Si
alguien dijera que una vida en Gálithos podía ser perturbada, sin duda lo haría
porque no conocía la región, o porque vendría de Árthraros u otras tierras del
exterior. En Gálithos, donde los árboles eran fuertes, frondosos y miraban al
mar desde altos acantilados, nada podía hacerse oír más que el viento o el
clamor de las olas. Las hojas se convertían en navíos desde que abandonaban las
ramas, surcando el aire revuelto sin rumbo, de aquí para allá; unos encontraban
las aguas saladas, otros se arrastraban entre las raíces de los serbales, los
robles y los arbustos hasta que decidían echar el ancla.
Brigol, un muchacho de rojos cabellos, contemplaba aquellos barcos,
absorto. No tenía nada mejor que hacer y eso le preocupaba. Era semnos, el
último día de la semana y el único en el que podía olvidarse de sus quehaceres
en la taberna de Rynes. Había almorzado hacía poco y la modorra que asalta a
aquellos que han comido bien en días ociosos se apoderó de él. Miró hacia
atrás, al tronco del árbol en el que había estado apoyado, y puso las manos
sobre el manto de hierba para arrastrar las piernas hacia delante y tumbarse.
Qué mejor que dormir cuando no hay otra cosa que hacer ni ánimos para buscar
novedades.
Despertó más tarde, no supo cuándo, a pesar de que aún era de día. Parecía
que el tiempo no había pasado, lo que le disgustó. El cielo seguía siendo
claro, con algunas nubes delgadas en distintos puntos, tapando de cuando en
cuando la luz a la que llamaban Ayhal. Esta, decían, provenía de un gran espejo
sostenido por la criatura Llátaris, hija de Kaerbinta, madre de todas las
criaturas, y reflejaba la bondad de los humanos y todas las razas hermanadas.
De este modo, dejaría de brillar cuando el mal gobernase el mundo, pero su luz
era símbolo de esperanza, señal del bien que aún perduraba.
La
brisa seguía siendo tan fresca como en cualquier primavera y el cantar de las
olas invitó a Brigol a tumbarse una vez más. El muchacho aceptó la invitación,
echándose sobre un costado ahora, y he aquí que así descubrió algo que lo sobresaltó.
De pronto había, a su izquierda, una vaina de espada vacía. El joven nunca
había visto una funda semejante, pues no reconocía los grabados blancos y
dorados que decoraban la superficie negra. Sus abuelos habían sido herreros,
por lo que creía saber más de estos asuntos que la mayoría de habitantes de
Gálithos.
Desconcertado, se levantó y miró alrededor, pero solo pudo escuchar el
viento y ver el verdor de la floresta. Se acercó a la funda con pasos cautos y
la tocó con la punta de un pie como si fuera una serpiente dormida que en
cualquier momento podría despertar y morder. Nada sucedió, y poco después se
atrevió a inclinarse y tomarla con la intención de llevarla al pueblo para
mostrársela a su madre. No obstante, cuando la levantó se percató de que había
un pequeño papel debajo de ella. Dejó la vaina apoyada contra el árbol y tomó
la hoja, desdoblándola. Así pudo leer: «Esta vaina vacía apunta a la senda que aquel
que habrá de blandir la Espada tendrá que seguir. Aquí comienza el camino, mas
nadie puede saber dónde se encuentra el final».
Asombrado, Brigol miró la vaina de la espada y se esforzó por recordar
en qué dirección apuntaba. Volvió a dejarla donde la había encontrado, para
asegurarse de lo que le decía la memoria, y la recogió antes de echarse a
caminar. De pronto el corazón le latía mucho más fuerte de lo que nunca habría
esperado en un semnos tan apacible y primaveral.
Recorrió el bosquejo a paso raudo, siempre en línea recta por la
dirección que la funda había indicado. El terreno comenzó pronto a descender y
Brigol guardó cuidado para evitar pisar los montículos y las rocas tan
frecuentes como los gritos de las gaviotas. Llegó así a una pendiente desnuda y
pedregosa que bajaba a una de las muchas playas arenosas de Gálithos. El
muchacho había estado pocas veces en aquella que contemplaba ahora con sus ojos
azules, pues era estrecha y solía estar amenazada por el fuerte oleaje. Sin
embargo, el mar parecía adormecido, por lo que no temió.
La
pendiente era ancha, así que bajó trotando y, cuando sus pies hollaron la
arena, sintió con fuerza el olor del mar, además de su propia inquietud. Pero
no veía nada que le indicara por dónde seguir y la playa terminaba pocas yardas
más allá, donde era cortada por húmedas rocas negras que se alzaban hacia el
cielo. Brigol miró de un lado a otro y buscó objetos en la arena, aunque al
final se quedó observando las aguas, rascándose la cabeza. Temía haberse
desviado y resolvió regresar al lugar en el que había encontrado la vaina.
De
pronto, estaba mojado y le costaba respirar como si se hubiera sumergido en el
mar. Alzó el rostro y distinguió unas formas borrosas asomadas al acantilado,
pero también algo informe que caía sobre él: más agua. No se le ocurrió otra
cosa que cubrirse la cabeza con los brazos para evitarla, lo que no funcionó
muy bien. Fue entonces cuando escuchó con claridad la risa de otros jóvenes.
—¡Qué
idiota! —vociferó uno de ellos—. ¡Brigol el Aventurero! ¡Brigol el Espadachín!
¡Brigol el Tonto!
Hubo
tres risas más.
—¡Otro
cubo! ¿No tenéis más agua? —preguntó un muchacho.
—Tiradle esta rama —dijo una joven.
Brigol
se sintió inquieto y miró hacia arriba, asustado. No creía que aquellos vecinos
a los que conocía fuesen capaces de arrojarle una rama de árbol. Pero lo
hicieron, ya fuese por la euforia del momento o por pura maldad. Brigol sintió
ganas de llorar, forzado a dar un torpe salto para evitar el golpe de la
madera, que cayó donde él había estado y rebotó en la arena. Él también cayó de
bruces sobre ella y los demás siguieron riendo. La cuarta voz dijo:
—¡He
encontrado piedras! ¡Vamos a tirárselas!
—¡No!
—murmuró Brigol, mirando hacia arriba. Los muchachos se habían reunido
alrededor de quien había tomado esas piedras.
Brigol
no tenía por dónde escapar. Si subía la pendiente, se encontraría con ellos, y
si trataba de escalar los peñascos de más allá, se caería y se haría daño. Por
tanto, decidió meterse en el mar y nadar, nadar hasta donde fuera necesario,
lejos de allí a tierras seguras. Comenzó a dar brazadas desesperadas cuando oyó
que los gritos de los otros jóvenes se intensificaban, seguidos por el chapoteo
de las piedras que caían alrededor suyo. Temía que lo alcanzaran y sumergía la
cabeza tanto como podía, como si eso lo fuera a proteger.
Asustado, con lágrimas que batallaban en vano contra el agua salada que
mordía sus ojos, siguió nadando. Los sonidos de sus bocanadas, los incesantes pluf de las manos y piernas, de su
cabeza y las piedras, se confundían con las voces de los muchachos, formando
una terrible tormenta. Hasta que el tono de aquellos bribones cambió y no hubo
más risas. Brigol se atrevió a detenerse a escuchar cómo chillaban.
—¡Fuera de aquí, bárbaros! —gritaba una voz grave e imperiosa que Brigol
jamás había escuchado.
Luego
oyó un fogonazo junto a un destello de luz y vio las figuras de los jóvenes que
de inmediato se alejaron de allí, internándose en el bosque. Solo una persona
permanecía en lo alto del acantilado: el dueño de aquella voz grave. Un
anciano, por lo que parecía.
—¡Regresa! —le dijo a Brigol, haciéndole señas—. ¡Nada has de temer!
Aunque
quizá fuese imprudente, el muchacho se sentía tan desolado que volvió. Pronto,
el desconcierto también lo asaltó, pues cuando se arrastró fuera del agua, el
anciano ya se encontraba a escasas yardas de la orilla. En ningún momento lo
vio bajar por la pendiente, a pesar de que había sacado la cabeza en varias
ocasiones.
—¡Tal
y como decían los augurios de Nármatho! —exclamó el viejo, alzando los brazos.
Sostenía una vara de madera en la mano derecha y llevaba una larga túnica
amarillenta, unos pantalones color crema y un manto del mismo color. Cubría su
cabeza con un sombrero de ala ancha del mismo color que la túnica y el pelo le
caía debajo, largo y gris al igual que la barba. —¡El ocho de mayo del año mil
cuatrocientos veintiuno, según el cómputo de Árthraros, la vaina de Anglauril
aparecería en la costa septentrional del último hogar de los reyes y el Elegido
sería traído por el mar! —Tomó aire y miró a Brigol, que no se había levantado
aún, desconcertado—. ¡Tú, sí, tú, muchacho! ¡Toma la funda de Anglauril y
sígueme, pues nos aguarda el destino!
—¿De
qué destino me habla? No entiendo nada —balbuceó Brigol mientras intentaba
secarse los ojos, empezando a desconfiar.
—Del
que espera por ti, por supuesto —respondió el viejo, bajando los brazos—. Solo
tú podrás devolver la espada Anglauril a su pedestal y evitar así que el titán
Borgatur despierte y destruya nuestro mundo. ¡Aunque antes debemos encontrar la
espada! Fue robada por un culto malvado que solo anhela la destrucción, ¡y la
necesitamos! Yació durante años sobre la cabeza de Borgatur, que aún duerme, y
fueron muchos guerreros, reyes, reinas y hechiceros quienes trataron de
hundirla en su pedestal, mas siempre era rechazada.
—Quizá
se equivocaban de espada —dijo Brigol, causando que el viejo lo mirara con
asombro y murmurara algunas palabras ininteligibles—. Bueno, cuando una llave
no encaja en la cerradura es porque no se está usando la llave correcta.
—¡Jamás! —gritó el viejo, alzando los brazos otra vez, colérico—.
¡Muchacho, se trata de la espada de la profecía, no puede haber otra! Siempre
había yacido cerca de su hendidura, esperando a que alguien pudiera encajarla,
y ahí debería seguir. Yo sabía que era una insensatez y ¡mira! ¡La robaron, y
ahora nadie puede volver a intentar clavar la hoja en el pedestal! ¡Y eso te concierne
a ti, el Elegido!
—Pero,
¿por qué yo?
—¿No
me has escuchado? ¡La profecía, la profecía! —exclamó, estirando los brazos
como si quisiera dispararlos al cielo—. «Cuando los reyes se hayan marchado,
Borgatur aguardará cien años. Y si no regresa la sangre real, despertará y
tomará lo que le fue arrebatado. La espada es la llave que al sueño lo
mantendrá atado, mas solo si la pone a descansar la mano del pasado».
—No
comprendo qué tiene que ver conmigo —musitó Brigol—. Yo solo tengo quince años
y…
—¿Tienes padres? ¿Eres huérfano? —inquirió el viejo, bajando por fin los
brazos.
—Tengo
madre, pero no padre.
—¡Como
cabía esperarse de un elegido! —exclamó—. Sin duda tu padre descendía de los
reyes hermanos de antaño: Gwynnor y Garathir. Ambos gobernaron juntos el país
durante un año; tiempo que bastó para que Gwynnor se sintiera fatigado y
decidiera alejarse del trono. Su hermano le cedió una pequeña porción del reino
y allí gobernó al ritmo que quiso y sin ser molestado, aunque sí fue olvidado.
Esa tierra es hoy esta que pisamos: Gálithos. Sus herederos descendieron de él
en línea directa mientras los de Garathir se mezclaban con gentes de menor
linaje, hasta que su sangre se perdió con el paso de los siglos. ¿Acaso no era
tu padre parte de la nobleza?
—Nunca
supe su oficio, pero aquí no hay...
—¡Pues
he aquí la solución! ¡Y tú desciendes de él, y de Gwynnor y Garathir! Y tuyo es
el derecho de portar la espada de la que te he hablado y alejar para siempre el
peligro de Árthraros —dijo el viejo.
Brigol
bajó la cabeza. Sintió frío, pues estaba empapado, y se arrastró para alejarse
del agua y sentarse sobre arena seca. Allí trató de meditar sobre todo lo que
había escuchado, pero el viejo no le permitió pensarlo demasiado.
—¡Debemos partir con premura! —indicó, acercándose de una zancada—. El
siglo se cumplirá pronto y, si Borgatur despierta, no habrá poder capaz de
detenerlo.
—¿Tan
fuerte es? —le preguntó, mirándolo.
—¡Es
un titán! ¿Sabes cuánto mide este pequeño país de noroeste a sureste? ¡Pues
Borgatur es aún más alto!
El
muchacho hizo un esfuerzo por recordar, pero no halló la cifra exacta en su
memoria. Sin embargo, se estremeció, y quizá se habría mareado si hubiera
recordado que se trataban de más de treinta y ocho leguas.
—¡Sin
demora! —insistió el viejo—. Tengo un caballo y equipaje. No has de preocuparte
por nada.
—Pero
tengo las ropas mojadas y he de despedirme de mi madre, señor —dijo Brigol,
agarrando su camisa marrón.
El
viejo emitió un bufido y acercó a él la punta de la vara. Esta destelló,
primero con una chispa, luego con el fulgor de Ayhal. Brigol sintió calor, más
que si hubiera decidido tumbarse bajo un cielo claro de verano. Pronto sus
prendas quedaron secas.
—¿Es
usted un mago? —le preguntó al viejo, asombrado.
—Soy
mucho más, pues fui escogido para encontrarte y conducirte hacia la espada. ¡No
olvides la vaina! —le dijo a Brigol, tendiéndole el objeto—. Y no la pierdas,
aunque es más importante la espada. ¡Sígueme!
Echó a
andar a grandes zancadas hacia la pendiente de piedra y Brigol lo siguió
corriendo, segundos después. Subió detrás del viejo, jadeando, y entonces se
detuvo al percibir un fuerte olor a quemado. Miró alrededor y se percató de que
las hierbas estaban chamuscadas. Entonces recordó a los muchachos que se habían
burlado de él y que lo habían atacado.
—¡Oh,
no! ¿Los quemó usted? —le preguntó al viejo. Este se detuvo a mirarlo.
—No,
no. Solo fue una advertencia. Odio a los jovenzuelos, pero no me convendría
incinerarlos —respondió, y luego carraspeó—. Pero bueno, tú serás una
excepción, claro. ¿Cómo te llamas?
—Me
llamo Brigol, ¿y cuál es su nombre?
—Soy
Gorbalicus. Los elfos me llaman Amardton y los orcos Trugamur. También se me
conoce como «El Vagabundo Pardo», ¡pero
no me llames así! «Fuego Raudo» sería
más apropiado, aunque eso no importa ahora. No necesitas saber más. —Le dio la
espalda—. Allí está mi corcel. Podrá llevarnos a los dos, hasta que hallemos
otro en el camino. ¡Deprisa!
El
joven Brigol lo siguió, dubitativo al principio. Pero lo encandilaba la idea de
tan gran aventura y tan magnífico destino, por lo que decidió no pensarlo más.
Aquella vaina extraña que aferraba en la mano derecha, la aparición del viejo
mago y la profecía; todo parecía indicar que un largo viaje en el que hallaría
cosas aún más asombrosas aguardaba por él. Pronto se vio a sí mismo subido en
el caballo, detrás de Gorbalicus, desde donde observó los paisajes de su hogar
pasar y se imaginó como un gran guerrero, luchando contra monstruos mientras su
capa ondeaba al viento. Nadie volvería a reírse de él.
No muy
lejos de allí, en Rynes, su aldea, había una mujer preocupada. Se trataba de la
madre de Brigol, pescadora que vendía lo que tomaba del mar en el mercado ahora
vacío. Había salido a pasear y se encontró con un vecino, al que ya no
escuchaba pues tenía la mirada perdida en el horizonte, sintiendo un mal
presagio. Algo se agitaba en su interior.
—¡Eh,
Rithian! ¿Sucede algo? ¿Va a llover? —preguntó el hombre, mirando en la misma
dirección. Pero allá no había demasiadas nubes.
—No,
no es nada, discúlpame. Entonces, ¿cuántos pescados querrías llevarte mañana?
Serán todos frescos, como de costumbre.
Siguieron hablando y aquel presentimiento quedó olvidado; por un
instante. Fueran ciertos o no el supuesto destino de su hijo y la profecía,
nada había más verdadero que el cariño que le tenía. En cuanto supiera que
había desaparecido en compañía de un viejo extravagante, reaccionaría como
cualquier madre haría.
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