar dos o tres rocas que la sostuvieran; debía hacer salir una cornisa que la llevara hasta la pradera, y su suelo estaba a varias millas de distancia. Esa era su idea, mas no estaba segura de poseer la fuerza necesaria, aunque sí sabía que debía marcharse de Oredénlor como pudiera.
   Así pues, colocó las manos sobre el suelo, sintiendo la tierra. Tardó más de lo habitual en transmitir su energía, pero poco después una roca se alzó, sirviendo de plataforma para sostenerla sobre el vacío. Se arrastró de rodillas hasta ella con nerviosismo, contemplando el abismo, tratando de ignorar su cansancio para centrarse en el control que habría de ejercer. Y así, despacio, comenzó a descender.
   Comenzó a sentirse agotada pocos metros después, pero apeló a su tenaz deseo de sobrevivir para esforzarse más allá de sus prematuros límites. Contuvo la respiración unos segundos y bajó un tramo de la pared con más velocidad, mas no tardó en verse obligada a frenar para tomar aire, aunque entonces la asaltó un fuerte dolor en el pecho; sin embargo, era tarde. Ya no podía hacer más que seguir descendiendo, debía llegar como fuera al final.
   Hubo otro largo tramo que logró soportar. No obstante, la velocidad había aumentado en contra de su voluntad. Había ocasiones en las que perdía el equilibrio, y otras en las que debía ejercer una fuerza mayor para evitar salientes de piedra, que a veces tardaba demasiado en avistar. El descenso comenzó a írsele de las manos. Como pensaba, no tenía suficientes energías; quería mirar hacia arriba pero era inútil, ya estaba demasiado lejos de allí. Debía centrarse en la pared de piedra. Debía evitar pensar en la pradera que estaba cada vez más cerca, concentrar sus fuerzas en la cornisa que la sostenía. Sin embargo, esta encogía o perdía algún pedazo a medida que avanzaba. Elennimel descendía cada vez más rápido, ensordecida por viento y piedras rasgadas, acalorada por el temor. Sus ojos comenzaron a tornarse llorosos por culpa de la brisa, mas no podía perder tiempo en cerrarlos o secárselos. Sus manos aferraban la roca con desesperación, su mente no podía ir tan rápido como quería. Ya tenía los dedos lastimados por cómo sostenía la cornisa, pero no sentía el dolor, solo pánico. Entonces un gran trozo de la plataforma se separó, quedando atrás. La náelmar ahogó un grito y logró evitar mirar cómo el pedazo desaparecía y se perdía; no podría repararlo, no podía detenerse a hacer nada. «A este paso, aunque llegue al suelo moriré», pensó, alarmada por lo rápido que iba.
   Sin embargo, no tenía muchas más fuerzas para cambiar la situación, aunque trató de buscarlas. Un saliente más se interpuso en su camino, y estuvo a punto de suponer el final del descenso. La pradera estaba ya mucho más cerca, vertiginosamente más cerca. Una sensación de debilidad se apoderó de Elennimel en aquel momento, fue un mareo que la alejó por un instante de la consciencia, un corto segundo que bastó para hacerle perder el control por completo. La piedra sobre la que descendía comenzó a agitarse de un lado a otro, muchas rocas se desprendieron de ella entonces, muy seguidas. La joven no tardó en sentir la ladera con su propio pie, deslizándose cortante debajo de ella, amenazadora, advirtiendo que no la tocara. Y no era algo que quisiera hacer, pero ya no tenía fuerzas para evitarlo. «Esto es una locura, voy a morir», pensó.

   Todo lo que sintió fue una gran pena, lástima por todo lo que dejaría atrás, arrepentimiento por no haber decidido quedarse en Oredénlor. Luego perdió todo punto de apoyo, toda capacidad de pensar. Por unos segundos solo vio fugaces imágenes del cielo, del suelo y de la montaña, como si parpadeara sin parar. Después se encontró en el aire cabeza abajo, vuelta hacia la pared a la que no se había podido aferrar. Caía, caía hacia el verde prado sin parar; logró mover la cabeza para observarlo. «¿Así voy a acabar?», pensó, clavando los ojos en el verdor.
   La sensación de penuria se agravó, lamentaría muchísimo no ver cumplidos sus sueños. Habría deseado verse con un mayor poder, con fuerza para nunca sentir miedo. Sentir… era todo lo que podía hacer, de nada le servía agitar su cuerpo. Sentía, seguía sintiendo: el aire que atravesaba, el cansancio que le dolía, la nostalgia de sus recuerdos, el arrepentimiento por algunas cosas, su ansia de tener más poder… y una lluvia inesperada. Gotas y más gotas comenzaron a caer con ella, velando el horizonte y empapando a la muchacha, sumándose al sudor y a las lágrimas que la cubrían. Cerró las manos; estaban mojadas, llenas de agua. El suelo era ya cercano, nada podía hacer, era tarde para responder a tal caída; pero llovía, no le disgustaba ver llover, sentir el agua fría y mojarse. Sentirse helada, sentir el frío, sentir el hielo; helar el agua.
   Aún podía hacerlo, aún tenía un suspiro; y sueños, deseos e ilusiones a las que pronto se les unió una esperanza. Pero quizá fuera ya tarde, demasiado próximo estaba el suelo. Se dio la vuelta entonces, prefería ver llover desde el cielo. Abrió las manos y las movió, quería compartir el frío que sentía con la lluvia, quería hacerla brillar como si fuera de cristal, congelar aquel hermoso instante para poder de él escapar. Escapar hacia sus sueños.

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