Animated Turtle

Libro del caos, primera parte - 2. El gran Oredénlor




   El bosque de Nidhnal era más extenso de lo que Elennimel había imaginado. Tardó casi una semana en atravesarlo corriendo, siempre mirando atrás, siempre temiendo, siempre imaginando que los padres de Naroltiel aparecían tras los árboles y le preguntaban por su preciada hija. No había sido su intención matar a la pequeña, no sabía que sus actos tendrían tan grave efecto; mas ya no podía hacer nada, había decidido no volver atrás, no regresar allá donde dejaba a su familia, a sus amigos y sus recuerdos; de todas maneras, aquel no era lugar para alcanzar su cometido. Sabía que tarde o temprano tendría que partir, que dejar de lado todo lo que poseía si pretendía hacer realidad su ideal, si tenía la intención de cambiar el mundo entero. No lo conseguiría quedándose en un pueblo.
   Apenas se detuvo mientras recorría Nidhnal, siempre corriendo; no le dedicaba mucho tiempo a descansar y abastecerse. Por ello, cuando al fin dejó atrás el bosque se sentía agotada, el peso de las penas y el cansancio que cargaba era mucho, y el no saber dónde ir la desesperanzaba. Sin embargo, una gigantesca montaña que se alzaba al norte atrajo de inmediato su atención, poseía una altura abrumadora y gran parte de su figura estaba nevada; sin lugar a dudas aquella sería su primera parada. Pero antes necesitaba recuperar el aliento; se sentó apoyando la espalda contra uno de los últimos árboles de la linde de Nidhnal y respiró con profundidad, mirando al cielo.
   —Ya es tarde para tratar de alcanzar esa montaña —murmuró—. Oredénlor, si mal no recuerdo. Bueno, al menos veré lugares en los que nunca he estado. —Después de aquellas palabras, suspiró. 
   Pero la culpabilidad por lo que había hecho era pesada, y muy aguda; no le sería fácil ignorarla, y mucho menos en momentos en los que solo podía pensar. Sin embargo, era lo que menos deseaba en aquel instante, pues hasta la voz de su pensamiento estaba agotada. Se tumbó allí mismo, donde por fortuna la hierba era muy blanda. No quiso crear un refugio para resguardarse, lo que era más, se rehusaba a hacerlo. Sentía que no soportaría la oscuridad de su interior, donde las sombras pintarían en su mente el cuerpo de Naroltiel, tumbada sin vida allí a sus pies. Jamás podría recuperar aquella costumbre por muy segura que fuera; si algo le tenía que suceder mientras dormía, que sucediera, así pagaría sus males.  
 
   Mas aún no le había llegado la hora, la luz del nuevo día se lo anunció. Todo estaba radiante alrededor, como si al cielo, a los árboles, al suelo y al horizonte no le importaran las preocupaciones de una pequeña criatura como ella; y no podía ser de otra manera, pensó. «Pero pronto será así, pronto habrá de moverse todo Eïle por mí», se dijo en su mente.
   Contempló la lejanía en silencio durante unos minutos, luego llevó la mirada a Oredénlor, que parecía aguardar por ella, y se encaminó presta hacia la montaña tras recoger su fardo y ponerse en pie.  
   Logró cubrir la distancia que la separaba de las estribaciones de la solitaria montaña en aquel día, después de atravesar un campo verde plagado de grandes árboles que se alzaban aquí y allá, a veces acompañados por arbustos, a veces en soledad. También había algunas lomas y rocas desnudas sobre las que en ocasiones había algún pequeño reptil descansando, que huía en cuanto sentía la presencia de Elennimel, quien por fortuna no necesitaba perseguirlos. Todavía le quedaban algunas pequeñas frutas para comer, y así mantuvo las fuerzas hasta que se halló ante los amplios pies de la magnífica Oredénlor. Desde allí no alcanzaba la cumbre con sus ojos, una neblina se lo impedía; tampoco podía divisar el final de la montaña en el este o el oeste, las múltiples estribaciones que partían de ella no se lo permitían.
   Comenzó el ascenso por la ladera que se alzaba frente a sus ojos, cuya pendiente no era muy pronunciada; desde lejos había visto que Oredénlor poseía varios «dientes», salientes enormes de piedra que rodeaban el cuerpo montañoso como una corona y transformaban por completo su figura. Elennimel tenía la esperanza de obtener refugio detrás de alguna de aquellas rocas, o quizá encontrar alguna cueva, pero era muy consciente de que podría perderse por el camino y quedar a la intemperie. El área que abarcaba Oredénlor era de unas cuarenta y seis millas de norte a sur, y casi el doble de este a oeste; en un lugar de tales magnitudes era sencillo perder la orientación.
   La náelmar prosiguió su camino mientras allá, muy lejos en el oeste y más allá de las tierras más vírgenes de Sériador, la luz de Eierel se apagaba. No había avanzado demasiado y el suelo aún era terroso, temía no hallar refugio antes de que le alcanzara la noche. Se apresuró cuanto pudo tratando de ignorar el cansancio de sus piernas, una gran roca la obligó a desviarse hacia su izquierda y luego, un rato más tarde, tuvo que ascender hacia la derecha pues un desfiladero le impidió continuar. Al final la oscuridad trajo a la noche y a las estrellas, e incluso bajo ellas siguió, decidida a encontrar un lugar seguro donde descansar. 
   Pero no pudo lograrlo, las sombras eran ya demasiado negras para ver a través de ellas. Lo mejor que halló fue una roca en la que pudo apoyar la espalda, al menos se podía recostar contra su fachada y no resbalaría ni se despeñaría ladera abajo.
   «No puedo pedir nada mejor», pensó. «Estoy tan agotada que no me importa que solo sea esto, al menos puedo tratar de dormir aquí». Y en verdad se durmió al poco tiempo.

   En la jornada siguiente despertó dolorida por el incómodo lugar en el que había descansado, y poco después de ponerse en pie, comenzó a llover. No era una mala fortuna pues el agua le escaseaba y así pudo beber, y llenó otro recipiente que cargaba (había arrojado el que contuvo el agua que había usado con Naroltiel). Pero pronto las cosas comenzaron a torcerse, pues la lluvia no cesó durante horas y la tierra empezó a tornarse barro, dificultándole aún más avanzar. 
   Siguió ascendiendo ahora con paso lento, la desesperanza era carga pesada, y no la aligeraban ni el desconcierto ni la pena por lo acontecido días atrás. Pero al final, después de algunas horas más de camino que se marcharon con lentitud, puso pie sobre la piedra, y sus ánimos se encendieron un poco al pensar que así pronto hallaría refugio. Sin embargo, aún le llevó más horas encontrar un buen sitio; siempre subiendo, logró hacerse camino hasta uno de aquellos dientes de piedra que había observado, aunque de cerca no le pareció tan buen lugar. Anduvo por sinuosas laderas sorteando tantos peñascos como podía, aunque los tuviera que escalar; a veces se dirigía hacia el este, mas la mayor parte del tiempo lo hacía al oeste. Atrás quedaba una pradera a millas de distancia; se había adentrado tanto en la montaña, que no podía ver lo que había a los pies de esta. En cambio, era capaz de divisar lo que había en la lejanía: el bosque de Nidhnal en toda su extensión, y más allá la neblina de un hilo plateado, el río Esvinend quizá, y aún más lejos su aldea, el hogar que no quería nombrar, pues nunca regresaría.

   Tomó aliento para abandonar aquel pequeño reposo, junto a las cosas que le había hecho pensar. Siguió caminando sobre las piedras desnudas, recorriendo una senda natural que conducía hacia el oeste a la vera de una pared vertical. Tras una pendiente pronunciada y un giro que la llevó a una estrecha cañada, advirtió que delante de ella se perfilaba una sombra en la fachada rocosa; se acercó rápidamente para comprobar si era una brecha, y eso fue lo que encontró: una apertura en la piedra.
   Entró con cautela en aquel lugar y avanzó varios pasos, no era una cueva demasiado profunda, por lo que la luz iluminaba la mayor parte del espacio; al menos estaba deshabitada. Había rincones oscuros que parecían apropiados para descansar, y en las fachadas de la caverna había algunos salientes que parecían pequeñas cornisas, y oquedades sin demasiada profundidad. A Elennimel le pareció un lugar apropiado para resguardarse, aunque no fuera más que rocas y tierra.
   «Aún tengo que poner en orden mis ideas», pensó. «Debo planear qué hacer a continuación, y olvidar… o hallar una razón para hacerlo. Al menos ya tengo un lugar donde reposar».
   Para otros náelmar habría sido sencillo abrir una guarida en la montaña con su energía, pero Elennimel no poseía tal destreza, no aún. Otro habría podido formar su propio túnel en la roca y adentrarse en él sin dificultad; mas la habilidad de la muchacha no era suficiente para sostener unas paredes tan pesadas e impedir que cayeran; la capacidad de deformar la naturaleza no estaba en manos de cualquier elvannai. Por este y otros motivos, uno de sus propósitos era aumentar su poder, tener la energía necesaria para no solo crear, sino para deshacer lo que las Atalven ya habían hecho. Era necesario también para su principal cometido, necesitaría ese poder para que nadie desoyera sus mandatos y para que nada se interpusiera en su camino; así pensaba, pero tenía la convicción de que su sueño no sería rechazado por Eïle, y no tendría que doblegar a nadie. Por supuesto que no, todos los elvannai descubrirían con alegría el camino que ella les ofrecería, y caminarían por él hacia el esplendor.
   Aunque no había esplendor alguno en el interior de aquel agujero, desprovisto de las comodidades de cualquier casa, perdido en una montaña sin vecindad. Por el momento le sirvió para tumbarse en tranquilidad, al menos techo sí tendría, y como puerta podría levantar un pequeño muro sin dificultad. Aún no sabía qué clase de animales habitaban Oredénlor, si es que había alguno, ya que solo había encontrado arbustos; no obstante, sellaría la entrada en las noches para estar más segura, ya descubriría las bestias de aquel paraje cuando saliera a cazar. Le esperaban días que transformarían su vida, pues pasaría de ser una aldeana a una especie de ermitaña, a pesar de que habitar en la naturaleza no fuera obra de su voluntad; el techo de madera de su casa sería ahora de piedra, las mantas de tela sus ropajes y la oscuridad, su comida no sería carne recién hecha, sino lo que pudiera matar.
   «Será como una muy larga expedición», pensó. «Tanto que todavía no sé cuándo tendrá su final, pues aún no estoy preparada para dar el siguiente paso». Cerró los puños con fuerza. «Necesito más poder, más fuerza…».
   En su pensamiento no cabía otro modo de avanzar. Más poder, era lo que ahora deseaba; aunque así tuviera que abandonar por un tiempo su investigación. Pero nunca olvidaría su objetivo real, pues todo lo que haría sería para alcanzarlo; y lo que era más, la muerte de Naroltiel y abandonar Lómvirud habían sido solo dos de los primeros pasos de una senda llena de obstáculos, de sacrificios y decisiones difíciles, de vidas que cambiarían a su paso.

   Dedicó el resto del día a descansar, y en el siguiente se puso en marcha, aún había mucha montaña por explorar. Tardó unas cuantas jornadas en familiarizarse con los alrededores, y más de las que habría deseado en dar caza a su primera presa. Y solo cuando tuvo el cuerpo sin vida de un kaneltí (criatura semejante a los kalthvir, pero poseedora de un solo cuerno en la frente estrecha y dos extendiéndose desde cada lado de la mandíbula. Más pequeño, ancho y de piel más oscura, era similar a nuestras cabras, aunque más salvaje) delgado en su cueva, frente a ella, pensó: «Ojalá pudiera crear fuego con mis propias manos. Si alcanzo a dominar los elementos de los erïlnet, tendré que ir después a por ellos: los de los udhaulu». Luego se imaginó recorriendo hostiles tierras grises de las que muy poco había escuchado. Sin embargo, no permitió que su fantasía perdurara demasiado, su primera meta no era esa.
   Tomó el fardo que había cargado desde su pueblo y buscó en él un libro importante que aún tenía la mayoría de páginas en blanco; ahí anotaba sus pensamientos. Sobre todo, escribía acerca de los pasos a seguir para alcanzar el sueño de un mundo mejor, más poderoso; allí tenía ideas de hacía casi diez años, algunas tachadas por su imposibilidad, comprobada con el tiempo, otras repetidas en páginas más recientes, con anotaciones añadidas. Pero aún había muchas hojas vacías, y tenía algo más que anotar, algo clave: su último descubrimiento, el que había torcido por completo su camino. Sacó también una pluma y un pequeño tarro con tinta de pétalos para escribir, y abrió su libro.

   «Hoy es el día número dieciocho del mismo evelfil en el que abandoné mi casa. A pesar de las dificultades del camino y del apremio por alejarme de Lómvirud, no he dejado de pensar en lo que descubrí aquella noche. En verdad estoy entusiasmada, un poco preocupada por los medios que habré de utilizar; pero al menos sé que de algún modo puedo conseguirlo. Un cuerpo puede albergar hasta seis cauces de energía sin sufrir cambio alguno, ni en su interior ni en su exterior. Esto quiere decir que cualquier náelmar puede obtener el control sobre otras que no son sus energías si asimila estos caudales. Cómo es la cuestión, pero creo saber qué hacer, o al menos conozco a quienes podrían hacerlo. Los elementales, ellos son la clave. Pueden absorber la energía de cualquier elvannai tras derrotarlo. Debe haber algo especial en esas criaturas que les permite hacerlo, y eso es lo que debo averiguar e imitar cuando lo descubra. Luego habré de viajar a Enaetelne, tierra de erïlnet, y hallar elementales de aire y luz. Entonces podría absorber la energía de esos elvannai y alcanzar un poder superior. Nada me detendría entonces, y también podría obtener con facilidad la oscuridad y el fuego. Sería maravilloso, el comienzo de mi sueño.
   Pero antes debo conseguir suficiente poder para derrotar a un elemental. Está claro que aún no lo tengo, al igual que carezco del conocimiento para asimilar su habilidad. Seguramente la clave esté en el agua, no se me ocurre método alguno utilizando la tierra. Cuando abandone esta montaña lo descubriré, creo que hay una ciudad al este, según vi en un mapa una vez. Aunque eso será dentro de mucho tiempo, debo primero obtener toda la fuerza que Oredénlor me pueda ofrecer. Me llevará meses, pero será la última vez que me detenga para un entrenamiento. No quiero esperar más para hacer realidad mi sueño, ahora que tengo el sendero esclarecido».

   Estas fueron las últimas líneas que escribió durante aquel día; fuera, la luz aún resplandecía sobre las rocas, y Elennimel no desperdició un instante más allí sentada. Salió y comenzó a practicar formas con la tierra, quería alcanzar un gran poder lo antes posible, ninguna otra cosa le importaba más.

   Así, los días comenzaron a pasar, semejantes a sus primeras jornadas. Dedicó mucho tiempo a explorar los alrededores, y aún más a recolectar plantas y atrapar bestias que le sirvieran de provisiones. Sin embargo, su principal ocupación era comprender mejor su entorno y a la tierra y el agua, los dos elementos que abundaban en la montaña. De esta manera se fortalecía cada semana, y las dificultades de Oredénlor mejoraban cada noche su cuerpo tras un sueño reparador.  
   Vivir en la montaña no era sencillo, mas la náelmar se sentía complacida con sus progresos, y ya casi había olvidado hasta las comodidades de un hogar normal. Había descubierto muchos lugares ocultos entre las rocas, en hondonadas o tras empinadas paredes, bajo salientes que daban a precipicios sin fin aparente, incluso en lo más alto de aquella parte de Oredénlor. Había encontrado también un sendero para llegar a la cumbre más alta, aquella que descubrió aún cubierta de blanco. Era un camino muy largo, pero habría de recorrerlo tarde o temprano, y hallar un nuevo refugio en la misma expedición. 

   Tras el paso de la época de hórledi, decidió recorrer aquella senda y tratar de encontrar un nuevo hogar. Los meses de más calor habían sido muy duros para ella, aunque nunca le faltó la sombra de su caverna, ni el agua de los manantiales. Ir a un lugar nuevo era, sin embargo, arriesgado, pues ignoraba qué podría hallar. Se sentía bastante segura con sus habilidades; cazar kaneltí ya era una tarea sencilla para ella, y apenas se agotaba cuando se movía entre las rocas o ladera arriba. La piel de sus manos se había curtido con el tacto de las piedras, su cuerpo se había hecho más resistente tras algunos golpes y caídas; pero sus ropajes estaban desgastados, y allá en la montaña no tenía manera de cambiarlos o repararlos, por lo que siempre tenía cuidado.
   Eso no le preocupaba mientras caminaba ahora, dirigiéndose con su fardo al sendero que la conduciría al centro de Oredénlor. Fue un trayecto tortuoso, lleno de pendientes y de laderas que tuvo que escalar con sus manos, de precipicios que no la amedrentaron pese a su altura bajo el cielo claro. Muchas fueron las veces en las que tuvo que detenerse a descansar, y no pocas fueron las horas que tardó en divisar un posible nuevo hogar: la estrecha entrada a una caverna.
   La cruzó, y tras caminar un buen trecho bajo la sombra del túnel que siguió dio con una estancia bastante extensa, y entonces, de súbito, la invadió una incierta inquietud. «¿Qué es esto?», pensó, alerta y sin atreverse a hablar.
   Estaba casi a ciegas y dependía de sus otros sentidos, pero nada notó. Pasó las manos por todas las paredes en busca de aperturas, aunque no dio más que con huecos pequeños y vacíos, con piedras sueltas y nada más. La caverna no daba a ningún otro lugar, a pesar de que era bastante más amplia que su anterior hogar. Elennimel se tranquilizó pocos segundos después. «No es mal sitio después de todo», pensó. «Espero poder encontrar provisiones cerca. Mañana saldré a explorar».
   Entonces dejó su fardo en el suelo y caminó hasta el umbral de la cueva. Allí se sentó a otear las cercanías, y vio que todo alrededor eran pendientes que descendían. Pero también vio que a izquierda y derecha había grandes peñascos que sobresalían del terreno, quizá detrás habría algo de pasto o algún manantial, no le resultaría muy difícil alcanzar aquellos lugares para inspeccionarlos.
    Sin embargo, en la jornada actual no se movió del sitio, ya era tarde y poco faltaba para el atardecer. Con una pequeña hoguera (quemando hierbas secas que había llevado consigo) dio algo de luz al interior de la cueva, confirmando que no había nada más. El fuego iluminaba el ancho de la caverna salvo algunos recovecos en las paredes y en el techo, pero las llamas no eran gran cosa, Elennimel no quería desperdiciar sus recursos sin saber qué encontraría en el día siguiente. Más tarde selló la entrada con un muro que alzó, y aunque tardó en dejarse llevar por el sueño, distraída por sus propios pensamientos, pronto todo oscureció a su alrededor.  

   Al día siguiente, las sombras de la caverna no le dejaron distinguir nada. Pensó que quizá aún no se había elevado Eierel, pues la luz del día iluminaba por lo menos el pasaje de entrada. Decidió seguir descansando, y al tratar de girarse hacia un lado se dio cuenta de que algo se lo impedía: estaba atada. Intentó separar los brazos de su cuerpo y no lo consiguió, sus piernas también estaban amarradas y además las sentía debilitadas, y el desconcierto la invadió. Miró a un lado y a otro, alarmada, pero por mucho que abría los ojos no podía ver, todo era tan oscuro como el fondo de una cueva en las más tardías horas de la noche. Se arrastró como pudo en la pétrea superficie donde yacía y sintió que no era la misma donde, horas atrás, se había tumbado. Entonces oyó un ruido ligero, algo que rozaba el suelo cerca de donde estaba; casi al instante sintió presión en su cuerpo, algo que la tomaba por las cuerdas que la sujetaban y la alzaba en vilo. Elennimel se sacudió.
   —¡Maldita sea, miserable criatura! —gritó. En su mente no podía dibujar qué clase de ser la había atrapado, mas no tenía intenciones de dejarse derrotar por ningún animal.
   Sus violentas sacudidas la llevaron al suelo y no dudó en aprovechar la oportunidad. Giró sobre sí misma hasta poder tocar la piedra con las manos, y a pesar de que no veía a su enemiga, imaginó un círculo de picos elevándose con fuerza a su alrededor, y la tierra respondió al llamado de su energía creando aquellas formas. Se oyó el ruido de unas rocas que se alzaban, Elennimel las sintió; y no escuchó nada más, ningún impacto ni quejido, ningún sonido de nada cayendo. Desconcertada, se arrastró con la intención de volver a palpar el suelo y liberarse de sus ataduras, pero pronto algo la separó de él.
   —¡¿Qué?! —exclamó, mientras sentía que algo la alzaba otra vez, y la llevaba hacia algún lugar—. ¡Suéltame, déjame ir! —De pronto se sintió estrechada contra algún cuerpo, que otra garra la sostenía; mas no poseía largas uñas, ni pelos o algo común en un animal; por el contrario, notó el roce de una fría y áspera piel, y distinguió unos dedos similares a los de los elvannai—. ¿Quién eres tú? —se aventuró a preguntar—. No eres ninguna bestia, ¡¿quién eres?! —No hubo respuesta alguna, aunque pudo distinguir, o eso creyó, una respiración.

   Volvió a sacudirse con las fuerzas que le quedaban, mas no sirvió de nada pues estaba muy bien sujeta. Lo que fuera que la tenía la llevaba a algún lugar, en el interior de la montaña. El desconcierto comenzó a deformarse en un espanto que desbordó sus pensamientos; no podría salir, moriría allí mismo o quedaría por siempre encerrada, y nunca vería cumplido su sueño, terminaría siendo simple alimento de una extraña criatura. Se desesperó, aquello no era lo que deseaba y se maldecía por no haber conseguido más fuerza; quizá si tuviera más poder no habría llegado a tal situación. Su mente dejó de racionar con buen juicio, estar a ciegas y no saber dónde se encontraba la hacía sentir horror. Comenzó a revolverse con insistencia, pero en vano, a dar cabezazos al aire y a escupir todo tipo de maldiciones, a preguntarle al aire una y otra vez qué ocurría, a gritar «no». De pronto, su voz no fue la única que sonó.
   —Tú has in… tú… has entrado en nuestra casa. No eres… no, en la montaña —se oyó, con lentitud en cada palabra.
   Elennimel detuvo su frenesí y calló por completo. Un frío inquietante invadió su cuerpo desde los pies a la cabeza en cuanto la voz calló, una voz susurrante y alejada del acento que cualquier náelmar o erïlnet pudiera utilizar. ¿Sería udhaulu quizá? No los conocía, podía ser. Pero el temor era demasiado tenebroso como para pensar en algo conocido, aunque solo fuera de oídas. No, aquello no era udhaulu, erïlnet o náelmar siquiera; era una criatura desconocida en las oscuras entrañas de una montaña, con pretensiones que Elennimel no podía imaginar, con un negro papel en su camino que amenazaba con ponerle un pronto final.

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