El bosque de Nidhnal era más extenso de lo que
Elennimel había imaginado. Tardó casi una semana en atravesarlo corriendo,
siempre mirando atrás, siempre temiendo, siempre imaginando que los padres de
Naroltiel aparecían tras los árboles y le preguntaban por su preciada hija. No
había sido su intención matar a la pequeña, no sabía que sus actos tendrían tan
grave efecto; mas ya no podía hacer nada, había decidido no volver atrás, no
regresar allá donde dejaba a su familia, a sus amigos y sus recuerdos; de todas
maneras, aquel no era lugar para alcanzar su cometido. Sabía que tarde o
temprano tendría que partir, que dejar de lado todo lo que poseía si pretendía
hacer realidad su ideal, si tenía la intención de cambiar el mundo entero. No
lo conseguiría quedándose en un pueblo.
Apenas se detuvo
mientras recorría Nidhnal, siempre corriendo; no le dedicaba mucho tiempo a
descansar y abastecerse. Por ello, cuando al fin dejó atrás el bosque se sentía
agotada, el peso de las penas y el cansancio que cargaba era mucho, y el no
saber dónde ir la desesperanzaba. Sin embargo, una gigantesca montaña que se
alzaba al norte atrajo de inmediato su atención, poseía una altura abrumadora y
gran parte de su figura estaba nevada; sin lugar a dudas aquella sería su
primera parada. Pero antes necesitaba recuperar el aliento; se sentó apoyando
la espalda contra uno de los últimos árboles de la linde de Nidhnal y respiró
con profundidad, mirando al cielo.
—Ya es tarde para
tratar de alcanzar esa montaña —murmuró—. Oredénlor, si mal no recuerdo. Bueno,
al menos veré lugares en los que nunca he estado. —Después de aquellas
palabras, suspiró.
Pero la
culpabilidad por lo que había hecho era pesada, y muy aguda; no le sería fácil ignorarla,
y mucho menos en momentos en los que solo podía pensar. Sin embargo, era lo que
menos deseaba en aquel instante, pues hasta la voz de su pensamiento estaba
agotada. Se tumbó allí mismo, donde por fortuna la hierba era muy blanda. No
quiso crear un refugio para resguardarse, lo que era más, se rehusaba a
hacerlo. Sentía que no soportaría la oscuridad de su interior, donde las
sombras pintarían en su mente el cuerpo de Naroltiel, tumbada sin vida allí a
sus pies. Jamás podría recuperar aquella costumbre por muy segura que fuera; si
algo le tenía que suceder mientras dormía, que sucediera, así pagaría sus
males.
Mas aún no le había
llegado la hora, la luz del nuevo día se lo anunció. Todo estaba radiante
alrededor, como si al cielo, a los árboles, al suelo y al horizonte no le
importaran las preocupaciones de una pequeña criatura como ella; y no podía ser
de otra manera, pensó. «Pero pronto será así, pronto habrá de moverse todo Eïle
por mí», se dijo en su mente.
Contempló la
lejanía en silencio durante unos minutos, luego llevó la mirada a Oredénlor,
que parecía aguardar por ella, y se encaminó presta hacia la montaña tras
recoger su fardo y ponerse en pie.
Logró cubrir la
distancia que la separaba de las estribaciones de la solitaria montaña en aquel
día, después de atravesar un campo verde plagado de grandes árboles que se
alzaban aquí y allá, a veces acompañados por arbustos, a veces en soledad.
También había algunas lomas y rocas desnudas sobre las que en ocasiones había
algún pequeño reptil descansando, que huía en cuanto sentía la presencia de
Elennimel, quien por fortuna no necesitaba perseguirlos. Todavía le quedaban
algunas pequeñas frutas para comer, y así mantuvo las fuerzas hasta que se
halló ante los amplios pies de la magnífica Oredénlor. Desde allí no alcanzaba
la cumbre con sus ojos, una neblina se lo impedía; tampoco podía divisar el
final de la montaña en el este o el oeste, las múltiples estribaciones que
partían de ella no se lo permitían.
Comenzó el ascenso
por la ladera que se alzaba frente a sus ojos, cuya pendiente no era muy
pronunciada; desde lejos había visto que Oredénlor poseía varios «dientes»,
salientes enormes de piedra que rodeaban el cuerpo montañoso como una corona y
transformaban por completo su figura. Elennimel tenía la esperanza de obtener
refugio detrás de alguna de aquellas rocas, o quizá encontrar alguna cueva,
pero era muy consciente de que podría perderse por el camino y quedar a la
intemperie. El área que abarcaba Oredénlor era de unas cuarenta y seis millas
de norte a sur, y casi el doble de este a oeste; en un lugar de tales
magnitudes era sencillo perder la orientación.
La náelmar
prosiguió su camino mientras allá, muy lejos en el oeste y más allá de las
tierras más vírgenes de Sériador, la luz de Eierel se apagaba. No había
avanzado demasiado y el suelo aún era terroso, temía no hallar refugio antes de
que le alcanzara la noche. Se apresuró cuanto pudo tratando de ignorar el
cansancio de sus piernas, una gran roca la obligó a desviarse hacia su
izquierda y luego, un rato más tarde, tuvo que ascender hacia la derecha pues
un desfiladero le impidió continuar. Al final la oscuridad trajo a la noche y a
las estrellas, e incluso bajo ellas siguió, decidida a encontrar un lugar
seguro donde descansar.
Pero no pudo
lograrlo, las sombras eran ya demasiado negras para ver a través de ellas. Lo
mejor que halló fue una roca en la que pudo apoyar la espalda, al menos se
podía recostar contra su fachada y no resbalaría ni se despeñaría ladera abajo.
«No puedo pedir
nada mejor», pensó. «Estoy tan agotada que no me importa que solo sea esto, al
menos puedo tratar de dormir aquí». Y en verdad se durmió al poco tiempo.
En la jornada
siguiente despertó dolorida por el incómodo lugar en el que había descansado, y
poco después de ponerse en pie, comenzó a llover. No era una mala fortuna pues
el agua le escaseaba y así pudo beber, y llenó otro recipiente que cargaba
(había arrojado el que contuvo el agua que había usado con Naroltiel). Pero pronto
las cosas comenzaron a torcerse, pues la lluvia no cesó durante horas y la
tierra empezó a tornarse barro, dificultándole aún más avanzar.
Siguió ascendiendo
ahora con paso lento, la desesperanza era carga pesada, y no la aligeraban ni
el desconcierto ni la pena por lo acontecido días atrás. Pero al final, después
de algunas horas más de camino que se marcharon con lentitud, puso pie sobre la
piedra, y sus ánimos se encendieron un poco al pensar que así pronto hallaría
refugio. Sin embargo, aún le llevó más horas encontrar un buen sitio; siempre
subiendo, logró hacerse camino hasta uno de aquellos dientes de piedra que
había observado, aunque de cerca no le pareció tan buen lugar. Anduvo por
sinuosas laderas sorteando tantos peñascos como podía, aunque los tuviera que
escalar; a veces se dirigía hacia el este, mas la mayor parte del tiempo lo
hacía al oeste. Atrás quedaba una pradera a millas de distancia; se había
adentrado tanto en la montaña, que no podía ver lo que había a los pies de
esta. En cambio, era capaz de divisar lo que había en la lejanía: el bosque de
Nidhnal en toda su extensión, y más allá la neblina de un hilo plateado, el río
Esvinend quizá, y aún más lejos su aldea, el hogar que no quería nombrar, pues
nunca regresaría.
Tomó aliento para
abandonar aquel pequeño reposo, junto a las cosas que le había hecho pensar.
Siguió caminando sobre las piedras desnudas, recorriendo una senda natural que
conducía hacia el oeste a la vera de una pared vertical. Tras una pendiente
pronunciada y un giro que la llevó a una estrecha cañada, advirtió que delante
de ella se perfilaba una sombra en la fachada rocosa; se acercó rápidamente
para comprobar si era una brecha, y eso fue lo que encontró: una apertura en la
piedra.
Entró con cautela
en aquel lugar y avanzó varios pasos, no era una cueva demasiado profunda, por
lo que la luz iluminaba la mayor parte del espacio; al menos estaba
deshabitada. Había rincones oscuros que parecían apropiados para descansar, y
en las fachadas de la caverna había algunos salientes que parecían pequeñas
cornisas, y oquedades sin demasiada profundidad. A Elennimel le pareció un
lugar apropiado para resguardarse, aunque no fuera más que rocas y tierra.
«Aún tengo que
poner en orden mis ideas», pensó. «Debo planear qué hacer a continuación, y
olvidar… o hallar una razón para hacerlo. Al menos ya tengo un lugar donde
reposar».
Para otros náelmar
habría sido sencillo abrir una guarida en la montaña con su energía, pero
Elennimel no poseía tal destreza, no aún. Otro habría podido formar su propio
túnel en la roca y adentrarse en él sin dificultad; mas la habilidad de la
muchacha no era suficiente para sostener unas paredes tan pesadas e impedir que
cayeran; la capacidad de deformar la naturaleza no estaba en manos de cualquier
elvannai. Por este y otros motivos, uno de sus propósitos era aumentar su
poder, tener la energía necesaria para no solo crear, sino para deshacer lo que
las Atalven ya habían hecho. Era necesario también para su principal cometido,
necesitaría ese poder para que nadie desoyera sus mandatos y para que nada se
interpusiera en su camino; así pensaba, pero tenía la convicción de que su
sueño no sería rechazado por Eïle, y no tendría que doblegar a nadie. Por
supuesto que no, todos los elvannai descubrirían con alegría el camino que ella
les ofrecería, y caminarían por él hacia el esplendor.
Aunque no había
esplendor alguno en el interior de aquel agujero, desprovisto de las
comodidades de cualquier casa, perdido en una montaña sin vecindad. Por el
momento le sirvió para tumbarse en tranquilidad, al menos techo sí tendría, y
como puerta podría levantar un pequeño muro sin dificultad. Aún no sabía qué
clase de animales habitaban Oredénlor, si es que había alguno, ya que solo
había encontrado arbustos; no obstante, sellaría la entrada en las noches para
estar más segura, ya descubriría las bestias de aquel paraje cuando saliera a
cazar. Le esperaban días que transformarían su vida, pues pasaría de ser una
aldeana a una especie de ermitaña, a pesar de que habitar en la naturaleza no
fuera obra de su voluntad; el techo de madera de su casa sería ahora de piedra,
las mantas de tela sus ropajes y la oscuridad, su comida no sería carne recién
hecha, sino lo que pudiera matar.
«Será como una muy
larga expedición», pensó. «Tanto que todavía no sé cuándo tendrá su final, pues
aún no estoy preparada para dar el siguiente paso». Cerró los puños con fuerza.
«Necesito más poder, más fuerza…».
En su pensamiento
no cabía otro modo de avanzar. Más poder, era lo que ahora deseaba; aunque así
tuviera que abandonar por un tiempo su investigación. Pero nunca olvidaría su
objetivo real, pues todo lo que haría sería para alcanzarlo; y lo que era más,
la muerte de Naroltiel y abandonar Lómvirud habían sido solo dos de los
primeros pasos de una senda llena de obstáculos, de sacrificios y decisiones
difíciles, de vidas que cambiarían a su paso.
Dedicó el resto del
día a descansar, y en el siguiente se puso en marcha, aún había mucha montaña
por explorar. Tardó unas cuantas jornadas en familiarizarse con los
alrededores, y más de las que habría deseado en dar caza a su primera presa. Y
solo cuando tuvo el cuerpo sin vida de un kaneltí (criatura semejante a los
kalthvir, pero poseedora de un solo cuerno en la frente estrecha y dos
extendiéndose desde cada lado de la mandíbula. Más pequeño, ancho y de piel más
oscura, era similar a nuestras cabras, aunque más salvaje) delgado en su cueva,
frente a ella, pensó: «Ojalá pudiera crear fuego con mis propias manos. Si
alcanzo a dominar los elementos de los erïlnet, tendré que ir después a por
ellos: los de los udhaulu». Luego se imaginó recorriendo hostiles tierras
grises de las que muy poco había escuchado. Sin embargo, no permitió que su
fantasía perdurara demasiado, su primera meta no era esa.
Tomó el fardo que
había cargado desde su pueblo y buscó en él un libro importante que aún tenía
la mayoría de páginas en blanco; ahí anotaba sus pensamientos. Sobre todo,
escribía acerca de los pasos a seguir para alcanzar el sueño de un mundo mejor,
más poderoso; allí tenía ideas de hacía casi diez años, algunas tachadas por su
imposibilidad, comprobada con el tiempo, otras repetidas en páginas más
recientes, con anotaciones añadidas. Pero aún había muchas hojas vacías, y
tenía algo más que anotar, algo clave: su último descubrimiento, el que había
torcido por completo su camino. Sacó también una pluma y un pequeño tarro con
tinta de pétalos para escribir, y abrió su libro.
«Hoy es el día número dieciocho del
mismo evelfil en el que abandoné mi casa. A pesar de las dificultades del
camino y del apremio por alejarme de Lómvirud, no he dejado de pensar en lo que
descubrí aquella noche. En verdad estoy entusiasmada, un poco preocupada por
los medios que habré de utilizar; pero al menos sé que de algún modo puedo
conseguirlo. Un cuerpo puede albergar hasta seis cauces de energía sin sufrir
cambio alguno, ni en su interior ni en su exterior. Esto quiere decir que
cualquier náelmar puede obtener el control sobre otras que no son sus energías
si asimila estos caudales. Cómo es la cuestión, pero creo saber qué hacer, o al
menos conozco a quienes podrían hacerlo. Los elementales, ellos son la clave.
Pueden absorber la energía de cualquier elvannai tras derrotarlo. Debe haber
algo especial en esas criaturas que les permite hacerlo, y eso es lo que debo
averiguar e imitar cuando lo descubra. Luego habré de viajar a Enaetelne,
tierra de erïlnet, y hallar elementales de aire y luz. Entonces podría absorber
la energía de esos elvannai y alcanzar un poder superior. Nada me detendría
entonces, y también podría obtener con facilidad la oscuridad y el fuego. Sería
maravilloso, el comienzo de mi sueño.
Pero antes debo conseguir suficiente
poder para derrotar a un elemental. Está claro que aún no lo tengo, al igual
que carezco del conocimiento para asimilar su habilidad. Seguramente la clave
esté en el agua, no se me ocurre método alguno utilizando la tierra. Cuando
abandone esta montaña lo descubriré, creo que hay una ciudad al este, según vi en
un mapa una vez. Aunque eso será dentro de mucho tiempo, debo primero obtener
toda la fuerza que Oredénlor me pueda ofrecer. Me llevará meses, pero será la
última vez que me detenga para un entrenamiento. No quiero esperar más para
hacer realidad mi sueño, ahora que tengo el sendero esclarecido».
Estas fueron las
últimas líneas que escribió durante aquel día; fuera, la luz aún resplandecía
sobre las rocas, y Elennimel no desperdició un instante más allí sentada. Salió
y comenzó a practicar formas con la tierra, quería alcanzar un gran poder lo
antes posible, ninguna otra cosa le importaba más.
Así, los días
comenzaron a pasar, semejantes a sus primeras jornadas. Dedicó mucho tiempo a
explorar los alrededores, y aún más a recolectar plantas y atrapar bestias que
le sirvieran de provisiones. Sin embargo, su principal ocupación era comprender
mejor su entorno y a la tierra y el agua, los dos elementos que abundaban en la
montaña. De esta manera se fortalecía cada semana, y las dificultades de Oredénlor
mejoraban cada noche su cuerpo tras un sueño reparador.
Vivir en la montaña
no era sencillo, mas la náelmar se sentía complacida con sus progresos, y ya
casi había olvidado hasta las comodidades de un hogar normal. Había descubierto
muchos lugares ocultos entre las rocas, en hondonadas o tras empinadas paredes,
bajo salientes que daban a precipicios sin fin aparente, incluso en lo más alto
de aquella parte de Oredénlor. Había encontrado también un sendero para llegar a
la cumbre más alta, aquella que descubrió aún cubierta de blanco. Era un camino
muy largo, pero habría de recorrerlo tarde o temprano, y hallar un nuevo
refugio en la misma expedición.
Tras el paso de la
época de hórledi, decidió recorrer aquella senda y tratar de encontrar un nuevo
hogar. Los meses de más calor habían sido muy duros para ella, aunque nunca le
faltó la sombra de su caverna, ni el agua de los manantiales. Ir a un lugar
nuevo era, sin embargo, arriesgado, pues ignoraba qué podría hallar. Se sentía
bastante segura con sus habilidades; cazar kaneltí ya era una tarea sencilla
para ella, y apenas se agotaba cuando se movía entre las rocas o ladera arriba.
La piel de sus manos se había curtido con el tacto de las piedras, su cuerpo se
había hecho más resistente tras algunos golpes y caídas; pero sus ropajes
estaban desgastados, y allá en la montaña no tenía manera de cambiarlos o
repararlos, por lo que siempre tenía cuidado.
Eso no le
preocupaba mientras caminaba ahora, dirigiéndose con su fardo al sendero que la
conduciría al centro de Oredénlor. Fue un trayecto tortuoso, lleno de
pendientes y de laderas que tuvo que escalar con sus manos, de precipicios que
no la amedrentaron pese a su altura bajo el cielo claro. Muchas fueron las
veces en las que tuvo que detenerse a descansar, y no pocas fueron las horas
que tardó en divisar un posible nuevo hogar: la estrecha entrada a una caverna.
La cruzó, y tras
caminar un buen trecho bajo la sombra del túnel que siguió dio con una estancia
bastante extensa, y entonces, de súbito, la invadió una incierta inquietud.
«¿Qué es esto?», pensó, alerta y sin atreverse a hablar.
Estaba casi a
ciegas y dependía de sus otros sentidos, pero nada notó. Pasó las manos por
todas las paredes en busca de aperturas, aunque no dio más que con huecos
pequeños y vacíos, con piedras sueltas y nada más. La caverna no daba a ningún
otro lugar, a pesar de que era bastante más amplia que su anterior hogar.
Elennimel se tranquilizó pocos segundos después. «No es mal sitio después de
todo», pensó. «Espero poder encontrar provisiones cerca. Mañana saldré a
explorar».
Entonces dejó su
fardo en el suelo y caminó hasta el umbral de la cueva. Allí se sentó a otear
las cercanías, y vio que todo alrededor eran pendientes que descendían. Pero
también vio que a izquierda y derecha había grandes peñascos que sobresalían
del terreno, quizá detrás habría algo de pasto o algún manantial, no le
resultaría muy difícil alcanzar aquellos lugares para inspeccionarlos.
Sin embargo, en la
jornada actual no se movió del sitio, ya era tarde y poco faltaba para el
atardecer. Con una pequeña hoguera (quemando hierbas secas que había llevado
consigo) dio algo de luz al interior de la cueva, confirmando que no había nada
más. El fuego iluminaba el ancho de la caverna salvo algunos recovecos en las
paredes y en el techo, pero las llamas no eran gran cosa, Elennimel no quería
desperdiciar sus recursos sin saber qué encontraría en el día siguiente. Más
tarde selló la entrada con un muro que alzó, y aunque tardó en dejarse llevar
por el sueño, distraída por sus propios pensamientos, pronto todo oscureció a
su alrededor.
Al día siguiente,
las sombras de la caverna no le dejaron distinguir nada. Pensó que quizá aún no
se había elevado Eierel, pues la luz del día iluminaba por lo menos el pasaje
de entrada. Decidió seguir descansando, y al tratar de girarse hacia un lado se
dio cuenta de que algo se lo impedía: estaba atada. Intentó separar los brazos
de su cuerpo y no lo consiguió, sus piernas también estaban amarradas y además
las sentía debilitadas, y el desconcierto la invadió. Miró a un lado y a otro,
alarmada, pero por mucho que abría los ojos no podía ver, todo era tan oscuro
como el fondo de una cueva en las más tardías horas de la noche. Se arrastró
como pudo en la pétrea superficie donde yacía y sintió que no era la misma
donde, horas atrás, se había tumbado. Entonces oyó un ruido ligero, algo que
rozaba el suelo cerca de donde estaba; casi al instante sintió presión en su
cuerpo, algo que la tomaba por las cuerdas que la sujetaban y la alzaba en
vilo. Elennimel se sacudió.
—¡Maldita sea,
miserable criatura! —gritó. En su mente no podía dibujar qué clase de ser la
había atrapado, mas no tenía intenciones de dejarse derrotar por ningún animal.
Sus violentas
sacudidas la llevaron al suelo y no dudó en aprovechar la oportunidad. Giró
sobre sí misma hasta poder tocar la piedra con las manos, y a pesar de que no
veía a su enemiga, imaginó un círculo de picos elevándose con fuerza a su
alrededor, y la tierra respondió al llamado de su energía creando aquellas
formas. Se oyó el ruido de unas rocas que se alzaban, Elennimel las sintió; y
no escuchó nada más, ningún impacto ni quejido, ningún sonido de nada cayendo.
Desconcertada, se arrastró con la intención de volver a palpar el suelo y
liberarse de sus ataduras, pero pronto algo la separó de él.
—¡¿Qué?! —exclamó,
mientras sentía que algo la alzaba otra vez, y la llevaba hacia algún lugar—.
¡Suéltame, déjame ir! —De pronto se sintió estrechada contra algún cuerpo, que
otra garra la sostenía; mas no poseía largas uñas, ni pelos o algo común en un
animal; por el contrario, notó el roce de una fría y áspera piel, y distinguió
unos dedos similares a los de los elvannai—. ¿Quién eres tú? —se aventuró a
preguntar—. No eres ninguna bestia, ¡¿quién eres?! —No hubo respuesta alguna,
aunque pudo distinguir, o eso creyó, una respiración.
Volvió a sacudirse
con las fuerzas que le quedaban, mas no sirvió de nada pues estaba muy bien
sujeta. Lo que fuera que la tenía la llevaba a algún lugar, en el interior de
la montaña. El desconcierto comenzó a deformarse en un espanto que desbordó sus
pensamientos; no podría salir, moriría allí mismo o quedaría por siempre
encerrada, y nunca vería cumplido su sueño, terminaría siendo simple alimento
de una extraña criatura. Se desesperó, aquello no era lo que deseaba y se
maldecía por no haber conseguido más fuerza; quizá si tuviera más poder no
habría llegado a tal situación. Su mente dejó de racionar con buen juicio,
estar a ciegas y no saber dónde se encontraba la hacía sentir horror. Comenzó a
revolverse con insistencia, pero en vano, a dar cabezazos al aire y a escupir
todo tipo de maldiciones, a preguntarle al aire una y otra vez qué ocurría, a
gritar «no». De pronto, su voz no fue la única que sonó.
—Tú has in… tú… has
entrado en nuestra casa. No eres… no, en la montaña —se oyó, con lentitud en
cada palabra.
Elennimel detuvo su
frenesí y calló por completo. Un frío inquietante invadió su cuerpo desde los
pies a la cabeza en cuanto la voz calló, una voz susurrante y alejada del
acento que cualquier náelmar o erïlnet pudiera utilizar. ¿Sería udhaulu quizá?
No los conocía, podía ser. Pero el temor era demasiado tenebroso como para
pensar en algo conocido, aunque solo fuera de oídas. No, aquello no era
udhaulu, erïlnet o náelmar siquiera; era una criatura desconocida en las
oscuras entrañas de una montaña, con pretensiones que Elennimel no podía
imaginar, con un negro papel en su camino que amenazaba con ponerle un pronto
final.
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