Hubo un tiempo en que existía un autómata, un
autómata distinto a los demás. No lo era porque destacara, o porque tuviera
alguna habilidad, sino porque se expresaba, porque su rostro no era una placa
tallada, en oro, en bronce o en plata. Podía mostrarse triste o alegre, podía
silbar, podía llorar, podía hacer muecas o enfriarse en la seriedad. Mas no era
su don algo que tuviera valor. En su mundo de autómatas reinaban las caras que
ocultaban, no las que mostraban. En su mundo de autómatas las cosas como él no
se podían entender, infundían temor, desconcierto, una nube de prejuicios
envenenada en la incomprensión. Pero él no entendía por qué, por qué aquello
tenía que suceder.
Su coraza, además, no brillaba. No tenía joyas
engarzadas ni un diseño de última gala. Portaba, entonces, una apariencia de
escaso valor. Y gracias a ella andaba con discreción, observaba, pero no
llamaba la atención pues todas las miradas le sobrevolaban, ignorantes del
tesoro que guardaba en su interior. Allá donde otros poseían cadenas de
engranajes que bullían en la negrura del aceite, él blandía un corazón. Era un
motor distinto, frágil pero repleto de un confortable calor, impredecible, pues
era guiado por el sentir del amor, del honor, del respeto y de la comprensión.
Pero sentir no estaba programado en los
autómatas de serie, eran rostros de única expresión e intereses prediseñados.
Por eso aquel autómata se sentía desubicado, sentía su corazón como una carga y
sus sentimientos como una maldición. Así pues los llevó de un lado a otro a través del
tiempo, y forjó recuerdos, los arrastró por calles empedradas de vacías miradas
pero no halló jamás la luz, el calor que tanto anhelaba.
Caminó de norte a sur, fue desde el este hasta
el oeste, pero nunca regresó, nunca pudo ser la marioneta inánime que fue una
vez, el autómata inconsciente que no cargaba un corazón. Y con tal anhelo se
perdió, se adentró en parajes ocultos por nieblas heladas de llanto, a través
de árboles sin expresión, fríos, sin un lugar donde ir, solo el deseo de dormir.
Y a ellos los envidió.
Nunca regresó de aquellos bosques donde se
abrigó con la soledad, aquella prenda forzada que al final de todo aceptó. No
volvió a andar entre los autómatas, nadie volvió a ver su expresión, su
existencia, su vida oxidada, condenada por la espera de una luz que jamás
abrazó.
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